Iglesia y Sociedad

¿DE QUE SE RIE…?

9 Ago , 1993  

1. Se llama Calixto y su educación formal no llegará nunca más allá de la secundaria. Tiene una brillante inteligencia, habilidad para las lenguas (no sólo habla maya y castellano, sino que ya construye frases en inglés), y una sonrisa que nunca desaparece de sus labios. Su padre era henequenero y la liquidación se les acabó más pronto de lo que pensaban. Ya no acompaña a su papá a cortar pencas, porque ya no les resulta cultivar henequén. En la casa no hay medios para que pueda realizar su sueño de estudiar turismo, así que tendrá que irse de la hacienda hasta Can Cun para trabajar de peón de albañil. Cuando me lo cuenta, la sonrisa no se apaga, aunque los ojos le brillen.
2. Felipe quiere casarse, pero todavía no logra juntar lo suficiente. Sólo el padrecito, en la iglesia de su pueblo, va a cobrarle 300 nuevos pesos y -como están las cosas- eso es mucho dinero. No entiende por qué una Misa cuesta tanto. El me lo comenta con ingenuidad y a mí se me cae la cara de vergüenza.

Podría mencionar decenas de casos parecidos: Calixto y Felipe son solamente dos gotas de agua en un mar de problemas económicos por los que pasa el campesino. A este mar de problemas contribuye una sociedad hecha a la medida de los poderosos, diseñada para producir pobres y reproducir esquemas de dominación, y contribuye también una iglesia que olvida sus raíces, que coloca las alcancías antes que la conciencia, que se aleja de aquellos en quienes debiera encontrar su razón de ser: los pobres.
La mención de estos casos se debe a algunos comentarios que el autor de esta columna ha recibido últimamente, especialmente de algunos hermanos presbíteros. Con sincera preocupación me han señalado que mis artículos son poco optimistas, que tienen miedo de que el contacto con la realidad me amargue el alma, que notan en mis escritos cierto resentimiento.
Yo les contesto que es solamente gracias al optimismo irremediable de la gente sencilla y a su terca persistencia, a esa tenacidad que los ha mantenido vivos a pesar de todo durante 500 años, es que se puede sobrevivir en el campo yucateco. Que algo deben haberme contagiado para que yo continúe, en esta sociedad y en esta iglesia, tratando de aportar lo que puedo en la transformación de las cosas, a veces desde la serenidad de espíritu y a veces -es cierto- desde la rabia.
Esto me recuerda una hermosa canción cuya letra inventó el poeta Mario Benedetti en una circunstancia muy particular: al abrir un día el periódico se encontró la fotografía del dictador en turno riendo a mandíbula batiente. Conocedor Benedetti del sufrimiento cotidiano de las gentes de su país, sintió esa risa como una bofetada, y se ensañó contra el dictador componiéndole una canción llena de belleza e ironía, en la que -después de enumerar algunas de las atrocidades que ocurrían en su patria- le preguntaba al dictador: «Señor Ministro… ¿de qué se ríe?»
Benedetti compuso también hermosos poemas de amor y desamor. Describió con hermosas palabras el crepúsculo y le cantó al milagro de la vida en pareja. Pero no dejó por ello de pasmarnos con la fiera ternura del poema Hombre preso que mira a su hijo: «Todas estas llagas, hinchazones y heridas / que tus ojos redondos miran hipnotizados / son durísimos golpes, son botas en la cara, / demasiado dolor para que te lo oculte, / demasiado suplicio para que se me borre». Le agradecemos mucho a Mario Benedetti sus poemas de amor, pero le agradecemos más que no haya escrito solamente dulces poemas de amor.
No soy un pesimista. Todos los días encuentro en mi contacto con la gente razones para creer y esperar. Pero no puedo cerrar los ojos y construirme un mundo de fantasía: eso no es optimismo, sino simple evasión culpable de la realidad. Porque en nuestro estado y en nuestra iglesia, muchas, muchas cosas de qué reírse, no me parece que haya. Digo yo.

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ARTESANA DEL CANTO AMERICANO

2 Ago , 1993  

Era la noche del lunes 26 de julio, y veníamos listos todos para un Moncada de canciones. El lugar era el Teatro Peón Contreras. Una reunión de amigos, un homenaje. Leve como una pluma, delgada como un lirio, subió las escaleras del teatro como si flotara, con el blanco vestido que afilaba su figura y uno de esos rebozos yucatecos jamás portados con tanto garbo.
Voz de futuro sobre el escenario, entristecido canto de los indios, mujer hecha de luces: Amparo Ochoa. ¿A dónde va cuando cierra los ojos, cuando la tibia gota de sudor perla su frente, cuando su mano poderosa señala al infinito con el dedo?
¿De qué silencios nutre su canción?
«Habrá canción mientras un pueblo no se resigne a las cadenas, mientras la risa de los niños no tenga abrigo y pan seguro…», cantaba en 1983 en la plaza de Managua, en Nicaragua. La revolución nicaragüense necesitaba de la solidaridad de los artistas americanos: Méjico estaba presente en la voz de Amparo Ochoa. Y cuando fue Chile, o El Salvador, o Guatemala… siempre estuvo presente la flor de Sinaloa, la voz quebrada al viento, la amiga de las causas grandes.
Desde hace muchos años que su voz acaricia nuestras risas, nuestras ganas de ser, nuestros fracasos, nuestro 68 maloliente, nuestro fraude de julio, nuestro llanto… Y su canción siempre nos ha encendido la lámpara del sueño; y respira en las notas de su música la asfixiada utopía del enojo y la rabia del pueblo.
Tuvimos la fortuna, hace muy poco tiempo, de que su voz acompañara el esfuerzo de una organización local que trabaja por el respeto a los derechos humanos. En el foro «Reflexiones y Experiencias», realizado en el Salón EQUIDAD de la parroquia de Fátima en septiembre del año pasado, Amparo Ochoa cerró el ciclo de conferencias y discusiones con su voz de pájaro sin rejas, voz de pueblo pobre, voz que canta a los débiles.
Amparo de la patria sin fronteras, madrecita de las noches mejicanas, luchadora tenaz que desenvaina su espada de dos filos, artesana del canto americano. Su voz resucitó en nuestros adentros muchas enmohecidas primaveras y las palabras volvieron a tener significado: libertad sonó otra vez fresca y lozana, justicia sin mentiras, paz sin ambigüedades.
Es una suerte haber estado el lunes pasado en el Peón Contreras, con Oscar Chávez y Jorge Buenfil, con Maricarmen Pérez y Ligia Cámara, con el dueto Combinación y Emilio Rosado. Fue una fortuna habernos encontrado en el teatro con amigos de otros tiempos, de trabajos distintos y sueños parecidos. Quizá lo que sobró, lo único ajeno, lo que vale la pena echar al saco del olvido, fueron las palabras de protocolo, la cortesía sin comunión de sueños. Todo lo demás se escribió para siempre en el afecto: «Miedo de amar» interpretada soberbiamente por Oscar Chávez y Jorge Buenfil, la lámpara del teatro rindiendo su homenaje de luces, el público de pie en un aplauso prolongado a la homenajeada y, sobre todo, la grácil figura de Amparo Ochoa, su palabra sincera y su voz rompiendo el aire: «Sol redondo y colorao, como una rueda de cobre…»

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«ESTAS RUINAS QUE VES…»

26 Jul , 1993  

La semana pasada recibí la visita de cuatro amigos y tuve la oportunidad de visitar con ellos las ruinas de Chichén Itzá. Los cuatro son michoacanos y tres de ellos llevan más de 15 años en la sierra purépecha trabajando con los tarascos. Su labor con los indígenas me había admirado en la ocasión que tuve la oportunidad de visitarlos, no hace muchos años. Ahora, son ellos los que quisieron devolverme la visita.
Después de unos días de trabajo y de contacto con la gente en la comunidad de Tecoh, quisieron conocer algún centro arqueológico. Se decidieron por Chichén Itzá, y emprendimos juntos el viaje ya mencionado al inicio de esta columna. Está de más describir la admiración que causó en ellos la majestad de las construcciones antiguas; entramos al campo arqueológico al abrir éste (las 8.00 am.) y salimos hasta que el guardia, con firmeza y amabilidad, nos comunicó que teníamos que abandonar el área. Eran las cinco de la tarde y habíamos tomado un baño de historia antigua y de belleza.
Mis amigos, agudos observadores, preguntaban todo; pero lo que más me llamó la atención fue su interés de relacionar el pasado, grabado por el cincel en la piedra, con el presente del grupo indígena maya. Fue entonces cuando, a la luz de sus 15 años de trabajo con los indígenas purépechas, me dieron una gran lección: en esta empresa en la que estamos metidos -me dijeron-uno sólo es el gran objetivo: ser acompañantes del pueblo indígena en la búsqueda y reafirmación de su identidad.
Este comentario me recordó que, en pocos días más, Juan Pablo II vendrá a Yucatán para tener un encuentro con los indígenas de nuestro continente; esa es la razón última y de mayor relevancia de su presencia en nuestro estado. Por ser los anfitriones, los mayas tendrán una presencia significativa en el encuentro. Nuestras parroquias se están ya preparando para mandar a sus representantes a la histórica reunión de Izamal. Este encuentro del Siervo de los Siervos de Dios con representantes de los pueblos indígenas de nuestro continente, nos plantea importantes cuestionamientos a quienes trabajamos vinculados, de manera más o menos directa, a la vida y problemática de los indígenas de Yucatán.
Algunos sacerdotes yucatecos estamos preguntándonos, en frecuentes reuniones y en espontáneos o sistemáticos encuentros, qué significa realizar una auténtica pastoral indígena. Nos preguntamos por qué en nuestra manera de hablar usamos la palabra «mestizo» para referirnos a quienes son propiamente indígenas, cuánto hay de presencia de iglesia en los sufrimientos de los mayas yucatecos, qué hacer delante de la pérdida de valores autóctonos, y -a fin de cuentas- qué hemos hecho y qué podemos hacer para promover, afianzar, defender la autoestima de los indígenas mayas.
Cultivar el conocimiento de las ruinas arqueológicas y de la historia pasada de los indígenas de nuestras tierras es muy importante, pero es, sin duda, insuficiente. Hablar de los mayas solamente como parte de un glorioso pasado, nos convierte en un pueblo de nostalgia barata y en una avestruz que esconde la cabeza en la tierra del ayer. Es fácil lucir con orgullo el pasado indígena en sus hermosos vestigios arqueológicos, y despreciar a quienes, en medio de la agresividad de la uniforme cultura moderna, conservan su vestido típico y hablan la dulce lengua de los mayas.
Por eso estoy muy contento de que el Papa venga a hablar con los indígenas y no venga, en cambio, a visitar las ruinas de Chichén Itzá. Es una opción por el presente de miseria y agresión cultural en lugar de escoger el camino del regodeo facilón en un pasado de fábula y fantasía. Falta ahora que los agentes de pastoral indígena de la diócesis anfitriona busquen caminos para hacer propia esa opción; en Yucatán tenemos muchos expertos en piedras muertas, pero pocos promotores de la cultura y la identidad de los mayas actuales.
Para quienes están comprometidos en esta difícil y a veces incomprendida tarea de acompañar a los indígenas en la búsqueda y afirmación de su identidad (se me hacen presentes nombres y rostros guardados en la aljaba del afecto y en el archivo de la memoria), la visita del Papa es un apoyo incondicional y la bendición que él trae es, de muy especial manera, para ellos. También para ellos es mi admiración y mi reconocimiento.

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A PROPOSITO DEL PODER

19 Jul , 1993  

«El poder corrompe, y el poder absoluto, corrompe absolutamente». Con estas palabras Lord Acton señalaba la muy común opinión de que el poder es como un demonio que engulle a la persona humana y le hace perder el sentido de la realidad. Que el poder -al menos en muchas ocasiones- corrompe, es una constante en la experiencia humana. Baste recordar los regímenes represivos y totalitarios que la Europa del Este padeció en el presente siglo, o las dictaduras militares que caracterizaron el espectro político latinoamericano, o los escándalos de Watergate en los EE.UU. y de corrupción en el financiamiento de los partidos en Italia. En nuestro país podemos constatar la corrupción del poder todos los días, pero se hace más patente en el último año de cada sexenio.
No podemos negarlo: el poder tiene sus riesgos. La revelación bíblica tiene como una constante la denuncia de los abusos del poder, de parte de quienes gobiernan los ámbitos político y religioso. Los reyes y pastores eran severamente juzgados por los profetas que, desde la perspectiva de Dios y del pueblo pobre, criticaban la actuación de los gobernantes: «Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos… se comen su enjundia, se visten con su lana; matan a las más gordas y a las ovejas no apacientan; no fortalecen a las débiles, ni curan a las enfermas, ni vendan sus heridas; no recogen a las descarriadas, ni buscan a las perdidas; y maltratan brutalmente a las fuertes…» (Ez 34,2-5).
Más tarde, llegada la revelación definitiva, es el ejemplo mismo de Jesucristo y no sólo su palabra, lo que nos da la más grande lección acerca del uso del poder. Inspirado en la profecía de Zacarías 9,9-15, Jesucristo entra a Jerusalén como el príncipe de la paz, el destructor de aquellos poderes que se basan en la fuerza de las armas o de la injusticia. Más tarde, en la cena con sus amigos, asume la posición de esclavo para recalcar que el poder sólo tiene sentido cuando se convierte en servicio a los demás. Al final de su vida, Jesús muere crucificado a mano de los poderosos, indefenso, Dios del no-poder.
Pronto serán las elecciones locales; dentro de no mucho tiempo más, todo el país comenzará a sacudirse con los dolores de parto sexenales. Los cristianos tenemos el reto de hacer que el valor evangélico del servicio modifique las actuales prácticas de poder.
¿Cómo evangelizar el poder político? A esta pregunta responde la iglesia latinoamericana con la proclamación insistente de los valores de una genuina democracia pluralista, justa y participativa. Dice el Papa Juan Pablo II en la encíclica «Centessimus Annus», que «la iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica» (CA 46).
En nuestro continente, la sustitución de los regímenes dictatoriales militares por democracias formales ha sido, indudablemente, un avance. Sin embargo, recientes fenómenos ocurridos en Brasil y Argentina nos muestran que las democracias pueden ser carcomidas por el fenómeno de la corrupción. Por otra parte, el ideal de democracia formal inspirado en el modelo estadounidense no termina de satisfacer las aspiraciones de nuestros pueblos a la justicia distributiva y a la igualdad de oportunidades.
En nuestro país se ha convertido en una obsesión hablar de democracia. Se habla de democracia imperfecta, incompleta, perfectible, formal, transparente, etc.; hay hasta quienes quieren suprimirle todos los adjetivos. Sin embargo, el paraíso democrático mejicano está más cerca del infierno que del cielo. Las aperturas democráticas verbales no encuentran correspondencia en el plano de la práctica. Junto a rimbombantes declaraciones de «esta vez sí habrá limpieza», hay vergonzantes leyes electorales y se enseñorea todavía por el país la cultura del fraude electoral.
La hegemonía de un solo partido en el poder, es signo de primitivismo político y muestra clara de la imperfección de nuestra democracia. Por eso, la llamada de los Obispos en Santo Domingo tiene importantes resonancias para los cristianos de nuestra patria: «(Hay que) iluminar y animar al pueblo hacia un real protagonismo. Crear las condiciones para que los laicos se formen según la Doctrina Social de la Iglesia, en orden a una actuación política dirigida al saneamiento, al perfeccionamiento de la democracia y al servicio efectivo de la comunidad… orientar a la familia, a la escuela y a las diversas instancias eclesiales, para que se eduquen en los valores que fundan una auténtica democracia: responsabilidad, corresponsabilidad, participación, respeto a la dignidad de las personas, diálogo, bien común» (DSD 193).
Pero, en esta tarea, no hay que olvidar el ejemplo del Maestro: la más grande y penetrante crítica al poder, la única que puede motivar su transformación, se hace desde la perspectiva del no-poder, es decir, desde los de abajo, los débiles, los sin-defensa. Sólo así lograremos que el poder sea servicio.

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HUERFANOS DE SUEÑOS

12 Jul , 1993  

Creo que debí haber nacido en otro tiempo y en otro lugar. Una constante sensación de incomodidad me acompaña cuando veo el rumbo actual de la historia y las «verdades», aparentemente inobjetables, a las que el mundo en su conjunto va llegando gracias a la maravillosa red de intercomunicación que nos dan los medios tecnológicos actuales. El mundo de la modernidad no parece estar hecho para mí.
Me gustan la televisión y las computadoras (más las últimas que la primera), me gusta el ahorro de tiempo y de incomodidades que significa viajar en avión, me gustan algunas modas y la música moderna. Pero algunas otras cosas y, sobre todo, algunas otras ideas de nuestra modernidad, reviven en mí esa desazón de vivir a destiempo.
Creo que esta radical incomodidad se acentuó con la caída de los regímenes de Europa Oriental. El final del conflicto este-oeste despertó el ideal de la libertad, pero sepultó consigo algunos de nuestros más amados sueños juveniles.
Yo crecí, al amparo de maestros izquierdosos y curas progresistas, afirmando que la pobreza no es un destino fatal e irremediable, sino el producto de una mala e injusta organización de la sociedad. Crecí pensando que la persona era más importante que los negocios, que el desarrollo económico real se medía en las mesas de los campesinos pobres, y que era un pecado mortal abandonar el sueño de una sociedad en la que no hubiera privilegios ni privilegiados.
De repente, el mundo se me puso de revés. Parece que ahora, a lo más que podemos aspirar, es a conseguir y conservar un trabajo que nos impida morirnos de hambre; a contemplar con resignación histórica el descarado proceso de acumulación de los pocos ricos de nuestro país; a mirar el campo morirse y ver a los campesinos engrosando las filas de los vendedores ambulantes de las ciudades; a medir el crecimiento económico del país en las frías cifras de Wall Street y no en la canasta básica. Hasta los maestros de izquierda reniegan de su pasado para alcanzar algún puesto en gobierno y, en la iglesia, los aires de Medellín y de Puebla van muriendo de muerte natural (o provocada).
Pero todo lo anterior no sería más que un análisis de la realidad, hoy más cruda e injusta que antes, pero simplemente un análisis. Lo grave del asunto es que ahora tenemos que aceptar, no que las cosas SON así, sino que DEBEN ser así. Es lo que algunos intelectuales llaman «la muerte de las utopías» y que ha reducido a nuestra generación a la orfandad de sueños. El mundo del mercado, de la oferta y la demanda, del despilfarro junto a la miseria, de las joyas relucientes al lado del hambre campesina, el mundo de la deshumanización, es presentado como el UNICO mundo posible.
¡Y uno todavía con ganas de escuchar nueva trova, y cantar Mercedes Sosa! Y seguir allí, tercos, en la prometeica tarea de robarnos el fuego. Continuar viviendo en este mundo ajeno, en el que no hay ya más lugar para los sueños, ni para la justicia, ni para la hermandad. Y remar así, contracorriente, y ser el bicho raro, el pre-moderno, la nota discordante.
Llevar, como Caín, una marca en la frente, grabada a sangre y fuego por el Dios de los débiles. Llevar colgada al cuello la leyenda: «sobreviviente del país de los sueños», o llevarla -como Otro- en la parte superior de dos maderos.
Creo que debí haber nacido en otro tiempo y en otro lugar. No tengo soluciones, sólo un hambre insaciable de que las cosas no sigan siendo como hasta ahora. No sé que podría hacerse, pero esta clase de mundo me parece un producto desechable, listo para el basurero. Pero cada vez encuentro más de esos «ajenos», emisarios del pasado (¿o del futuro?), expatriados de la tierra de las utopías, exiliados en el destierro de la modernidad sin corazón. Entonces sí, acompañado, puedo cantar la canción de Fito Páez: «¿quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón».

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PARTIDOS Y SOCIEDAD CIVIL

5 Jul , 1993  

A diferencia de lo que han declarado algunos dirigentes de partidos políticos en nuestro país, yo sí pienso que, al menos en algunos importantes aspectos, la sociedad civil ha rebasado a los partidos políticos. Pero quiero explicar mi afirmación: no quiero decir que la sociedad civil esté reñida con los partidos, ni que sustituya el papel que éstos tienen en el conjunto social; tampoco quiero decir que los partidos estén llamados a desaparecer del mapa sociopolítico de nuestro país: ni siquiera han aparecido lo suficiente.
Lo que sí quiero decir, es que la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos es creciente y fundamentada; creciente porque la franja de indecisos y/o abstencionistas no parece haber disminuído en los últimos años. Fundamentada, porque ningún partido político -léase bien: NINGUNO- ha dejado de propinar graves decepciones a sus simpatizantes, no solamente por bruscos cambios de rumbo, sino por simple indefinición política en momentos importantes de la lucha por el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, incluído, claro, el mejoramiento político, es decir, la democracia formal.
Muchas personas han encontrado espacios donde organizar sus esperanzas, al margen de los partidos políticos. No reconocerlo es miopía analítica o ceguera partidista, que es peor. La prueba de este renacer ciudadano, es la nutrida agenda de organizaciones no gubernamentales que operan en el país. También los militantes de partidos políticos son ciudadanos, desde luego; pero la organización popular va tomando cada vez más -aunque no se quiera aceptarlo- cauces no partidistas, y esto dicho más como constatación que como juicio de valor. Decir despectivamente que la sociedad civil es «gelatinosa» es olvidar que cada organización civil, por pequeña y reciente que sea, está formada por hombres y mujeres que aman este país y lo desean mejor, y que desgastan sus horas y sus ansias, sus nervios y sus bolsillos, para que este país nuestro se acerque un poco más al sueño de patria que todo mejicano bien nacido trae bajo la piel.
Hoy quiero mencionar en esta columna a un grupo de ciudadanos que, obteniendo un triunfo reciente, merece una palabra de aliento y de felicitación. Me refiero a los comités de apoyo a los presos políticos de Valladolid.
Digo TRIUNFO, porque aunque el cierre de los expedientes de los 21 vallisoletanos sometidos a injusto proceso ha querido ser presentado como la dádiva generosa de algunos servidores públicos, en realidad es un reconocimiento implícito a la capacidad de los ciudadanos de organizar su indignación y hacerle frente a los abusos y atropellos de quienes ejercen el poder.
Los comités vallisoletanos son una muestra de la posibilidad de conseguir que demandas justas no caigan en el olvido. Los grupos crecieron en madurez organizativa durante esta prolongada lucha y tuvieron que soportar, no solamente presiones externas, sino hasta traiciones internas. Aprendieron en el camino -dolorosamente, a veces- muy buenas lecciones de estrategia: cuándo hablar y cuándo callar; en qué momento presionar y en qué momento abandonar la presión; hasta dónde exigir y hasta dónde ceder. Y todo a fuerza de trabajo de hormiga, de juntas tensas por la rabia, de reconocimiento de los propios errores, de temor ante la terca prepotencia de los gobernantes, en fin, de pedazos de vida desgastados en esa solidaridad que no es bandera política, sino cercanía verdadera a los amigos en desgracia.
El deseo manifiesto de cerrar este capítulo de la lucha, (porque hay todavía muchos que vivir y ganar), con la celebración eucarística en un templo parroquial de la ciudad, San Bernardino de Siena, muestra que en la lucha popular de los comités vallisoletanos hay, además del hambre por la justicia, deseo sincero de perdón cristiano, de esa reconciliación que se construye sobre la justicia y la verdad. Queda mucho todavía por hacer, pero se ha dado, sin duda, un gran paso. Felicidades.

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PRESBITEROS PARA EL REINO

28 Jun , 1993  

Mañana martes, día de San Pedro y San Pablo, tres hermanos presbíteros cumplen 25 años de haber recibido el sacramento del Orden Sacerdotal. Los Padres Carlos Ceballos, Amílcar Carrillo y Juan Chicmul, han gastado y desgastado 25 años de sus vidas en servicio a diversas comunidades católicas de nuestro estado. Porque ellos, los tres, nos preceden a muchos presbíteros en entrega y empeño pastoral, y porque uno de ellos es entrañable amigo mío, quisiera dedicar esta columna de hoy a reflexionar sobre la tarea y misión de los sacerdotes en la iglesia y en la sociedad de hoy.
El Documento de Santo Domingo dice que los ministerios ordenados, es decir, los obispos, presbíteros y diáconos, son siempre «un servicio a la humanidad en orden al Reino» (DSD 67). ¿Qué quieren decir los obispos latinoamericanos con esto?
Los presbíteros no existen para sí mismos, sino para la comunidad cristiana; ésta a su vez no es tampoco un fin, sino un medio privilegiado para que la Buena Noticia llegue a todos los seres humanos. La iglesia es, en palabras de Pablo VI, la «sirvienta de la humanidad». Por eso, lo que constituye el alma del presbítero es, precisamente, vivir para los demás. Una espiritualidad de servicio y entrega a los otros, más que una alienante espiritualidad de perfección intimista, es la que debe caracterizar al presbítero de nuestros tiempos.
Pero el presbiterado no es sólo un «servicio a la humanidad», sino que es un servicio «en orden al Reino», es decir, en orden a gestar, animar, promover, defender, un estilo de vida de acuerdo con las enseñanazas de Jesús, de acuerdo con los valores más preciados del hombre: la justicia, la hermandad, la solidaridad, la igualdad, la libertad, la paz. El Reino que Jesús anunció e inauguró no está referido solamente al más allá, sino también a la realización, aquí y ahora, de una sociedad en la que el ser humano pueda tener todo lo necesario para ser feliz.
Es claro que en la tarea de construír el Reino, el presbítero, como todo cristiano, tendrá que enfrentar dificultades y afrontar riesgos. Quienes están preocupados por mantener la situación tal como está, quienes quieren que todo cambie para que todo siga igual, tienen, necesariamente, que ver en la misión del presbítero, una amenaza. La tarea de anunciar y denunciar, dos caras inseparables de la misión sacerdotal, no resulta agradable para quienes sacan provecho de una situación de injusticia, abuso y explotación. Anunciar a Jesucristo, el Señor de la vida, significa denunciar a los poderes que producen muerte. Hacerlo es simple coherencia, no sólo sacerdotal, sino evangélica.
A menos que vendan su conciencia cristiana y su consagración al Reino, los presbíteros que quieran ser fieles a su misión están llamados a ser una presencia incómoda en medio de una sociedad injusta como la nuestra. Ellos tienen que saberlo, para no desanimarse ante las adversidades que se presenten dentro y fuera de la iglesia. Lo tienen que saber también algunos políticos que ven en el desempeño de la misión sacerdotal un peligro para su omnímodo poder: es cierto, lo es. Tienen que saberlo también, dicho por último y con cierto dolor, algunos laicos que confunden la denuncia profética de sus hermanos presbíteros, con la entrega de «armas y municiones»; la existencia de curas guerrilleros en nuestra iglesia local es una calumniosa invención.
El presbítero, apóstol del evangelio y agente constructor del Reino, es, como Jesús, signo de contradicción; así lo experimentó la iglesia primitiva, así lo necesita la sociedad yucateca de hoy. Desde esta columna saludo a los hermanos presbíteros que mañana cumplen 25 años de intentar vivir coherentemente este ideal.

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MUJERES, MUJERES…

21 Jun , 1993  

No cabe duda de que uno de los acontecimientos que marcarán nuestro siglo es el crecimiento y maduración del fenómeno que llamamos «feminismo» o «revolución de la mujer». Como saliendo de un prolongado letargo, las mujeres del mundo han despertado para recuperar la voz perdida, la memoria pisoteada, la dignidad arrojada al cesto de la basura; al despertar se han contemplado a sí mismas: mujeres en un mundo de dominio masculino… y no se han resignado a ello.
Puede, sin embargo, distingirse dos clases de feminismos. El primero es aquél que hace de la reivindicación de la mujer su punto de partida y de llegada; son los movimientos en los que las mujeres giran siempre en torno a sí mismas, como pendular reacción a las mujeres que, antaño, giraban en torno a los hombres. Hostil a los hombres, este feminismo prolonga la opresión de las mujeres en una especie de autoenajenación, de apartamiento voluntario, de competencia desgastante con los varones.
Hay, en cambio, otro tipo de feminismo: el que parte de la mujer, de su reivindicación, de su peculiar manera de ser, pero que se expande hasta convertirse en un movimiento transformador de las familias, de las comunidades, de la sociedad toda. En esta tarea, las mujeres entran en contacto fecundo con los hombres, les hacen descubrir nuevos horizontes, les aportan la visión femenina de la vida y reciben de ellos su contraparte. Es el feminismo que no se concibe como un fin en sí mismo, sino como la herramienta que permitirá a las mujeres, a todas las mujeres, participar en la construcción de una patria nueva, más humana y fraterna.
Hay grandes mujeres que iluminan hoy al mundo. Dos premios Nobel de la paz han sido otorgados, a pocos años de distancia, a dos grandes mujeres promotoras y defensoras de los derechos humanos; una es birmana y la otra guatemalteca. Ellas han aportado a una lucha, ya de por sí desgastante, su inalterable paciencia, su voluntad de reconciliación, su ternura hecha trabajo cotidiano junto a los que más sufren. Ellas han hecho que esta lucha en contra de los privilegios y de los privilegiados, esta batalla en favor de que todos los derechos sean para todos sin distinción, sea una lucha un poco más dulce, menos pesada, más llena de sentimiento y de corazón.
En Méjico, Norma Corona (+), Mariclair Acosta, Rosario Ibarra de Piedra, Conchita Hernández, Teresa Jardí y otras tantas y tantas mujeres heroicas, siguen pariendo esperanza en un país en el que los derechos humanos parecen ser un lujo fuera del alcance de los pobres. Señoras de la ternura indomable, estas mujeres han sacado fuerzas de su propio sufrimiento, para regalarnos una lucha sin rencores, una pasión por la justicia que rebosa perdón y reconciliación, una caricia femenina en el momento del cansancio y del desánimo.
Tengo el privilegio inmerecido de trabajar muy cerca de algunas mujeres de esta magnitud. Hace unos días que cumplimos dos años juntos en el trabajo en favor de los derechos humanos en Yucatán. A esas mujeres incansables, constructoras de un Reino diferente a los reinos de este mundo, las que no han permitido que se me muera entre las manos la esperanza; a ellas, quizá únicas lectoras fieles de esta columna, vaya mi admiración y mi cariño.

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¿COMICOS O BUFONES?

14 Jun , 1993  

La relación entre los artistas y el Estado ha estado siempre llena de conflictos. Recientemente, los dos más representativos grupos culturales del país (NEXOS y VUELTA) se vieron envueltos en una polémica acerca de la relación de los intelectuales con el gobierno; en un momento determinado, la discusión se volvió más una andanada de adjetivos que de razones, lo que nos deja ver cuán complejos y polémicos son los lazos que unen a los productores de ideas con aquellos que detentan el poder.
Lo que se dice de los artistas en general, se dice especialmente de los cómicos. La auténtica comicidad ha estado sellada, desde Aristófanes, por un marcado espíritu crítico. Una de las fuentes en que han abrevado los cómicos verdaderos ha sido, precisamente, la crítica mordaz del poder, la caricaturización de su uso y sus abusos.
En oposición a esto, una larga tradición desarrollada a la sombra de las grandes monarquías antiguas, es la del cómico «a sueldo»: el bufón, cuyo objetivo esencial es hacer reír al gobernante, divertirlo. No hay asomo ninguno de crítica al gobernante en el trabajo del bufón; significaría perder el puesto de trabajo; lo que hay es la utilización del ingenio para ponerlo al servicio del poderoso, la bien pagada lisonja que trata de arrancar al público una sonrisa. El bufón no es más que un burócrata del humor.
En Méjico, contamos con una tradición larguísima de comicidad crítica. Las carpas han sido en nuestro país, a la vez que medios de diversión popular, verdaderos foros de rebeldía pública. No en balde muchos cómicos de barriada llegaron a conocer los separos policíacos. Quizá el nombre más significativo de una larga lista sea el de aquel cómico conocido como PALILLO.
En Yucatán tenemos también una tradición de comicidad crítica. El teatro regional de los Herrera ha sido hasta ahora un magnífico ejemplo de crítica jocosa del poder. Todavía recuerdo los comentarios escuchados en mi infancia sobre el peligro de que metieran a Cheto, Cholo o Sakuja a la cárcel por sus chistes políticos. Nuestros cómicos regionales eran, no solamente nuestro orgullo, sino también nuestra rebeldía transformada en chiste y en sátira.
He visto recientemente la obra que se pone actualmente en el Teatro de los Herrera. Sigue siendo una ejemplar muestra de equilibrio entre la función crítica del cómico y su tarea esencial de divertir. No puedo, sin embargo, dejar de advertir que esta larga tradición puede perderse. Un programa de muy mal gusto en la televisión oficial, y una serie de «comerciales» sobre los «miniperíodos», hechos públicos con machacona insistencia en la radio y la televisión, hacen pensar que el último Herrera de la legendaria dinastía puede dar al traste con una honrosa tradición.
La intención de justificar lo injustificable, sólo porque el poder lo afirma como cierto, convierte al humorista en bufón, en cómico a sueldo. Colocar una tradición como la de los Herrera al servicio de un gobierno, por bueno que éste fuera, pone en riesgo la credibilidad de la única manifestación humorística digna de recordarse en Yucatán. Peor aún, cuando lo que quiere defenderse es una burla a los intereses de los yucatecos y a su libre determinación.
Pero no es lo peor que un cómico se convierta en bufón -ocurre frecuentemente-, sino que olvide su misión esencial, que es hacer reír. Hay bufones graciosos: nuestro bufón local no lo es.
Un último agravante es que esté arrastrando consigo en su decadente bufonería televisiva, a esa dama del humorismo, a ese Xcan Lol brillante de nuestra comicidad: Candita. ¡Es verdaderamente una lástima!

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… MAS IGUALES QUE OTROS

7 Jun , 1993  

Después de una ausencia involuntaria, esta columna retoma sus bríos y se siente obligada a tratar el tema de la muerte del Cardenal Posadas, no solamente porque su asesinato ha consternado a la opinión pública, sino porque es uno de los casos en que religión y política -tópicos preferidos del columnista- se ven mezclados de manera más estrecha.
En esta ocasión no hablaré de la verosimilitud de tal o cual explicación de los hechos. Ya Carlos Monsivais, el irreverente desmitificador de nuestras taras culturales, hablaba a propósito de la humildad a la que ha llegado la jerarquía de la iglesia católica, que ya no quiere la verdad (sería mucho pedir a organismos judiciales que se especializan en mentir), sino al menos una explicación CREIBLE, verosímil, racional. A cambio de su solicitud, la iglesia ha recibido solamente de las autoridades, fantasías prefabricadas o, como se dice vulgarmente, «cuentos chinos». Pero, como mencionamos arriba, no es el tema de hoy juzgar las versiones oficiales de los hechos.
Ahora quiero referirme a expresiones como las siguientes: «si hasta al Cardenal pueden matar… ¿quién va a estar seguro en las calles?», o también, «ahora que mataron al Cardenal, la policía antinarcóticos va a tenerse que poner a trabajar en serio». Ambas afirmaciones reflejan un menosprecio a tantas víctimas del narcotráfico (¡y también de la peculiar manera con que el ejército mejicano combate contra el narcotráfico!) que, por desgracia para ellos, no llegaron a ser Cardenales de la Iglesia Católica.
Eso me recuerda aquella anécdota acaecida en un taller sobre derechos humanos. La facilitadora daba una charla sobre la dignidad humana e insistía en la igualdad de todos los seres humanos. Un participante tomó la palabra y dijo: «Es cierto lo que Ud. dice: todos somos iguales. Pero también es cierto que hay algunos que son más iguales que otros…»
La lucha generosa de Norma Corona y su asesinato brutal todavía no esclarecido; la labor de tantos agentes de pastoral en Chiapas, Guerrero y Michoacán, que han recibido amenazas contra su vida por su destacada participación en las denuncias de abusos en la lucha contra el narcotráfico; las vidas segadas de tantos indígenas inocentes; la muerte del periodista Manuel Buendía, etc., parecen no contar en los anales de la lucha contra las drogas. La movilización policíaca puesta en marcha después del atentado contra el Cardenal, y las cuantiosas recompensas ofrecidas para localizar a gángsters que, hasta hace unas semanas caminaban libremente por las calles de Culiacán o de Tijuana (para mencionar solamente dos de las medidas recientemente adoptadas), solamente revelan la desesperación del gobierno salinista ante la pérdida de un prestigio nacional e internacional que le es más necesario que nunca, ahora que se está a las puertas del TLC y en vísperas del destape del candidato a sucesor presidencial.
Con el asesinato del Cardenal Posadas los poderosos se han puesto a temblar. Mientras los que morían eran Don Nadie y Juan sin Nombre, no había ningún problema. Como quien dice, todos somos iguales, pero el Cardenal es más igual que los otros.
No estoy en contra de la ola de indignación que se ha levantado por la muerte del jerarca eclesiástico; la comparto. Tampoco estoy en contra de las medidas adoptadas para encontrar a los culpables o para garantizar más seguridad para la población; me alegro por ellas. Solamente siento un poco de tristeza porque tuvo que morir un «pan grande» para que esto sucediera; siento pena porque la vida de los pequeños -esa que es tan preciada para el Dios bíblico que encuentra su orgullo en ser defensor de la vida de los pobres- todavía no cuenta nada en nuestros esquemas mentales y de organización social.
Para resumir: ¡qué bueno que la muerte del Cardenal Posadas haya gestado medidas efectivas de lucha contra el monstruo asesino del narcotráfico! ¡qué vergüenza que sólo la muerte de un Cardenal haya podido provocarlas y ponerlas en vigor!