El domingo pasado, en todas las iglesias católicas del mundo, el calendario litúrgico marcó la lectura de un texto de san Mateo que reviste una enseñanza especial para nuestros tiempos convulsos. Llamado el evangelio eclesial por excelencia, el primer evangelio de nuestra lista canónica está exquisitamente construido. Estructurado en torno a cinco discursos, quizá en evocación de los cinco libros de la ley mosaica, el cuarto discurso (capítulo 18) es un verdadero tratado de eclesiología que pone el acento en la necesidad de construir una comunidad igualitaria y fraterna, capaz de ser testimonio de Jesús ante el mundo.
Justo en el capítulo 18 se encuentra el texto que hemos leído el pasado domingo (vv. 15-20). La primera parte del texto, que es a la que quiero referirme, propone la manera como la comunidad mateana enfrentó el problema de las ofensas y/o divisiones que pueden ocurrir dentro de una comunidad de hermanos y hermanas. El consejo acerca de cómo practicar la corrección fraterna (“si tu hermano ha pecado contra ti, habla con él a solas… si no te escucha lleva contigo a dos o tres testigos… si tampoco hace caso díselo a toda la comunidad…”) expresa la voluntad de los discípulos y discípulas de Jesús de hacer de la iglesia una comunidad auténticamente fraterna: los que cumplen la voluntad del Padre son la nueva familia de Jesús (Mt 12,46-50) y han de conformar una comunidad plenamente reconciliada.
Pero no existe reconciliación sin ejercicio del perdón. Abolir las desigualdades entre los hermanos, suprimir todo signo exterior de rango y de poder para que quede manifiesto que todos somos hijas e hijos de un mismo Padre y que la relación entre las y los discípulos de Jesús ha de ser de una hermandad radical, es un ideal que implica también una gran dosis de realismo. Habrá momentos en que la fraternidad se ponga en peligro por la conducta de algunos de los hermanos. En tales casos, el ejercicio del perdón, vivido de manera personal y comunitaria, puede garantizar la continuidad de la fraternidad como valor esencial de las iglesias cristianas que hay que salvaguardar a toda costa.
Digo que esta enseñanza es especialmente pertinente, porque vivimos en un país en el que el tejido social se ha descompuesto de tal manera en los últimos años, que los clamores de justicia, totalmente comprensibles, han excluido el ejercicio del perdón en el plano social. Todavía hace unos pocos días fuimos testigos del aterrador incendio que consumió el Casino Royale en la ciudad de Monterrey, incendio que arrojó el saldo de 52 personas muertas. El desalmado acontecimiento criminal, que dejó además al desnudo toda una red de complicidades y negligencias en el funcionamiento de los casinos, recibió una enorme cobertura mediática.
Quizá presionados por la opinión pública nacional, las instituciones de procuración de justicia de los niveles estatal y federal ofrecieron rápidos resultados: apenas unos días después fueron presentados cinco de los autores materiales del atentado que afectó a tantas familias mexicanas debido a la vida cegada de alguno de sus miembros. Mi sorpresa fue mayúscula: todos los criminales, salvo uno, no llegaban a los treinta años, y uno de ellos apenas si alcanzaba la mayoría de edad.
Integrantes de una generación sin oportunidades, una buena cantidad de jóvenes se enrolan con el crimen organizado y apuestan todo a unos pocos años de efímera riqueza y una segura muerte violenta. A tal grado está roto el tejido social que los muchachos llegan a esa opción casi por descarte. Cuando vi los rostros de los acusados en la televisión, la exigencia de justicia, entendida ésta como la simple venganza social, me pareció terriblemente equivocada: éstos podrían ser nuestros hijos, nuestros hermanos menores, nuestros nietos. ¿Qué hemos hecho o qué hemos dejado de hacer como sociedad para que estos jóvenes se hayan visto orillados a cometer crímenes de este tipo?
A la luz de estas reflexiones he aprendido a aquilatar la novedad evangélica que encierra el discurso del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) que encabeza Javier Sicilia. Sea en el reciente intercambio de misivas entre Sicilia y el Sup Marcos, como en la fecunda polémica que suele desencadenarse cada semana en la sección “palabra del lector” de la revista Proceso entre Sicilia y muchos opinadotes que con él convergen o disienten, se va delineando la novedad del MPJD, que el mismo Sicilia describe con estas palabras en su carta al Subcomandante:
“Queremos decirles también que aunque no nos entiendan, aunque lo nuevo –esa capacidad para tratar de hacer la paz incluso con nuestros adversarios, porque creemos que los equívocos de un ser humano no son el ser humano, sino una alienación de su conciencia que hay que transformar mediante la paciencia del amor— los desconcierte, compartimos los mismos anhelos y esperanzas, las de un mundo en el que quepan muchos mundos”
En el concierto de voces que alientan la construcción de una patria justa y fraterna, la voz del MPJD y de su vocero Sicilia tiene una novedad con sabor a evangelio. Ya lo señalaba Paul Ricoeur cuando sostenía que en la concepción clásica la falta, presupuesto del perdón, se asociaba a la persona, de suerte que falta y persona constituían una sola entidad. Cuando la persona y la falta son una y la misma cosa, la posibilidad del perdón desaparece y solamente queda la justicia entendida como venganza, como castigo proporcional a la falta.
Si pensamos, en cambio, que el ser humano es mucho más que la suma de sus actos; que el mal, como explica Juan Blanco Ilari, no “infecta” a la persona sino que es producto, justamente, de su misma debilidad en cuanto persona; que las faltas son constitutivas de nuestro ser de humanos y que, como reconoce el pasaje mateano que comentábamos al inicio, requiere de procesos de perdón y reconciliación, entonces la aspiración a conformar un mundo en el que quepan muchos mundos, como lo expresa esa otra utopía en acción que conocemos como zapatismo, tendrá que seguir muy otros caminos que el de la justicia entendida como simple venganza ciega.
Javier Sicilia es, de muchas maneras, testigo del evangelio. Nos ha mostrado que la muerte de un hijo, un asesinato a mansalva, no tiene necesariamente que despertar en el corazón odios y deseos de venganza. Que del dolor que produce el asesinato de un hijo, el dolor de toda víctima, puede desencadenarse una fuerza reconciliadora. Sólo de un espíritu tan profundamente evangélico pueden venir las palabras que Sicilia le dirige al Sup Marcos con las que quiero cerrar esta reflexión y que, de alguna manera, encierran la propuesta del MPJD:
“Hoy la guerra ha desgarrado los cuatro partes de México (el norte, el sur, el este y el oeste), pero también, en la visibilización de nuestros dolores –que son muchos y cada vez más– de nuestros rostros, de nuestros nombres y de nuestras historias, nos ha unido para –en la paz del amor, que nos lleva a caminar, abrazando dolores, y a dialogar, buscando trastornar la conciencia de los poderosos— encontrar ese yo plural, ese nosotros, que nos han arrebatado. Ello sólo ha podido nacer del corazón, de la solidaridad y de la esperanza, es decir, de la gran reserva moral que hay todavía en la nación y de la cual ustedes forman una de sus más hermosas partes. Hoy, más que nunca, creemos que sólo en la unidad nacional de esa reserva –que no sólo está abajo, sino también arriba y a los lados, en todas partes– podemos detener la guerra y encontrar entre todos el camino de la refundación nacional. México, querido Subcomandante, es un cuerpo desgarrado, un suelo fracturado, que hay que recomponer como un cuerpo y una tierra sanas en las que –como todo cuerpo y toda verdadera tierra– cada una de sus partes, cuando se armonizan y se cultivan en el bien, son tan necesarias como importantes”.
Colofón: La semana pasada una jugarreta de la tarjeta madre de mi ordenador impidió que esta columna saliera puntualmente. No ha tenido nada que ver con el proceso de recuperación de mi accidente que, a Dios gracias, sigue su curso normal. Gracias, de todas formas, a quienes se inquietaron por mi ausencia y redoblaron sus oraciones por mi salud. Dios se los pague.
Uno convive con su cuerpo sin sentirlo. Quizá no haya mejor definición de salud que ésta: estoy sano cuando no tengo conciencia del funcionamiento de mi cuerpo. De la misma manera que cuando subo a un automóvil y lo pongo a funcionar, uno no se anda preguntando cómo circula el aceite, cuánto de gasolina se consume, cómo funcionan las palancas o cómo se activa el sistema de frenos con sólo pisar un pedal. Así es con el cuerpo cuando está sano: nadie vive preguntándose cómo funciona el hígado o si el cerebro tiene suficiente irrigación o si los huesos de las rodillas tienen suficiente mielina como para funcionar sin causar dolor alguno.
Es cierto que, aun en la plenitud de la salud, el cuerpo se hace presente aunque sea por breves momentos: cuando la tenaza del hambre se asoma, o cuando un placer extremo como el orgasmo te sacude, o cuando algunos traviesos mosquitos hunden sus aguijones en tus piernas en una calurosa tarde de verano, mientras disfrutas de la playa. Pero son momentos excepcionales. La mayor parte del tiempo no somos conscientes de nuestro cuerpo, y eso es bueno.
Algunas personas, por deformación profesional, se esfuerzan por estar más al pendiente del funcionamiento del cuerpo: los médicos, nutriólogos, entrenadores físicos… pero casi siempre se trata de cuerpos ajenos, lo mismo que un ingeniero, al entrar a una casa, se fija –a contrapelo de la mayoría– en dónde están los trabes y dónde las columnas sobre las que se asienta el techo, o los bibliotecarios aguzan sus sentidos cuando entran a una biblioteca y tratan de descifrar si los responsables del lugar han seguido el método Dewey o algún otro sistema al acomodar los libros en los estantes. Aun esa conciencia, sin embargo, es notoriamente minoritaria: ante la inmensa mayoría de las personas que conocemos una casa o una biblioteca nuevas y nos interesamos solamente en admirar la belleza de la distribución de sus espacios o el orden inmaculado con que los títulos aparecen en los estantes o brillan en las pantallas de las computadoras y facilitan la búsqueda de un libro, los ingenieros y bibliotecarios se antojan como agujas en un pajar.
Y aunque, regresando el tema del cuerpo, se multiplican en los medios de comunicación anuncios sobre dietas milagrosas y lectoras de noticias, como Lolita y Adela, se emplean en sus tiempos extras para anunciar en la televisión productos que milagrosamente curan todos los males, la convivencia con nuestros propios cuerpos suele ser tersa en los tiempos de salud y hasta temeraria, cuando la inconsciencia nos hace incurrir en excesos de comida o bebida y, entonces sí, el cuerpo hace presencia gimiendo por una vuelta a la normalidad.
Hay ocasiones, sin embargo, en que ese pacto de coexistencia pacífica entre uno y su cuerpo se rompe. Un accidente, una enfermedad inesperada, un golpe de mala fortuna y el panorama cambia radicalmente. El cuerpo se convierte en una presencia continua y molesta. Las manecillas del reloj comienzan entonces a deslizarse –literalmente– segundo por segundo. Desacostumbrados a atender a nuestros propios cuerpos, resulta pesado someterse a una rutina por demás inusual: ¿cuántas veces ya fue al baño hoy? ¿dónde siente el dolor más agudo? ¿no se había fijado usted que sus pies tienen la sensibilidad disminuida? ¿siente mareos? ¿tomó usted la pastilla apenas registró la sensación de inestabilidad?
Los especialistas en lengua y cultura judías sostienen que la palabra hebrea Shalom no ha de entenderse como un simple sucedáneo de la palabra Paz. Sobre todo en estos tiempos de violencia, en que para hablar de paz nos bastaría con que pararan las matanzas que asuelan a nuestra patria y dejaran de aparecer, como hongos venenosos, cadáveres de jóvenes y fosas clandestinas con restos de personas descuartizadas. Pero Shalom, dicen los que saben, no es equivalente a ausencia de guerra y de violencia. Shalom es un vocablo comprehensivo que abarca la plenitud en todos los campos de la vida: plenitud en la salud, en las relaciones interpersonales, en el ámbito familiar y social, en las relaciones con Dios. A este concepto ha de haber hecho referencia el Maestro de Nazaret cuando, despidiéndose de sus discípulos, según nos cuenta la tradición del discípulo amado recogida en el evangelio que solemos atribuir a Juan, nos dice: Mi paz les dejo, mi paz les doy, no como la paz que les da el mundo…
En estos momentos creo que, lo mismo que decimos de la palabra Shalom, podría yo decirlo de la palabra salud. No es simplemente la ausencia de enfermedades, sino la plenitud de bienestar de nuestros cuerpos y nuestras mentes (porque hay también enfermedades mentales). Ese estado de bienestar total se añora cuando, en circunstancias como las que estoy pasando ahora, uno se hace consciente del cuerpo y sus fragilidades.
Algunos pacientes lectores y lectoras de esta columna probablemente no lo sepan, pero estoy ahora recuperándome de un accidente automovilístico cuyas secuelas me han llevado a vivir, al menos por algunas semanas, consciente de mi cuerpo. Transitando el cruce de la calle 57 con 64 un autobús de pasajeros, de la línea 66 Ibérica, embistió mi automóvil dejándome algunas costillas rotas. “Un ángel grandote lo cuidó” dijo el policía que recibió el automóvil en el corralón al enterarse que había yo salido vivo, sobre todo considerando la ruina de vehículo que estaba recibiendo. “Un accidente con suerte”, me comentan algunos amigos, más proclives a tomar en cuenta el azar. “Algo quiere Dios de usted y por eso permitió que siguiera con vida”, me dicen quienes apuestan a una voluntad divina que decide el curso de los acontecimientos. A todos, mecanicistas, deterministas o partidarios del azar, les agradezco sus cuidados y sus buenos deseos.
Y aquí voy, en busca de la salud integral, aspirando a que dentro de muy poco la ausencia de dolores no sea el único objetivo. La recuperación es una bestia en galope, así que mi anhelo (y mi estricta obediencia a las instrucciones de los médicos) producirán en breve, estoy seguro, una completa inconsciencia de mi cuerpo, lo suficiente como para que, cuando me pregunten ¿cómo estás? pueda yo responder sin pensarlo mucho: “muy bien, gracias, y tú?”
Hans Küng ha escrito un nuevo libro. El texto de presentación revela el tenor de todo el contenido: “Diagnóstico: enferma terminal ¿Se puede salvar aún la iglesia?”. El teólogo suizo-alemán vuelve a las andadas, octogenario y con su cúmulo de experiencia teológica a cuestas. En una entrevista concedida a Ralf Caspary, de la agencia Religión Digital, Küng aborda algunas propuestas que le parecen dignas de ser discutidas hacia dentro de la comunidad cristiana: el celibato ha de ser opcional, las mujeres han de tener acceso a todos los cargos eclesiales, se ha de permitir que los divorciados participen de la Eucaristía, se han de establecer comunidades eucarísticas entre las diferentes confesiones cristianas, etc.
El diagnóstico de Hans Küng no deja de ser revelador: “La enfermedad es el sistema romano. Lo introdujeron los Papas de la denominada Reforma gregoriana, en honor a Gregorio VII. Así fue como se introdujo el papismo, el absolutismo papal, según el cual una sola persona en la Iglesia tiene la última palabra. Esto produjo la escisión de la Iglesia Oriental que no aceptó dichas modificaciones. De esa época procede el predominio del clero sobre los laicos. Padecemos un celibato para todo el clero que se introdujo en el siglo XI. Aquí pienso que está el origen de la enfermedad. Ahí surgió el germen. Se intentó erradicarlo con la Reforma pero en Roma encontró resistencia.
Con el Vaticano II se intentó luchar contra todo esto. Tuvo un éxito parcial, aunque no se permitió debatir ni sobre el celibato ni discutir sobre el papado. Se puede considerar que el Concilio tuvo éxito a medias. En estos momentos la situación es calamitosa. En Roma, en lugar de haber aprendido algo, como hubiera sido de esperar, y haber emprendido el camino de la liberalización, los dos Papas restauracionistas -Wojtyla y Ratzinger- han hecho lo contrario. Han hecho todo lo posible para que el Concilio y la Iglesia retrocedan a una fase preconciliar… no hay persona ilustrada que se lo tome en serio. ¿Quién va a admitir a estas alturas que una sola persona reclame para sí el poder legislativo, ejecutivo y judicial sobre una comunidad de más de mil millones de personas?”.
Y no obstante la pertinencia de las preguntas de Küng, uno no deja de sentir un sabor demasiado eurocéntrico en sus cuestiones. Empeñados como estamos en México y en muchos otros países del sur en sobrevivir a la barbarie de un sistema económico y político que no sólo ha saqueado nuestras naciones, sino que ha propiciado el surgimiento de un tipo de violencia desalmada que nos hace presenciar todos los días el asesinato atroz de tantas hermanas y hermanos nuestros, uno se pregunta si la discusión sobre la reforma de la estructura de la iglesia tiene tanta importancia.
Una cosa, no obstante, ha llamado poderosamente mi atención en la entrevista concedida por Küng al periodista y que considero en consonancia con lo que muchas personas, en las iglesias latinoamericanas, estamos descubriendo. Cuando Ralf Caspary, con cierta mala leche, le pregunta a Küng si su propuesta contempla abolir el papado, la respuesta es iluminadora: “No. Siempre he estado a favor del equilibrio, del check and balance. Es bueno que haya una comunidad, también es bueno que haya algunas autoridades. Un hombre como Juan XXIII tuvo un efecto maravilloso en la Iglesia. Hizo más en cinco años que Wojtyla con sus docenas de viajes. Cambió toda la situación. Fue una gran oportunidad. No obstante, Sr. Caspary, he de confesarle que hoy tengo más confianza en las parroquias y no le quiero privar de una buena noticia que he recibido. Dos parroquias de Bruchsal, las comunidades romano-católicas de St. Peter y la comunidad parroquial de Paul Gerhardt, evangélica, escriben: ‘Damos por terminada la división que durante casi 500 años ha vivido la cristiandad en nuestra zona’. Y añaden -espero que se publique pronto-: ‘Reconocemos que en todas las parroquias firmantes se vive igualmente como seguidores de Cristo y como comunidades de Jesucristo. Reconocemos que en nuestras parroquias Jesucristo nos invita a la mesa del Padre y sabemos que Él no excluye a nadie que quiera seguirle. Por la presente, manifestamos expresamente nuestra recíproca hospitalidad’. Espero que haya muchas parroquias en Alemania que hagan lo mismo. Si los de arriba no quieren, a nivel parroquial podemos dar por superada y finalizada la escisión”.
Aunque la observación de Küng hace alusión a un tema de relevancia para las comunidades cristianas europeas, particularmente en Alemania donde prácticamente la mitad de la población es católica mientras que la otra mitad es evangélica luterana, tema que puede parecer menos prioritario a quienes vivimos en una sociedad mayoritariamente católica, me llama la atención la coincidencia de la noticia que Küng platica con esperanza con lo que está ocurriendo en estos meses en nuestro país.
Me explico. Suelo escuchar con frecuencia quejas en contra del silencio de la jerarquía eclesiástica en torno de algunos temas de relevancia social o sobre su interesada cercanía con las clases ricas, o sobre la complicidad que su silencio establece frente a fenómenos tan graves como la corrupción o la violencia de Estado. No estoy en contra de que tales quejas se pongan de manifiesto. Por el contrario: me parece que a las iglesias les haría mucho bien tener fieles más críticos. Sin embargo, no hay que perder de vista el otro lado de la moneda, al menos para no morir de desesperanza.
Y el otro lado de la moneda ha estado muy a la vista en los últimos días. Todos hemos visto en los medios el impacto del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que ha sido capaz de sentar a dialogar con las víctimas y su dolor, al mismísimo Felipe Calderón y a los representantes del Congreso. Hemos seguido con pasión la Caravana “Paso a Paso hacia la Paz” que reivindica el trato digno para las y los migrantes que sufren tanta vejación en su paso por nuestro país hacia la frontera norte. Hemos sido testigos de la fuerza que ha tomado el movimiento que denuncia las desapariciones forzadas y la ineficacia de la procuración de justicia en los estados del norte de la república. Se trata, ni más ni menos, que una auténtica insurgencia popular en camino, que no sabemos cómo y en qué vaya a terminar.
Pues bien, y ésta es la buena noticia, hermana de aquella que Küng nos compartiera en su entrevista: Javier Sicilia es un cristiano a carta cabal, el movimiento de los migrantes cuenta con el Padre Solalinde y con Fray Tomás, las familias mineras y las de los desaparecidos tienen el apoyo crucial de Monseñor Raúl Vera… Estos cuatro cristianos militantes, que son solamente el rostro visible de una enorme cantidad de mujeres y hombres de iglesia comprometidos con el cambio social en nuestro país, se parece a los dos párrocos a que alude Küng: no han pedido permiso a nadie y han decidido pasar por encima de algunas de las normas de la iglesia para ser fieles a su conciencia evangélica. Por algo ninguno de ellos es bien visto en las altas cúpulas eclesiásticas.
El entrevistador vuelve a la carga: ¿Ha hablado de desobediencia civil en la iglesia? ¿Puede concretar? ¿Qué hacen los curas en sus parroquias? A la pregunta, responde Küng con aplomo: “Los párrocos alemanes, en su mayoría, practican una desobediencia discreta. Si una persona evangélica se acerca a recibir la comunión, no le preguntan si es evangélico, tal y como se ha llegado a hacer en las jornadas de jóvenes de Colonia. Tampoco anuncian, tal y como se les vuelve a exigir, que de conformidad con el Papa, sólo determinadas personas puedan participar en la eucaristía. Los párrocos, los buenos párrocos, prescinden de esas normas y se las arreglan bastante bien. Aunque yo apoyaría que hubiera más párrocos como los de Bruchsal que sacaran a la luz su resistencia, de forma que la gente se dé cuenta de que avanzamos”.
También yo desearía que se multiplicasen los Solalindes, los Fray Tomás, los Javier Sicilia. Desearía que muchos presbíteros católicos “sacaran a la luz su resistencia” y se decidieran a poner el evangelio por encima del derecho canónico. Desearía que muchas laicas y laicos conversaran más abiertamente su sentir de iglesia con los pastores. Desearía que las parroquias dejaran de ser centros comerciales de bienes espirituales y fueran más comunidades fraternas y cálidas, abiertas para todos y todas. Quizás así el mundo de fuera podría recuperar la esperanza en la fuerza del evangelio. Quizá así los católicos dejaríamos de mirar tanto para arriba y apostaríamos a lo que está sucediendo en los márgenes.
Colofón: He colocado la entrevista completa en mi sitio de Facebook, para quien guste leerla y/o compartirla con otras personas.
Colofón 2: Me tomaré una semana de vacaciones (no merecidas, pero sí necesarias). Nos vemos aquí dentro de 15 días.
No son éstos tiempos en que se justiprecie la libertad de opinión y de investigación dentro de muchas iglesias cristianas. Por eso se me ocurre que lo primero que debo hacer en esta valoración crítica que intentaré aquí es manifestar mi contento porque siga habiendo especialistas que, arriesgándose, siguen buscando respuestas a los mil y un enigmas que todavía encierra el estudio crítico del Nuevo Testamento. No siempre se comprende suficientemente la inspiración de la Biblia y el tipo de verdad que ella contiene. Me alegro, pues, que Jusino desafíe a los “talibanes” cristianos, que los hay en todas las confesiones religiosas.
Recuerdo todavía las reacciones asustadas de algunos compañeros profesores de la Universidad Pontificia de México cuando Raúl Duarte, quien fuera rector de dicha institución académica, escribió en la revista de la Universidad un artículo en el que sostenía, si mal no recuerdo, que, en alguna etapa de la tradición antigua del texto bíblico, Astarté podría haber sido… ¡esposa de Yavé! Aproximaciones arriesgadas, como la del exégeta zamorano o la de Jusino, al postular a María Magdalena como posible autora del cuarto evangelio, siguen siendo necesarias para mantener la frescura de la investigación y para apuntalar el único dogma necesario en el trabajo científico: que no hay verdades inamovibles, sino que la labor de investigación es una búsqueda constante, que cuestiona, que aporta luces, que lee desde diversos ámbitos el mismo texto, que extrae nuevas posibilidades de sentido.
Por eso me parece acertada la afirmación de Jusino cuando, al final de su estudio, sostiene: “no pretendo haber dicho la última palabra sobre este tema”. ¿Quién podría decirla? Yo llevo ya anotadas cientos de preguntas sin respuesta segura que presentaré al primer autor bíblico al que me encuentre en el Cielo, si es que Dios me concede llegar al estado de bienaventuranza.
Señalaré ahora una característica de la propuesta de Jusino que me parece débil. Se trata de la excesiva dependencia de la teoría de Brown sobre la reconstrucción de la comunidad juánica. Es cierto, como afirma Jusino, que “la investigación de Brown sobre la comunidad joánica es claramente reconocida” y también coincido en que “la mayoría de los teólogos lo reconocen hoy como el primer erudito católico de la Biblia en los Estados Unidos” (1), pero el hecho de que no se cuestione en absoluto ninguna de sus afirmaciones y, más aún, que sea prácticamente el único autor citado en el conjunto de la disertación, no ayuda a despertar el interés en la argumentación por parte de especialistas de otras latitudes.
Quizá Jusino haya escrito para un público predominantemente norteamericano, pero si de expandir su teoría se trata, más vale que comience a confrontar su argumentación con otras reconstrucciones posibles, tal como el mismo Brown intentó hacerlo en el libro que Jusino cita literalmente en múltiples ocasiones. En efecto, Brown, después de presentar su teoría de reconstrucción de las distintas fases por las que atravesó la comunidad juánica, analiza críticamente las reconstrucciones alternativas de J. Louis Martyn, Georg Richter, Oscar Cullmann, del francófono Marie-Emile Boismard y Wolfgang Langbrandtner (2).
Es cierto que la reconstrucción de la comunidad juánica no es el tema del artículo de Jusino, pero no puede escogerse solamente aquella teoría de reconstrucción que favorezca nuestra hipótesis, sin confrontarla críticamente con las demás, so pena de convertir la discusión en un intercambio, como decimos en México, “entre cuates”.
Hay quien me ha mencionado, al comentar la propuesta de Jusino, que uno de sus puntos débiles sería el recurso a los escritos gnósticos de Nag Hammadi. Voy a exponer brevemente por qué no estoy de acuerdo con tal aseveración. Es cierto que los escritos de Nag Hammadi deben ser citados con sumo cuidado. Bastaría, para convencerse de ello, recordar el duro juicio de Meier en relación con tales escritos:
“En 1945, un campesino del pueblo de Nag Hammadi, en el Alto Egipto, descubrió los restos de una antigua biblioteca copta… Algunos de estos tratados llamados evangelios contienen dichos o hechos de Jesús, algunos de los cuales (p. ej, el evangelio de Felipe) tienen paralelos en los evangelios canónicos. En el caso del Evangelio de Felipe, esos dichos y hechos se encuentran diseminados a lo largo de un documento inconexo que parece tener como objeto principal la instrucción sobre sacramentos gnóstico-cristianos. El material sobre Jesús está impregnado a veces de tanta fantasía como los evangelios apócrifos que hemos visto antes. Por ejemplo, Jesús va al taller de tintorería de Leví, toma 72 trozos de tela de colores diferentes y los arroja a la tina: todos salen blancos (EvFe 63,25-30). Algo todavía más estrambótico: José el carpintero cuida un árbol con el que luego hace la cruz de la que penderá Jesús (EvFe 73,8-15). Cosas como éstas son más propias de La última tentación de Cristo que del Jesús histórico” (3).
Con un juicio tal cualquier especialista se la tomaría con mucha calma antes de recurrir o citar alguno de los documentos de Nag Hammadi. Sin embargo, creo conveniente aclarar algo. La valoración de Meier hace de los documentos de Nag Hammadi está en relación directa con el trabajo que desarrolló en su libro, a saber, la búsqueda del Jesús histórico. Para esa finalidad, con excepción del Evangelio de Tomás, los documentos de Nag Hammadi se han mostrado poco útiles.
Pero no está Jusino usando dichos documentos para la misma finalidad. En el caso que abordamos, la aportación que los documentos de Nag Hammadi, en particular el Evangelio de Felipe y el Evangelio de María, hacen a la tesis que sostiene a María Magdalena como autora del cuarto evangelio es muy otra. No se trata de la reconstrucción del Jesús histórico, ni siquiera de la reconstrucción de alguna etapa de la historia de la iglesia primitiva, sino de algo más sencillo: demostrar que en una tradición ajena al cristianismo apostólico, el que más tarde se institucionalizaría, concretamente en la tradición de cierto gnosticismo cristiano, la identificación de María Magdalena como Discípula Amada estaba presente. Y eso, me parece, ha sido correctamente usado por Ramón Jusino en el artículo que venimos valorando.
Tiene razón Jusino cuando afirma “Que yo sepa – ninguna obra anteriormente publicada ha hecho una discusión en apoyo de esta hipótesis.(4)” Y, en verdad, uno no se explica por qué, dado que se encuentran los datos fundamentales que apoyarían la hipótesis en otros autores. Veamos, por poner un ejemplo, las afirmaciones que hace François Vouga:
“…Se debe admitir que las antiguas tradiciones del cristianismo primitivo consideraron a María Magdalena como uno de los primeros testigos de los acontecimientos pascuales, en el mismo plano que Pedro y Santiago, y, por eso mismo, como una de las figuras fundadoras del cristianismo… Lo que es… históricamente significativo es el hecho de que María Magdalena tiene un lugar muy particular en el Evangelio de Juan y, más tarde, en la literatura gnóstica… En el Evangelio de Juan, el discípulo amado entra en competencia con Pedro: en la literatura gnóstica es María Magdalena quien asume este papel…” (5)
Asombra que Vouga identifique el papel de María Magdalena en la literatura gnóstica con el papel del discípulo amado y no dé el paso siguiente, al menos a nivel de hipótesis, que sería la identificación de ambos personajes. Da la impresión de que fuera solamente una cuestión de falta de arrojo. Porque el autor termina diciendo que en la literatura gnóstica:
“…María Magdalena cumple una función análoga a la del discípulo amado en el Evangelio de Juan: es una figura ejemplar de la fe, de la comprensión y del conocimiento del Salvador y de su revelación; por esta razón es reconocida como la mediadora e intérprete autorizada de las palabras del Salvador. Una de dos: o bien las escuelas gnósticas desarrollaron leyendas propias, o bien se debe reconocer que María Magdalena desempeñó en el tiempo de Jesús o en algunos medios del cristianismo primitivo un papel histórico particular. Éste se refleja en los escritos de Tomás y en documentos gnósticos que hacen de ella una figura fundadora del cristianismo, con el mismo rango que Pedro, Santiago y el discípulo amado en los círculos joánicos” (6).
Cuando andamos en el terreno de los estudios bíblicos no podemos más que aventurar hipótesis explicativas de los misterios que paso a paso vamos encontrando. Seguramente hemos sido testigos del desmoronamiento de muchas teorías explicativas de la génesis de algún texto. No es una pretensión sensata querer establecer verdades absolutas en el terreno de la búsqueda científica. No obstante lo anterior, hay que recordar que la valoración más o menos positiva de una hipótesis reside en su capacidad de explicar el mayor número de cuestiones abiertas. Mientras más elementos deje sin aclarar una hipótesis, menos confiable es. Y viceversa. Yo creo que la propuesta de Jusino es seria y debe ser tomada en cuenta. Trataré de enumerar algunos de los tópicos que adquieren una nueva y más convincente explicación a partir de la propuesta de Jusino:
a) Pienso que da razón de uno de los enigmas que han permanecido irresolutos en la investigación del Evangelio de Juan: el porqué de la falta de identificación del discípulo amado, fundador de la comunidad juánica.
b) Ofrece también una explicación plausible a las inconsistencias textuales contenidas en los pasajes en los que aparecen juntos María Magdalena y el discípulo amado.
c) Da una razón consistente para explicar el lugar prominente que las mujeres juegan en el cuarto evangelio.
d) Por último, lanza una nueva luz sobre el hecho incontestable de que algunos documentos gnósticos cristianos presenten a María Magdalena a la misma altura que otros personajes considerados como fundadores del cristianismo.
Que existe una gran dosis de imaginación en la hipótesis de Jusino, es indudable. Pero, ¿qué hipótesis no la tiene? El cambio de la discípula amada femenina de la versión pre canónica del cuarto evangelio, por un varón anónimo en su versión canónica definitiva, pareciera una suposición muy aventurada… ¿en realidad lo es?
Quisiera abonar una consideración que viene a reforzar la hipótesis de Jusino y a demostrar que tal imaginación no es del todo desaforada. Como todos sabemos, los evangelios sinópticos son unánimes en compartirnos que las testigos de la sepultura de Jesús fueron mujeres (Mc 15,47; Mt 27,61; Lc 23,55). Dichas mujeres son descritas como las que habían seguido a Jesús desde Galilea.
Estando ellas presentes en la muerte y la sepultura, aportan su visión de fe cuando descubren que el sepulcro está vacío. Estas mujeres galileas serán un vínculo indispensable para relacionar al que había sido sepultado y que después resucitará. Sería bueno que no olvidáramos que, cuando la predicación cristiana se centre en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, tal como nos lo refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,22-24): “a Jesús de Nazaret… lo habéis crucificado vosotros, y le habéis dado muerte… pero Dios lo resucitó, matando los dolores de la muerte…”, lo está haciendo, sépanlo o no los primitivos predicadores, sobre el testimonio de estas mujeres que fueron las únicas en estar presentes en la muerte, sepultura y resurrección de Jesús.
Ya desde los mismos evangelios canónicos puede constatarse la incomodidad que debió haber experimentado la primitiva comunidad cristiana al tener que presentar como únicas testigos de la resurrección a unas mujeres. El evangelio de Marcos, por ejemplo, llama al ángel ‘un hombre’ (16,5) sólo para contrastar la presencia masculina entre tanta mujer. Lucas, después de afirmar la incredulidad de los Once, nos presenta a Pedro corriendo para ser testigo ocular del sepulcro vacío (24,11-12). Queda así claro que el testimonio de las mujeres se mantuvo en los evangelios que han llegado a nuestras manos, a pesar de la mentalidad machista que caracterizaba al judaísmo del tiempo de Jesús, precisamente porque es un dato histórico y teológico incontestable.
¿Por qué, entonces, cuando varios años antes de la redacción de los evangelios sinópticos, Pablo de Tarso da testimonio en una de sus cartas auténticas de la tradición que ha recibido, afirma:
“Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció a mí, que soy como un aborto” (1Cor 15,3-8)
La ausencia de las mujeres no puede más que llamarnos poderosamente la atención. A tal grado, que el comentarista de la edición latinoamericana de la Biblia de Jerusalén se ve obligado a aclarar en la nota que “ni estas listas de las apariciones de Jesús resucitado, ni las de los evangelistas se dan como exhaustivas” (7). La aclaración del comentarista es más que comprensible: ¿a dónde se fueron las mujeres? ¿cómo, en una tradición tan temprana, desaparecieron las que, según la posterior tradición de los evangelios sinópticos, fueron las únicas testigos autorizadas de la resurrección?
¿Debemos achacar este ocultamiento a la proverbial (y bastante discutida) misoginia del apóstol de los gentiles? A mí me parece que eso es demasiado. El lenguaje usado por Pablo (recibir – transmitir) es un lenguaje técnico que expresa un profundo respeto por verdades que no le pertenecen al que las dice, sino que forman parte de una tradición más amplia y venerable.
¿Debemos entonces sostener que es la costumbre judía, que no daba validez ninguna al testimonio de una mujer en los juicios porque, según se desprende de la interpretación rabínica de Gn 18,15, era mentirosa por naturaleza, la que influyó para que las mujeres desaparecieran de la lista de testigos reconocidos de la resurrección?
Como quiera que fuese, independientemente de que hubiera sido Pablo quien suprimiera a las mujeres, o que él mismo ya hubiera recibido la tradición de esa manera, lo cierto es que puede presumirse con ciertas bases que hubo, ya desde muy temprano, una clara intención de oscurecer el papel de las mujeres en la conformación de la comunidad cristiana primitiva. Este hecho viene en apoyo de la suposición de Jusino de que una versión pre canónica del cuarto evangelio habría sido modificada para ocultar la identificación primitiva de María Magdalena con el discípulo amado, porque demuestra que tales tendencias son detectables, incluso, en el interior mismo del Nuevo Testamento.
Termino comentando, en total consonancia con Jusino, que gran parte de la oposición que despierta esta hipótesis que identifica a María Magdalena con el discípulo amado está basada más en prejuicios misóginos que en contestaciones científicamente argumentadas. Coincido con Jusino cuando afirma:
“Documentos gnósticos e inconsistencias estructurales aparte, lo más probable es que la Iglesia institucional nunca reconozca a María Magdalena como autora de un evangelio en el Nuevo Testamento… Quizás las cosas, a pesar de lo que se dice en público, realmente no hayan cambiado tanto desde el origen de la iglesia. Sostener que una mujer es la autora de un evangelio sigue significando una vergüenza, como Setzer sostiene que habría sido hace 2,000 años (8). Esto es algo en lo que tenemos que reflexionar”.(9)
Hace algún tiempo comenté con algunas amigas, estudiosas también de la Biblia, la hipótesis de Jusino. La expresión de una de ellas llamó mi atención. Como si el rompecabezas hubiera tomado forma exclamó: “ahora me explico muchas cosas”. Se refería, como nos comentó después, a inquietudes que desde hacía algún tiempo rondaban por su cabeza: ¿por qué el cuarto evangelio daba tanta importancia a las relaciones íntimas de amistad (Lázaro, Marta y María, María Magdalena)? ¿Por qué el primer signo realizado por Jesús, el de las bodas de Caná, presenta un aspecto íntimo, al grado que todo parece ocurrir en la cocina y fuera de la vista de los convidados? ¿Por qué tantas alusiones matrimoniales en los textos (el pozo de la samaritana, el montaje de las apariciones a María Magdalena inspirado en el Cantar de los Cantares?) “Claro –dijo mi amiga con los grandes ojos abiertos– ¡si fue escrito por una mujer…!”
Como un simple ejercicio de libertad, les aconsejo leer de nuevo el cuarto evangelio pensando que son palabras de una mujer. Ya verán cuántas cosas nuevas descubren. Quiero terminar con las palabras con las que Ramón Jusino termina el artículo que he comentado a lo largo de estas páginas:
“Raymond Brown ha comparado la búsqueda para identificar al autor del cuarto evangelio con una buena historia de detectives. Un buen detective pasa por un tamiz las evidencias más relevantes y descarta las que no sean significativas. Cuando las evidencias empiezan a señalar hacia cierta dirección, el detective persigue los indicios y explora todas las posibles explicaciones y coartadas. Cuando una teoría se erige como plausible y de mayor credibilidad que las otras, entonces el detective llega por fin a una conclusión que le permite nombrar a uno o a varios sospechosos. La evidencia que apoya la atribución de la autoría del cuarto evangelio a María Magdalena es mucho más fuerte que la que mantuvo la idea de que el autor había sido Juan de Zebedeo y que logró que esta hipótesis permaneciera como la principal durante casi dos mil años. Después de una consideración cuidadosa de las evidencias que he citado, afirmo respetuosamente que el “sospechoso principal” en cualquier búsqueda para identificar al autor del cuarto evangelio debe ser María Magdalena”.
NOTAS
(1) JUSINO Op. Cit., p. 2
(2) BROWN R., La comunidad del discípulo amado. Estudio de la eclesiología juánica (Sígueme, Salamanca 1983) pp. 165-175
(3) MEIER John P., Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico (Verbo Divino, Estella 1997) Tomo I, pp. 142-143
(4) JUSINO Op. Cit., p. 1
(5) VOUGA François, Los primeros pasos del cristianismo (Verbo Divino, Estela 2001) p. 197. Las negrillas son mías.
(6) Ibid p. 198
(7) Nota a 1Cor 15,8 en Biblia de Jerusalén Latinoamericana (Desclée de Brower, Bilbao 2001)
(8) El autor se refiere al artículo de SETZER Claudia, «Excellent Women: Female Witnesses to the Resurrection», Journal of Biblical Literature 116 (1997) 259-272
(9) JUSINO, Op. Cit., p. 18
Este artículo somete a revisión y critica uno de los acercamientos a la figura de María Magdalena poco conocido, pero cuyo tratamiento científico ha lanzado el biblista norteamericano Ramón K. Jusino M.A. en un artículo de 1998 titulado Mary Magdalene: author of the Fourth Gospel? y propuesto a la discusión pública en la página de la Red www.BelovedDisciple.org. Jusino intenta fundamentar la hipótesis de que María Magdalena fue identificada, en una tradición precanónica del evangelio de Juan, como la Discípula Amada. En esta columna planteo las argumentaciones de Jusino y me reservo una opinión crítica para la próxima semana.
1. Revaloración de María Magdalena
Hace unos años fue la novela de moda. Ocupó por más de cuatro meses los primeros lugares de venta en las listas del New York Times en su versión original inglesa y ha resultado un exitazo también en su traducción castellana. Se trata de “El Código Da Vinci”. La trama del thriller no podía ser más atrayente: una sociedad secreta de antiguas raíces, el priorato de Síón, parece estar a punto de revelar un secreto celosamente guardado durante siglos. El Opus Dei intentará, a toda costa, evitar la peligrosa revelación. El secreto es potencialmente explosivo para la Iglesia Católica: el Santo Grial, una de las reliquias legendarias más buscadas a través de los tiempos, no se identificaría, como se pensaba, con un cáliz en el que Jesucristo habría bebido el vino de la Última Cena y que un discípulo habría usado después para recoger algunas gotas de la sangre de Cristo crucificado. Nada de eso. El Priorato de Sión, al que han pertenecido Leonardo Da Vinci e Isaac Newton, entre otros, conoce la terrible verdad. El Santo Grial sería, ni más ni menos, una persona: María Magdalena.
No estoy yo para contar la trama de esta interesante obra de ficción y las vicisitudes por las que tienen que pasar guardianes y detractores del secreto del Santo Grial. Solamente hago mención de ello para constatar hasta qué grado de divulgación ha llegado el renovado interés que se ha despertado desde hace algunos años por la figura de María Magdalena.
Pero no se trata solamente de las obras de ficción. Especialistas en Biblia y espiritualidad han revisado en los últimos años la significación de esta mujer en la historia del cristianismo primitivo. Programas de televisión se transmiten en canales de la televisión privada donde se estudia su biografía. No hay acercamiento feminista a los textos bíblicos del Nuevo Testamento que no se detenga a considerar en detalle la figura de esta mujer que dejó huella en la memoria cristiana de los primeros siglos.
Se ha entablado una batalla frontal en contra de la opinión tradicional que mira a María Magdalena como una prostituta arrepentida. El artículo de Jusino lo menciona al inicio cuando dice: He aquí un hecho que pocas personas parecen saber: La Biblia nunca dice explícitamente que María Magdalena hubiera sido una prostituta en algún momento en su vida. (1)
Y termina lanzándole al lector un reto: Una última cosa: ¿Cómo nos explicamos que María Magdalena sea la prostituta más famosa del mundo si la Biblia nunca dice específicamente que ella fuera, en efecto, una prostituta? Estoy seguro que usted recordará haber leído eso en alguna parte de la Biblia, ¿no es cierto? Trate de encontrar esa cita… y cuando la encuentre, hágamela llegar a mi portal del ciberespacio y yo colocaré tal cita allí para que se discuta (2).
Jusino habla con conocimiento de causa, aunque no detalla la tormentosa historia de la apóstol que devino en prostituta. ¿Qué fue lo que pasó, que la imagen más popular de María Magdalena es hoy la de una prostituta convertida? ¿Por qué no se exalta su papel de discípula y apóstol y, en cambio sí, la imagen de una pecadora arrepentida? Creo que hay más de una razón para explicar que quien fuera en el evangelio modelo de apóstol se convirtiera en paradigma de penitencia.
La primera razón es tan antigua como los mismos evangelios. El hecho de que María Magdalena, curada y convertida en un ser humano de dignidad completa, se convirtiera en la seguidora (y servidora) de Jesús que lo acompañaba en sus correrías y que haya sido citada por los cuatro evangelistas como la primera testigo de la resurrección y la que recibió el mandato apostólico de anunciar a los otros discípulos que Jesús estaba vivo, no es más que una prueba clara del papel privilegiado de liderazgo que María Magdalena debió jugar en la iglesia primitiva. Hay quien sostiene, así sea sin argumentos científicos (3), que Magdalena habría sido la apóstol encargada de la comunidad de Galilea, a donde los discípulos se habrían dirigido después de la resurrección, según el mandato de Jesús. Esa sería la razón, según esta teoría, de que la vitalidad de la iglesia de Cafarnaúm, comprobada por los hallazgos arqueológicos modernos que han maravillado al mundo en los años recientes, no aparezca registrada en el libro de los Hechos de los Apóstoles ni en ninguna otra parte del Nuevo Testamento.
En efecto, dejando aparte esta arriesgada hipótesis, es seguro que para la mentalidad patriarcal vigente en aquella época debió haber sido muy difícil reconocer el lugar privilegiado que la revelación evangélica primitiva concedió a María Magdalena. Una cultura que centraba todas las cosas positivas y todo el poder en los varones, debió haber recibido como un desafío inaudito el hecho de que una mujer hubiera sido la primera testigo del sepulcro vacío, de la resurrección y la primera enviada del resucitado. Algunos de los evangelios apócrifos nos dan testimonio del conflicto tan grave que esta realidad provocó en la iglesia primitiva. Entre los textos encontrados en Nag Hammadi en 1945 se halla un evangelio apócrifo de los primeros siglos, conocido como el Evangelio de María Magdalena que expone esta escena (4). Después de que María explica a los apóstoles algunas cosas que no están conservadas por escrito, Pedro pregunta cómo puede Dios haberle confiado a María cosas que no les había dicho a ellos. ‘¿Qué os parece, hermanos? ¿Acaso el Señor, preguntado sobre estas cuestiones, hablaría a una mujer de forma oculta y en secreto, para que todos lo escuchásemos? ¿La presentaría, quizá, como más digna que nosotros?’ El pasaje continúa con la intervención de Leví: ‘Si el Señor la juzgó digna, ¿quién eres tú para despreciarla? Necesitamos revestirnos del hombre nuevo para aceptar que el Señor le haya revelado cosas que no nos dijo a nosotros’.
Una segunda razón puede ser la confusión que se creó entre tres mujeres distintas de las que nos hablan los evangelios. Por un lado está María Magdalena (Lc 8,2), mencionada en muchos textos. Por otro lado está la anónima pecadora perdonada de la que nos habla Lc 7,36-50 y que, muy probablemente, era prostituta. Por último, está María de Betania, la hermana de Marta y de Lázaro, que derrama a los pies de Jesús aceite perfumado como adelanto de su sepultura (Jn 12,1-10).
La confusión de estas tres mujeres se remonta hasta san Agustín, en el siglo V, pero queda fija en la memoria popular cristiana a partir de unas famosas homilías pronunciadas por el Papa Gregorio Magno alrededor del año 600. En estas homilías quedan asociadas, como si fueran un mismo y solo personaje, la pecadora arrepentida, María de Betania y María Magdalena. La tradición ortodoxa griega conservó, en cambio, la nítida distinción entre estas tres mujeres. Lo cierto es que esta confusión, producto de la ignorancia o de la mala fe, deformó la imagen de María Magdalena hasta convertirla en lo que ahora es: una pecadora convertida cuyo mensaje principal es el arrepentimiento al que deben aspirar los pecadores. Nada de la mujer apóstol, de la valiente testigo de la muerte y resurrección de Cristo. Confusión, hay que decirlo con claridad, bastante conveniente para quienes querían mantener las mujeres fuera del ámbito de las decisiones en la iglesia.
Hoy, cada vez más, la imagen de María Magdalena vuelve a recuperar su auténtica dimensión, aunque las imágenes que de ella vemos en las iglesias de nuestros pueblos nos la muestren con un frasco de perfume fino en su mano derecha y una corona de espinas en su frente en señal de penitencia. Los esfuerzos seculares por minimizar el destacado papel apostólico de María Magdalena van quedando atrás gracias a muchas mujeres, teólogas y estudiosas de la Biblia, que han rescatado la más genuina tradición de esta apóstol de los apóstoles.
2. El enigma del autor del cuarto evangelio
Son ya innumerables los comentarios escritos al evangelio de Juan. Aunque Ramón Jusino cita casi exclusivamente el comentario de Brown, haríamos una lista interminable si repasáramos los comentarios al cuarto evangelio redactados en francés, italiano, inglés, alemán o castellano (y, seguramente, en otras lenguas menos comunes).
La cuestión relativa al autor del cuarto evangelio continúa siendo, sin embargo, un enigma en casi todos los comentarios. Los especialistas, casi en su totalidad, han abandonado la opinión tradicional que sostenía que Juan de Zebedeo, hermano de Andrés y perteneciente junto con él al grupo de los Doce, esté al origen del cuarto evangelio. Ramón Jusino, en el artículo que estamos comentando, afirma con cierto sarcasmo:
“Fue Ireneo quien defendió la apostolicidad del cuarto evangelio citando la tradición que circulaba en Asia Menor que, según él, conectaba a Juan de Zebedeo con el cuarto evangelio. El testimonio de Ireneo, sin embargo, es una prueba muy débil para establecer a Juan de Zebedeo como el autor del cuarto evangelio. En primer lugar, resulta que Ireneo confundió a Juan de Zebedeo con un presbítero de Asia Menor que también se llamaba Juan. En segundo lugar, Ireneo afirmó que él consiguió su información sobre la autenticidad apostólica del cuarto evangelio, de Policarpo (+156), obispo de Esmirna, cuando Ireneo era un niño (5): en el 946). ¡La tradición de la iglesia que estableció a Juan como autor del cuarto evangelio se basó, sobre todo, en recuerdos de la niñez de Ireneo! (6)
La mayor parte de los manuales populares, aunque sigue recurriendo a la nomenclatura “comunidad juánica”, “evangelio de Juan”, cuando llega la hora de identificar al autor del cuarto evangelio dice cosas así:
“Es probable que en su fuente esté la personalidad del apóstol Juan, pero su obra se fue formando en varias etapas hasta su redacción final hacia los años 95-100. Puede pensarse en una escuela juánica, un grupo de discípulos que meditaban y profundizaban en las enseñanzas del apóstol”(7).
Algunos acuerdos pueden encontrarse en la mayor parte de los investigadores juánicos: que el autor de origen fue un testigo ocular, que debe identificarse con el “discípulo amado” del que habla en varias ocasiones el texto evangélico y, por último, que la construcción de la tradición juánica es tan compleja, que el autor debe ser considerado “autor de origen”, es decir, como “la persona de quién provienen las ideas originantes del libro, no necesariamente la persona que fija la pluma al papiro (8)”No hay acuerdo, en cambio, en la pertenencia del autor del cuarto evangelio al grupo de los Doce.
3. La argumentación de Ramón Jusino
El artículo que estamos comentando expone en sus líneas iniciales, para que el lector no sea llamado a engaño, el objetivo que persigue:
“Este artículo diserta a favor de la atribución de la autoría del cuarto evangelio (el evangelio según san Juan) en el Nuevo Testamento a María Magdalena… Se postula más a fondo que María Magdalena fue la fundadora y héroe verdadera de lo que ha venido ser conocida como la comunidad joánica (es decir, María Magdalena era una de las fundadoras originales de la iglesia cristiana)”(8).
Para conseguir su objetivo, el autor hace una revisión de los textos en que el discípulo amado aparece mencionado en el evangelio. Posteriormente se plantea la cuestión de fondo:
“Podemos observar a este punto que en los pasajes ya citados del Evangelio de Juan, el Discípulo Amado es claramente masculino. Incluso en 19:25-27 y 20:1-11 el Discípulo Amado y María Magdalena aparecen en las mismas escenas simultáneamente. ¿Cómo puedo alegar entonces que María Magdalena sea “el Discípulo Amado”? (9)
Para responder a la pregunta plantea una interesante cuestión que, sin ser directamente respondida, abre el debate: ¿Por qué la identidad del discípulo amado permaneció en secreto? Eliminada la posibilidad de que el ocultamiento de la identidad del discípulo amado fuera para defender su integridad física en caso de persecución, el autor se propone explicar lo más claramente posible su tesis: María Magdalena habría sido identificada como la discípula amada en una versión precanónica del evangelio de Juan, y más tarde, líderes masculinos emergentes en la comunidad juánica habrían tratado de oscurecer el escandaloso dato de que una comunidad había tenido como fundadora a una líder y héroe femenina.
Para fundamentar esta tesis el autor recurrirá, en primer término, a la evidencia externa de algunos evangelios apócrifos provenientes de la llamada Biblioteca de Nag Hammadi. En especial, cita el Evangelio de Felipe y el Evangelio de María (Magdalena). En los textos citados, Jusino destaca que María Magdalena es nombrada en estos textos como “la discípula a quien Jesús amaba” y que era, según estas tradiciones, poseedora de conocimientos íntimos de la persona de Jesús y de su mensaje, que quedaban fuera del alcance del grupo de los Doce (10).
Más tarde, Jusino se plantea si existe o no relación entre estos escritos gnósticos y el cuarto evangelio. Propone tres posibilidades: a) Que no exista relación ninguna y que fuera pura casualidad que Magdalena fuera llamada “la discípula amada” en tales tradiciones gnósticas; b) Que todo se explique según la opinión de Brown, es decir, que los gnósticos hubieran conocido el cuarto evangelio y que, admirados del papel que María Magdalena juega en él, la hayan identificado con la discípula amada; c) Que la relación se explique a la inversa, es decir, que los gnósticos hubieran tenido una versión previa del cuarto evangelio, que tal versión contuviera la identificación de María Magdalena como la discípula amada y que, solamente después, las referencias a María Magdalena como fundadora de la comunidad, hubieran sido desaparecidas, sustituyendo al personaje femenino por otro masculino, mucho más aceptable para la gran iglesia en formación (11).
Tal suposición, la enunciada en el inciso c), intenta ser demostrada en el artículo de Jusino. Para ello recurre a la evidencia interna. La posibilidad de descubrir la labor de ocultamiento que el redactor final del cuarto evangelio habría realizado para hacer desaparecer todo vestigio de la identificación original de María Magdalena como la discípula amada, no es demostrable más que con el estudio de los textos en los que el discípulo amado aparece.
La tesis es simple: en la mayor parte de los textos, el redactor de contentó con borrar el nombre de María Magdalena y sustituirlo con un anónimo “discípulo amado” varón. No obstante, la tesis funciona a nivel de propuesta, solamente en aquellos textos en que el discípulo amado aparece solo… pero, ¿qué decir de los textos en que María Magdalena y el discípulo amado aparecen juntos? Esto ocurre solamente en dos textos: al pie de la cruz (Jn 29,15-17) y junto al sepulcro vacío la mañana del domingo de la resurrección (Jn 20,1-11).
Jusino se dedica entonces a revisar las inconsistencias estructurales de estos dos relatos. En el primer relato, la súbita aparición del discípulo amado masculino, allí donde solamente habían sido mencionadas las mujeres, llama la atención. En el segundo texto, el de la resurrección, Jusino señala que no hay explicación ninguna en el texto canónico de en qué momento María Magdalena, que había abandonado el sepulcro para ir a avisar a Pedro y “al otro discípulo” del acontecimiento de la resurrección, regresa para reaparecer sentada junto al sepulcro vacío, sin que se nos explique cuándo ni por qué llegó.
Jusino sostiene que tales inconsistencias dan cuenta de una mano redaccional que habría modificado el texto. Tal modificación, y éste es el punto medular de lo que sostiene, habría sido realizada para hacer aceptable el evangelio a la iglesia apostólica, lo que conllevó la necesidad de desaparecer a María Magdalena como la fundadora de la comunidad juánica.
Como evidencia adicional para sustentar su tesis, Jusino menciona algunos elementos aceptados por la crítica moderna del cuarto evangelio, y que podrían servir de apoyo a su tesis: que el origen de la tradición juánica autor está relacionado con un testigo ocular, que las mujeres ocupan un papel destacado en el conjunto del cuarto evangelio, que muchas cosas en el evangelio se entenderían mejor si el discípulo amado fuera alguien proveniente del círculo de Juan Bautista y conocedor de la tierra de Palestina, y que existe una rivalidad aceptada por todos entre Pedro y el discípulo amado. Todos estos elementos, aunque no prueban directamente la tesis que Jusino sostiene, no se contradicen con ella y pueden servirle de apoyo.
En sus conclusiones finales, además de hacer un resumen de los pasos de su demostración, el autor se cura en salud. Afirma que su teoría está en consonancia con el aprecio que la iglesia católica ha mostrado siempre por María Magdalena, a la que ha llamado “apostola apostolorum”. Dice también que su tesis no desafía la integridad del cuarto evangelio y que no ha de ser tomada como pretexto para deducir ningún tipo de relación amorosa ilícita entre Jesús y Magdalena. Por último, señala los posibles prejuicios de quienes se cierran a este tipo de argumentaciones. No resisto citar sus palabras:
“Bueno… espero que este ensayo les haya parecido una “buena lectura”. Sé que mi hipótesis podrá parecerles muy radical… al menos al principio. Sin embargo, antes de despedirme, quisiera poner a su consideración algunas cosas. ¿Esta tesis, les parece radical solamente porque en ella propongo que una mujer haya sido la autora de uno de los cuatro evangelios de las Sagradas Escrituras? Si en lugar de ello, les hubiera propuesto una tesis que sostuviera que Bartolomé, o Andrés, o Santiago, o cualquiera de los otros apóstoles varones era el autor del cuarto evangelio en vez de Juan… ¿seguiría considerándose la tesis como muy radical? Probablemente no. De hecho, la iglesia no tiene problema alguno con el resultado prevaleciente en los estudios actuales que sostiene que un hombre, de quien ni siquiera sabemos su nombre, escribió uno de los documentos cristianos más sagrados. Imagínese: ¡hasta un hombre sin nombre es preferible a una mujer!” (12)
NOTAS
(1) JUSINO Ramón, Mary Magdalene: author of the Fourth Gospel? en www.BelovedDisciple.org. p. 1 (en adelante, JUSINO)
(2) JUSINO Op. Cit., p. 18
(3) Me refiero a la obra de ficción de MURPHY Walter F., Sobre esta roca (México: Diana 1992)
(4) El texto es citado también en la argumentación de Jusino, según la versión en inglés de ROBINSON James ed. The Nag Hammadi Library in English. Revised Edition. (Harper & Row, San Francisco CA, 1988)
(5) Jusino cita aquí a PERKINS Pheme, 1990. The Gospel According to John en The New Jerome Biblical Commentary, editado por Raymond E. Brown, et al. (Prentice Hall, Englewood Cliffs, NJ 1990) , pp. 942-985
(6) JUSINO, Op. Cit., p. 5
(7) CARPENTIER E., Para leer el Nuevo Testamento (Verbo Divino, Estella 1999) p. 126
(8) BROWN R., The Gospel according to John, (Doubleday & Co. New York, 1966) Vol I, p. 37
(9) JUSINO, Op. Cit., p. 1
(10) JUSINO, Op. Cit., p. 4
(11) JUSINO, Op. Cit., pp. 5-8
(12) JUSINO, Op. Cit., pp. 8-9
Parecería una especie en extinción. Heredero de la estirpe de grandes obispos: Monseñor Romero en El Salvador, Enrique Angelelli en Argentina, Leonidas Proaño en Ecuador y, para circunscribirnos a México, Sergio Méndez Arceo, Bartolomé Carrasco, Arturo Lona, Samuel Ruiz… don Raúl Vera, obispo de Saltillo, es considerado una de las pocas voces críticas dentro de la jerarquía católica nacional.
Obispo de Ciudad Altamirano, auxiliar y coadjutor (aunque de esto último no quieran acordarse otros obispos, tan celosos ellos del respeto al derecho canónico) de san Cristóbal de Las Casas y ahora obispo titular de la diócesis de Saltillo, en el norteño estado de Coahuila, don Raúl ha ido creciendo en su comprensión de la realidad y de la acción transformadora que el evangelio tiene que ejercitar sobre ella. Su paso por la diócesis indígena de san Cristóbal operó en él un cambio que lo hizo profundizar en su fe y en las opciones pastorales que desde entonces ha ido asumiendo cada vez con mayor vigor.
Pero los demonios andan sueltos. Los fundamentalismos se pasean orondos por las plazas. Como bien lo anunció el Maestro: “Viene la hora en que cualquiera que los mate creerá estar sirviendo a Dios” (Jn 16,2). La Red se haya llena de estos nuevos inquisidores. Bajo la máscara de la defensa de la fe ortodoxa, circulan infamias que nada tienen de evangélicas Porque, hablando claro, los cristianos no creemos en Dios, al menos no en cualquier Dios. Creemos en el Dios de Jesucristo, un Dios cuyo rostro aprendimos a conocer en la persona del maestro itinerante de Nazaret, que se acercó a todos los excluidos de su tiempo y luchó a brazo partido porque la dignidad humana se convirtiera en el piso común sobre el que pudiera construirse una convivencia de hermanos y de hermanas.
El seguimiento de Jesús es gozoso. Quizá sea eso lo que haga que don Raúl no pierda nunca el sentido del humor. Pero el hostigamiento de esta semana parece ir en serio. Personas anónimas penetraron en la madrugada en el atrio de la Catedral de Santiago, en la ciudad de Saltillo. La catedral es la sede, la cátedra del obispo diocesano. De manera harto simbólica, colocaron al amparo de las sombras tres mantas en las rejas de la catedral. En ellas se leía: “Queremos un obispo católico” y, según algunas versiones, “Queremos un obispo que hable sólo de religión”.
Varios acontecimientos preceden este acto de hostigamiento. Don Raúl ha acompañado, con férreo y evangélico empecinamiento, la causa de los mineros de Pasta de Conchos, más de seis decenas de trabajadores que fueron sepultados bajo tierra debido a la negligencia de la empresa y a las complicidades de la Secretaría del Trabajo. Grandes son los callos que se ha atrevido a pisar el obispo de Saltillo. Es también conocido el acompañamiento que don Raúl ha tenido hacia las personas que han sufrido alguna desaparición forzada en el seno de sus familias y que reclaman al Estado su localización. De manera incansable, don Raúl ha puesto de manifiesto la deficiente procuración e impartición de justicia en el estado de Coahuila y en todo el país. Ha fijado, junto con todo su presbiterio y sus agentes laicos/as, el respeto a la dignidad humana como la primera etapa de su Plan Diocesano de Pastoral.
Su tarea de promoción y defensa de los derechos humanos se ha ampliado a todos los grupos vulnerables de su diócesis, particularmente las y los migrantes, en cuya defensa trabaja el Centro Diocesano de Derechos Humanos “Fray Juan de Larios” y la Casa del Migrante. Especial escándalo ha causado en las buenas conciencias la opción de don Raúl de sostener una pastoral explícita para la atención de las personas homosexuales. Todo ello material inflamable para los sostenedores de los fundamentalismos de todo tipo.
Don Raúl Vera es, además de un cristiano a carta cabal, un hombre entrañable. Su casa ha sido casa de refugio para muchas personas en momento de necesidad: presbíteros en dificultades, agentes de pastoral hostigados por el gobierno, víctimas de violaciones a sus derechos, todos han encontrado en la persona de don Raúl socorro y aliento.
Cuando pienso en las personas que, escudadas en la oscuridad, pusieron las mantas en la catedral de Saltillo, caigo en la cuenta de cuán vilipendiado resulta el término católico. Y es que, como van las cosas, es un espectáculo cada vez menos usual que haya obispos que crean en el Dios de Jesucristo y que, coherentemente, hagan lo mismo que hizo Jesús: anunciar la infinita ternura y compasión de Dios hacia la humanidad y confrontar con palabras y gestos valientes la miserable vida que padece la mayoría de los habitantes de este suelo.
Don Raúl no es ingenuo. Sabe que el desempeño de su misión le traería consecuencias. Lo supo desde aquel atentado que sufriera junto con don Samuel. En el anuncio del evangelio uno se juega la vida. Y en esta hora de las tinieblas, la frase puede cumplirse al pie de la letra. Nada de eso arredrará al obispo saltillense, desde luego, pero a nosotros nos da la oportunidad de decir a los embozados y anónimos hostigadores que don Raúl Vera, solista incómodo, es el más católico de los obispos mexicanos y que muchos y muchas encontramos en él una razón para seguir creyendo en la iglesia.
Colofón: Habrá que seguir, con vigilante cercanía, la próxima caravana “Paso a paso hacia la paz”, que organizan varios grupos de apoyo a los migrantes, a lo largo de su peregrinación desde Tenosique, Tabasco hasta Tierra Blanca, Veracruz, saliendo el 25 de julio. Otro campo de acción pastoral que ha sido pasto de hostigamientos por parte de la delincuencia organizada y de la ostensible complicidad del Instituto Nacional de Migración.
El padre Dave Kelly trabaja con jóvenes en situación de cárcel en la arquidiócesis de Chicago. Alto, delgado, con un morral mexicano al hombro y con un español lo suficientemente claro para ser entendido por todo el auditorio, agentes todos/as ellos/as de pastoral hispana, nos contó acerca de su ministerio: la frustración que a veces conlleva, el milagro ocasional de la reconciliación, la infatigable tarea de escuchar y escuchar a jóvenes que nadie escucha, la promoción de medidas preventivas con las familias, los riesgos del ejercicio del ministerio pastoral en las cárceles…
Su testimonio me ha conmovido. Era agosto de 2010. Mi participación en esta II Conferencia de Pastoral Urbana en la parroquia de Saint Gall, en Chicago, habría valido la pena si hubiera sido solamente para escuchar y compartir con el Padre Dave. De manera inevitable, sin embargo, vino a mi memoria mi corto paso por la pastoral penitenciaria de mi propia iglesia particular, un paso enriquecedor, porque mi vida ministerial no ha vuelto a ser la misma después de él, aunque haya terminado de manera dolorosa, un dolor que acaso algún día lograré exorcisar.
1. El origen remoto (1976-1978)
La hermana Teresita Ochoa es religiosa de Jesús María. Cuando yo comencé mi formación filosófica en el Seminario Conciliar de Mérida, en 1976, ella era la maestra responsable de cerca de las dos terceras partes de las materias que conformaban el currículum educativo de la facultad de filosofía del Seminario, al punto que había algunos días de la semana en que teníamos clases, de muy diferentes materias, pero ¡todas con ella!
A decir verdad, la Madre Teresita, como todos le llamábamos, fue la salvación de la sección de filosofía del seminario. Y la expresión no es sólo un eufemismo. Durante muchos años la formación filosófica había sido un desastre espectacular de muchas horas sin clases, con los alumnos sentados en las escaleras del pasillo esperando a maestros que nunca llegarían. Había, es cierto, algunos excelentes profesores, aunque ya ancianos –el Padre Melançon, el Padre Gómez, excelentes cada uno en sus especialidades de metafísica y cosmología respectivamente–, pero en medio de una carencia casi total de formación de conjunto.
La Madre Teresita, que estaba por concluir su proceso de doctorado, llegó a transformar el currículum académico de la facultad: invitación a nuevos profesores, renovación del contenido de las materias, evaluaciones trimestrales, insistencia en la investigación, exigencia en el aprendizaje de lenguas modernas… y la formación filosófica se transformó ante los ojos de todos en un laboratorio, un hervidero de nuevas ideas, una aproximación distinta, más fresca y actual, a los problemas que la humanidad enfrentaba.
Pues bien, no pretende ser ésta la historia de la transformación operada en la formación filosófica del Seminario de Yucatán gracias a la intervención de la Madre Teresita. La referencia tiene sentido solamente para explicar el origen de la entrañable relación que me une con esta religiosa. El curso al que yo pertenecía fue el primero que estudió bajo el nuevo plan de estudios que, después de superar muchos obstáculos, la Madre Teresita había logrado establecer. Mujer, en un círculo cerrado de dirección absolutamente masculino y clericalizado, la hazaña de la Madre Teresita me ha parecido siempre heroica.
Muy pronto mi grupo –éramos siete seminaristas en mi curso– se convirtió en su grupo preferido. Una entrañable relación de afecto se estableció entre ella y nosotros, relación que a pesar del paso de los años y de la bifurcación de caminos –ella ha continuado dedicada a la docencia por muchos años y nosotros hemos desarrollado nuestros ministerios pastorales por muy diversos caminos– se ha conservado en las mentes y en los corazones.
Pues bien, la Madre Teresita tenía una pasión alternativa a su trabajo de docencia filosófica: la pastoral penitenciaria. Perteneciente a una congregación ligada a la Compañía de Jesús desde sus mismos inicios, no es extraño que la pastoral penitenciaria, uno de los campos de atención pastoral desarrollados por los jesuitas, se convirtiera en su apostolado favorito. Al terminar su semana de enseñanza en el seminario, la Madre Teresita ocupaba sus sábados en visitar la penitenciaría. Cuando los padres mercedarios llegaron a la diócesis para responsabilizarse de la pastoral penitenciaria, sustituyendo la labor de los jesuitas, la Madre Teresita encontró la oportunidad de diversificar el trabajo de atención pastoral en la cárcel. Los padres mercedarios y su equipo se encargarían del “área”, lugar en el que se concentraban cerca de 2,000 reos, y la Madre Teresita y su equipo se encargarían de la atención pastoral de los “módulos”, espacios cerrados en los que, debido a razones diversas, viven grupos de entre veinte y cincuenta reos, que no tienen relación con el exterior, dado que hasta las visitas las reciben al interior del módulo. Los módulos son cerca de veinte, y su clasificación es por letras, yendo de la A hasta la Q. Semanalmente, pues, dos contingentes de agentes de pastoral llegan a compartir su fe con los internos: unos trabajan los miércoles, directamente con los reos del “área” y otros, los del equipo de la Madre Teresita, con los internos recluidos en los módulos.
2. Mi involucramiento (2005-2008)
Nunca perdí del todo la relación con la Madre Teresita después de dejar el seminario. Cuando, debido a ciertas dificultades que no vienen a cuento describir ahora, las religiosas que trabajaban en el Colegio Mérida se quedaron sin capellán para la escuela, la Madre Hilda, entonces superiora de la comunidad religiosa y directora del colegio, solicitó mi ayuda. Comencé entonces a celebrar las misas con las alumnas a un ritmo aproximado de una vez por mes. La convivencia con las religiosas se hizo frecuente, lo cual significó un reencuentro con la Madre Teresita. Cada vez que celebraba ahí la Eucaristía estaba ella, al terminar la Misa, lista para ofrecerme un vaso de jamaica y para conversarme sobre su actividad con los internos del penal.
Lo que me contaba me sorprendió. Repitiendo la hazaña del seminario, en el arco de unos pocos años había logrado entretejer una red de colaboradores/as seglares que atendían una buena cantidad de módulos de manera semanal, hombres y mujeres que dedicaban varias horas de preparación durante la semana y toda la mañana de los sábados (se podía entrar al penal desde las ocho de la mañana y debía abandonarse el módulo hacia el mediodía, cuando se servía el almuerzo y ya nadie ponía atención en el o la catequista) para compartir con los internos, conversar sobre sus problemas, evangelizarlos, prepararlos para recibir los sacramentos, tomar contacto con sus familias…
La Madre Teresita se lamentaba continuamente en sus conversaciones conmigo, de no encontrar suficientes sacerdotes que visitaran, al menos ocasionalmente, los módulos de la prisión. Los padres mercedarios eran pocos, y concentraban sus esfuerzos en la población del “área”, por lo que contaban con poco tiempo para atender litúrgicamente los módulos. La Madre Teresita, que no cesaba de invitarme cada vez que podía a integrarme a este trabajo, concibió una estrategia: quería lograr que, para las fiestas de Navidad y Semana Santa, todos los módulos sin excepción tuvieran la celebración de la Eucaristía. Esto significaba conseguir a cerca de veinte sacerdotes voluntarios que, el día 24 de diciembre y las mañanas del Triduo Pascual, dispusieran de tiempo para celebrar la Eucaristía en el módulo que les correspondiera. Junto con ellos entrarían, acompañándolos, seglares que se integrarían a esta misión anual. Contaba la Madre Teresita con dos puntos a su favor: que la celebraciones en el penal serían por la mañana (aunque lo que se celebrara fuera la misa de “Nochebuena” o la “Vigilia” del Triduo Pascual), debido a que era el único tiempo en que las autoridades del centro penitenciario autorizaban la entrada de los agentes de pastoral, y que es, al mismo tiempo, el momento en el que los sacerdotes cuentan con más tiempo disponible. El segundo punto a su favor era que en la ciudad de Mérida, donde estaba situado el penal, una buena cantidad de parroquias tenía más de un sacerdote, lo que posibilitaba que alguno de los dos, párroco o vicario, aceptaran celebrar, sobre todo si se tiene en cuenta que la gran mayoría de los vicarios en funciones habían sido alumnos de la Madre teresita en el seminario y difícilmente se negarían a este ruego suyo.
Imbatible en su ardor apostólico, la Madre Teresita logró pronto su objetivo. Se dio a la tarea de contactar a sacerdotes para convencerlos de celebrar la Navidad y el Triduo Pascual con los internos del CERESO. Y ahí fue donde yo me involucré inicialmente en este trabajo. Me vi, de repente, encontrándome a las puertas del penal con un equipo de laicos/as que me acompañaría, para pasar juntos a revisión y llegar al módulo que me correspondía para celebrar la misa de navidad. Después vino la celebración del Triduo Pascual. En esas ocasiones me reencontraba con otros sacerdotes a quienes hacía tiempo no saludaba: Pedro Mena, Gilberto Pérez, Miguel Campos, Joaquín Gallo S.I., Carlos Roca… todos presentes gracias al empecinado esfuerzo de la Madre Teresita.
Pero la Madre Teresita es insaciable en su ánimo apostólico. El paso siguiente fue para ella inevitable. La participación en las Misas de navidad y del triduo pascual era entusiasta por parte de los internos, pero muy pocos se acercaban a comulgar. Con muy buena voluntad los sacerdotes voluntarios se sentaban a confesar antes de la Misa, pero casi nunca alcanzaban a confesarse a más de tres o cuatro, sea porque no tenían la confianza para acercarse al sacerdote, sea porque tener a un padre a la mano para escuchar hacía que los internos se pasaran quince o veinte minutos contando sus historias. Y así, no había tiempo que pudiera rendir.
Entonces la madre Teresita concibió un segundo movimiento en su estrategia pastoral. Conseguir sacerdotes que aceptaran visitar un mismo módulo una vez al mes. La atención semanal del equipo de laicos se mantendría y una vez al mes los sacerdotes llegarían para conversar con los internos, escuchar sus historias, ofrecerles el sacramento de la reconciliación y celebrarles la Eucaristía. Encontrar los sacerdotes voluntarios para desarrollar esa estrategia resultó mucho más difícil de lo que se pensaba. Celebrar en el penal dos veces al año era una cosa; acompañar un módulo una vez al mes era otra muy distinta.
Cuando la Madre Teresita me expuso su idea, y después de constatar la escasez de sacerdotes voluntarios, me atreví a hacerle una contrapropuesta. Yo podría comprometerme a celebrar la misa todos los sábados por la mañana en el penal. De esta manera, quedarían atendidos por un solo sacerdote, yo, cuatro módulos distintos. Si la Madre podía encontrar cuatro sacerdotes más que asumieran el mismo compromiso, los veinte módulos quedarían atendidos pastoralmente con las confesiones y la celebración de la Eucaristía una vez al mes.
Comencé, así, a ir semanalmente al CERESO. La Madre Teresita me encomendó cuatro módulos, entre ellos el módulo de castigo conocido como “Almoloyita”, donde cerca de quince internos pasaban los días recluidos en celdas de seguridad, internos que, por diversas razones, resultaban incontrolables en otros módulos. La visita semanal al CERESO se me hizo una rutina. Cada sábado, a las 8.30 de la mañana, me encontraba yo con el equipo de laicos que atendía el módulo determinado semanalmente, y entraba con ellos para las confesiones y la celebración de la Misa. En el caso del módulo “Almoloyita”, el evangelizador con permiso para entrar era solamente uno, de nombre Carlos. Los otros módulos tenían equipos de dos o tres personas. Algunos con más o menos experiencia, pero todos/as lo suficientemente firmes como para perseverar heroicamente en un apostolado tan árido y de tan poca retribución afectiva y resultados concretos y/o evaluables.
Ese es, quizá, el recuerdo más persistente que conservo de los años que pasé en el servicio de la pastoral penitenciaria: la aridez de este apostolado, la aparente falta de resultados, la desazón de chocar, una y otra vez, con reos que exigían una limosna, estructuras penitenciarias criminales… pero también, al mismo tiempo, la heroicidad de doña Teté, la sensibilidad de Carlos, la entrega de todos los agentes pastorales, los rostros sonrientes de los internos que nos recibían, las horas de fecunda escucha que me enseñaban de la religión, cosas que nunca hubiera podido aprender en mis años de seminario.
3. La despedida (2008)
No sé si la Madre Teresita haya logrado su objetivo de mantener una misa mensual en cada módulo. Fuera del P. Alberto Ávila, nunca supe que hubiera otro que fuera semanalmente al penal. Lógicamente, mi involucramiento fue en aumento e incluyó además el acompañamiento ocasional del equipo de pastoral penitenciaria en su conjunto. En varias ocasiones tuvimos retiros y reflexiones de lo que pomposamente llamábamos: “identidad o perfil del pastoralista penitenciario”.
Más allá del agobio que implicaba mis visitas a la cárcel, el apostolado llegó a gustarme mucho. Es cierto que algunas veces sentía la necesidad de descansar de un servicio donde todo se reduce a sembrar sin ver nunca resultados, o donde los internos, una vez recuperada su libertad, delinquen de nuevo y regresan al reclusorio… Pero, a pesar del sentido de fracaso semanal, nunca se me cruzó por la mente dejar de visitar el penal. Cuando hacía falta, me tomaba uno o dos sábados de descanso, pero siempre regresaba y a lo largo de tres años saqué muchas enseñanzas que me enriquecieron sobremanera. Tuve que dejar de colaborar en la pastoral penitenciaria por circunstancias que algún día relataré. Mientras ese momento llega, vayan estas líneas como un reconocimiento a todas las personas que invierten tiempo y esfuerzo en este apostolado de tan poco reconocimiento así como un abrazo en la lejanía al P. Dave Kelly, encargado de dicha pastoral en la arquidiócesis de Chicago.
Hay quienes llaman “locos” a los indignados de todos los países, esos hombres y mujeres que manifiestan su desacuerdo con el sistema. Están por todas partes: pueden hoy ocupar la Puerta del Sol en Madrid o la Plaza Principal de Túnez, correr por las calles de Damasco o plantarse frente a la estatua de la ignominia situada al inicio de la principal avenida de la Mérida de Yucatán. Llamamos sabios, en cambio, a los que despachan en los palacios, discuten desde sus curules o administran la explotación desde sus cámaras empresariales. Yo prefiero, si de sabidurías y de locuras hablamos, referirme al concepto bíblico de la sabiduría.
Como cualquier lector de la Biblia bien sabe, la literatura sapiencial es un territorio autónomo en el marco de las Escrituras. Tiene un perfil propio que la identifica. Cinco libros integran una pentápolis de claras fronteras, una especie de pentateuco sapiencial: Proverbios, Job, Eclesiastés o Qohelet, Eclesiástico o Ben Sirá y Sabiduría. Los primeros tres libros pertenecen a la lista corta del Antiguo Testamento, llamada también canon palestino y que es aceptada por los cristianos de todas las denominaciones; los últimos dos se encuentran en la lista larga, o canon griego, aceptado por católicos y ortodoxos, pero no por los cristianos reformados. Los cinco libros invocan a Salomón como su autor.
Los libros sapienciales se diferencian de los libros históricos en que no son narrativos; tampoco se parecen a los cuerpos legales de Exodo, Levítico y Deuteronomio porque la literatura sapiencial no se presenta como ley. No se parece al cuerpo profético porque no denuncia ni acusa, sino que se expresa en términos genéricos; Tobías y Ester son de ambiente sapiencial, pero son relatos que no se enmarcan en la literatura sapiencial sino en el reino literario de la ficción. Por último, los sapienciales se distinguen de los salmos en que no son oración. Así pues, el cuerpo sapiencial tiene su fisonomía e identidad propias, aunque reciba materias primas de otros cuerpos y envíe su estilo hacia otras partes de la Biblia.
Una primera cuestión debe abordarse: ¿qué es la sabiduría? Hay quienes la definen como saber y conocimiento, otros más como una ética del comportamiento y hay quienes piensan en ella como el esfuerzo por proponer un orden universal, establecido por Dios. En las Escrituras Sagradas parece que las cosas van por otro camino.
“Yo solamente de panzazo alcancé llegar al cuarto de primaria. Lo demás fue la vida que me lo enseñó. La necesidad me impidió seguir en la escuela y tuve que seguir tirando como pude”. Todo el mundo ha oído alguna vez una frase de este estilo. La vida enseña muchas cosas al que tiene los oídos y los ojos bien abiertos. Hay personas que no saben leer ni escribir, que no saben de geografía ni de historia, que ignoran las batallas de Napoleón y la revolución francesa, pero viven la vida con los ojos abiertos y tienen una gran experiencia. Saben cosas que los libros no enseñan y que sólo la vida hace saber. Consiguen de ese modo reunir una gran sabiduría que a veces hoy la gente llama filosofía de la vida. Esa sabiduría pasa de padres a hijos, de abuelos a nietos, y hace que el pueblo sencillo, a pesar de su ignorancia y de la falta de medios, no se desanime y siga con firmeza, con la cabeza erguida, enfrentándose a la vida con un optimismo envidiable.
Yo creo que eso es lo más parecido a lo que debemos entender en la Biblia por sabiduría: un saber extraído de la experiencia, lo que ya Von Rad definía así: “es la capacidad que, emergida de la experiencia, enseña al hombre a comprender lo que ocurre en su entorno, a prever las reacciones de sus prójimos, a poner en funciones sus propias fuerzas en el momento oportuno, a distinguir el acontecimiento singular del habitual, y muchas otras cosas”.
Por eso la sabiduría no da la prioridad a una virtud intelectual, a un conocimiento, sino a la capacidad de orientarse bien en la vida y actuar con tino. La vida humana consciente y libre es la tarea primordial del ser humano: hacerse, ser responsable de sí mismo, ser artesano de su vida, en una tarea constante y dura que sólo acaba al morir (Eclo 11,28). Modelar con decisiones pequeñas y grandes la propia vida es una tarea artesanal de tanteos, errores y enmiendas.
Al origen de la sabiduría encontramos, pues, al pueblo que reflexiona sobre su vida y busca una respuesta a la pregunta: ¿cómo vivir? ¿qué hacer para triunfar en la vida? ¿cómo comportarse? Son preguntas que revelan las preocupaciones de quien busca el secreto para orientarse bien en la vida, para no ser vencido por la vida. La búsqueda de la sabiduría es la búsqueda de los valores y las leyes que regulan la vida humana; es el deseo de descubrir estos valores y estas leyes para integrarlos en la vida y así progresar y vivir mejor.
La más importante función de la sabiduría es afrontar los males de la vida y formar a las nuevas generaciones que crecen. La sabiduría se caracteriza por el método inductivo: acepta solamente aquellas soluciones cuya eficacia ha sido verificada con la práctica de la vida. Por eso, el proverbio expresa siempre una experiencia elemental de la vida; todos ellos rebosan de sentido común y surgen de allá donde pulsa el corazón de la vida: el ambiente familiar, la educación de los hijos, el círculo de los amigos. Los proverbios son familiares y sirven como indicaciones para el camino, no como recetas preparadas de antemano o como preceptos taxativos, sino en cuanto que ponen en evidencia los valores. Por eso la sabiduría popular, aunque está caracterizada de poca especulación filosófica, no por eso carece de una gran profundidad.
Por eso, la sabiduría bíblica es una oferta de sensatez. Así la definía el ya extinto exegeta español, Luis Alonso Schökel. Sensatez viene de sensus que es percepción, conocimiento, seso. Un hombre sesudo es un hombre sensato. Perder el seso es volverse loco. Cordura, tiento, juicio, buen sentido, son otros sinónimos. El sustantivo oferta indica que no es ley o mandato en sentido estricto. Se ofrece una cosa de valor; los compradores saldrán ganando; “Una onza de buen tiento vale más que un quintal de talento”. Pero la sabiduría no es obligatoria: no hay sanción legal o cláusula penal para los que la rechacen.
Podemos resumir lo anterior diciendo lo siguiente: El sabio es el que intenta vivir bien, que procura descubrir en su existencia y en la del mundo, lo que favorece a la vida o lo que, por el contrario, conduce a la muerte. Reflexiona entonces sobre las grandes cuestiones humanas: la vida, la muerte, el amor, el sufrimiento, el mal… ¿Tiene la existencia un sentido? ¿cuál? Y cada uno a su nivel, tanto el niño como el anciano, el profesor como el obrero o el ama de casa, se hace su filosofía, su sabiduría, su arte de vivir. Y a veces, unos poetas o filósofos se hacen de toda esa reflexión difusa, se nutren de ella y producen grandes obras.
Podríamos decir que esta es la diferencia fundamental entre los libros histórico-proféticos y los sapienciales: los primeros son expresión de un pensamiento nuevo que los jefes religiosos transmiten al pueblo e inoculan en la existencia para transformar la existencia humana. Los segundos expresan el pensamiento del pueblo que se convierte en palabra y se organiza con la finalidad de mejorar la vida. Son dos diversos modos de pensar y no puede decirse que uno sea superior a otro. Son solamente enseñanzas distintas. El pueblo simple tiene conversaciones muy ricas porque siglos enteros hablan por su boca, siglos enteros que se almacenaron en la vida de esa gente, como una alfombra que se enrolla detrás de ella. La enseñanza de cuatro o de ocho años en la escuela no es superior a esta enseñanza de siglos. Es sólo distinta. La escuela y la sabiduría del pueblo son ramas que brotan de una misma raíz.
En este sentido, la aparición de la literatura sapiencial comporta una revolución hermenéutica. Puede decirse que la revelación histórica va de afuera hacia dentro. Dios dice, a través de los líderes o de los profetas, hacia dónde debe caminar el pueblo. Hay una palabra externa de Dios que irrumpe en el pueblo y lo modela. La reflexión sapiencial aborda otro camino. No se trata de que Dios se revele de afuera para adentro, sino de que el ser humano descubra, en el centro de su propia experiencia, la revelación de Dios. La experiencia humana, secular y compartida, es vehículo de revelación.
En resumen: En los libros sapienciales de la Biblia habla la voz del pueblo que reflexiona sobre su experiencia de vida, expresa su gusto de vivir y rechaza el ser derrotado por la vida. Así el pueblo revela toda su inmensa riqueza, su búsqueda de Dios, su encuentro con la verdad. En el camino de la sabiduría, la revelación no se realiza de lo alto a lo bajo, sino desde lo bajo hasta lo alto: partiendo de las raíces de la vida.
Después de esta larga perorata, reafirmo: me parecen mucho más sabios los hombres y mujeres que, convencidos por la experiencia, se han dado cuenta de que algo anda mal en este sistema de cosas y andan protestando por aquí y por allá, que aquellos que, medrando a su propia conveniencia, buscan maneras de sostener un sistema simplemente porque les ha llenado de dinero los bolsillos. Hay mucha más sabiduría en una frase pergeñada en un muro de la calle, que en cientos de páginas de las que suelen leerse en las reuniones políticas. Toda la vana repetición en las legislaturas, por ejemplo, se rinde ante la riqueza de estos 25 lemas de los indignados españoles que me llegaron ayer por internet:
1 No somos antisistema, el sistema es anti-nosotros
2. Me sobra mes a final de sueldo
3. No hay pan para tanto chorizo
4 ¿Dónde está la izquierda? al fondo de la derecha.
5. Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir
6 Se alquila esclavo económico
7. Se puede acampar para ver a Justin Bieber pero no para defender nuestros derechos
8. Error 404: Democracia not found
9. Error de sistema. Reinicie, por favor
10. Esto no es una cuestión de izquierda contra derechas, es de los de abajo contra los de arriba
11. Vivimos en un país donde licenciados están en paro, el presidente de nuestro gobierno no sabe inglés… y la oposición tampoco
12. Mis sueños no caben en tus urnas
13. Políticos: somos vuestros jefes y os estamos haciendo una evaluación de rendimiento
14. ¡Nos mean y dicen que llueve!
15. No falta el dinero. Sobran ladrones
16. – «¿Qué tal os va por España»? Pues no nos podemos quejar.
– O sea, que bien ¿no?
– No, que no nos podemos quejar.»
17. No es una crisis, es una estafa
18. No apagues la televisión… Podrías pensar
19. Tengo una carrera y como mortadela
20. Manos arriba, esto es un contrato
21. Ni cara A, ni cara B, queremos cambiar de disco
22. Rebeldes sin casa
23. Democracia, me gustas porque estás como ausente
24. Nosotros buscamos razones, ellos victorias
25. Cuando los de abajo se mueven, los de arriba se tambalean
Se llamaba Manuel Enrique Rodríguez Ruiz. Tenía 53 años. Era mi primo hermano. Ayer, pasada ya la medianoche, descansó. Su partida me ha hecho enfrentarme, una vez más, al misterio de la muerte, esa dolorosa realidad que puede contemplarse y asimilarse desde tantas ópticas distintas. Kokino, que así le llamábamos todos cariñosamente desde su infancia, tenía mi misma edad; quizá eso haga que su muerte tenga especiales resonancias en mi corazón.
La muerte, cualquier muerte, es siempre una experiencia desgarradora. Nos arrebata a gente que queremos y, por mucho que sea largamente esperada, nunca es oportuna. Aunque la perspectiva de fe nos otorga un horizonte de esperanza, el dolor de la separación física está siempre ahí, mordiéndonos el corazón. La vida y muerte de Kokino, sin embargo, me deja lecciones y sentimientos que hoy quiero compartir con ustedes, pacientes lectores y lectoras de esta columna semanal, en homenaje a su memoria y en gesto de solidaridad a su familia más cercana.
Aunque la muerte de Kokino pueda ser juzgada de prematura (ya dije que la muerte no es nunca oportuna) es el capítulo final de una vida intensamente vivida. Hace ya varios meses que Kokino y su familia recibieron la noticia de su enfermedad, sorpresiva y mortal. La recapitulación que la cercanía de la muerte le ofreció a Kokino deja indudables saldos positivos: una juventud vivida con todas sus aventuras, el momento –éste sí, siempre oportuno– de rectificación y enderezamiento de la vida, un matrimonio de 25 años, coronado con el fruto de un hijo amoroso, la pasión por el deporte, especialmente el automovilismo y sus variadas vertientes, el cariño permanente y reiterado de toda su familia, todo ello convierte los 53 años de Kokino en una vida espléndidamente vivida.
Los últimos, dolorosos meses de enfermedad y desgaste físico, no fueron de manera alguna tiempos de infelicidad. Todo lo contrario. Doy gracias a Dios por el regalo de ser presbítero y por la cercanía a las personas que este ministerio conlleva. Hace apenas unas semanas, en mi postrer visita a Kokino en la que le administré la Unción de los Enfermos, la particular característica de cercanía y confianza que crea el ministerio eclesial que desempeño, desnudó el alma de Kokino delante de mis ojos. Pude, en esa íntima conversación, atisbar la manera tan plena como estaba enfrentando el drama de su propio desgaste físico. Más allá de la crisis normal que conlleva la experiencia de la debilidad, Kokino supo apreciar la constante, incansable cercanía de las personas que lo querían: el cariño incondicional de sus padres, hermanos y sobrinos, la presencia amorosa de su esposa y su hijo, la amistad y la compañía solidaria de decenas de familiares y amigos.
Mientras Kokino descargaba su corazón en mis oídos, pensé cuánta razón tiene la comunidad católica en considerar a san José como el patrono de la buena muerte, dado que aunque no contamos con el registro de su muerte en los evangelios, una antiquísima tradición lo coloca muriendo rodeado de su esposa, la Virgen María, y su hijo querido, el Verbo hecho carne. Morir rodeado de tanto cariño es, sin duda, la mejor manera de morir. Y Kokino estaba infinitamente agradecido por ello.
Kokino decidió, en la lucidez que solamente da el enfrentamiento cara a cara con la muerte, dejar así este mundo: sin alargamientos vanos y dolorosos de la vida y rodeado de la gente a la que quería, en lugar de morir en la fría asepsia de un hospital. Una muerte digna y serena en medio de los difícilmente soportables dolores que acompañaron sus últimas jornadas. Su decisión libre, el respeto irrestricto de su familia a sus últimos deseos y la Providencia amorosa de Dios permitieron que Kokino tuviera la muerte de san José: en discreta serenidad y rodeado de atenciones y cariño.
No deja de haber sombras: el dolor inconmensurable de los padres que deben enfrentar la muerte de un hijo, una muerte siempre contra-natura porque el código de la especie reclama que sean los hijos quienes entierren a los padres; la experiencia de una muerte prematura, que impidió que Kokino pudiera ver a su hijo formando una familia, jugar y divertirse con sus nietos, seguir cuidando, innovando y manejando su carro deportivo, pasar más, muchos más deliciosos momentos de convivencia familiar… sombras que no pueden negarse y que nos deja el vacío de su ausencia. Pero estas sombras no empañan la certeza de la vida plena que nos promete nuestra fe y que Kokino se ha adelantado a disfrutar; la luminosidad de una vida intensa y plenamente vivida y el cariño del que se vio rodeada en todas sus etapas; la memoria siempre positiva que de Kokino conservaremos todos los que lo conocimos y lo quisimos.
Uno escoge la manera como vive, pero no puede decidir sobre la manera en que va a morir. La muerte de Kokino me parece una muerte digna y, si me jalan la lengua, envidiable. Ojalá que estas palabras puedan servir como ocasión de consuelo a su familia más cercana y a todos los que lo quisimos y compartimos con él momentos inolvidables. Descanse en paz.
La configuración de los pecados capitales es producto de una reflexión muy antigua que se remonta al siglo IV y es atribuida, por primera vez, a Evagrio el Póntico, un asceta conocido también como “El Solitario”. Fue él quien fijó las ocho pasiones humanas que conducen a la mayoría de los pecados: soberbia, ira, envidia, avaricia, lujuria, gula, pereza y cobardía. Un siglo más tarde, san Juan Casiano habría de reducir estas ocho pasiones a solamente siete, eliminando de ellas la cobardía. Ya en el siglo VI, san Gregorio Magno haría prácticamente oficial el listado de los siete pecados capitales, que más tarde se convertiría en un punto de partida para numerosas reflexiones teológicas durante toda la Edad Media.
Contra lo que muchos suponen, el término ‘capital’ no tiene que ver con la gravedad del pecado, como si éstos siete fueran los más graves, sino con su cualidad de cabeza (del latín ‘capitis’) y son definidos así por santo Tomás de Aquino: “un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo una persona comete muchos pecados todos los cuales, se dice, son originados en aquel vicio como su fuente principal”. Emparentados con la doctrina del pecado original, los pecados capitales aparecen como fruto de la concupiscencia, es decir, de la insubordinación de los deseos a la razón producto de la caída original y de ese apetito desordenado hacia aquello que la imaginación presenta como placentero.
Xavier Villaurrutia (1903-1950) me parece un poeta mexicano fundamental. Tres años después de su muerte, el Fondo de Cultura Económica publicó por primera vez el libro Nostalgia de la Muerte que recoge la mayor parte de su obra poética y su dramaturgia. Este libro ha bastado para hacer de este integrante del grupo Los Contemporáneos, una voz única e inconfundible en el panorama de la poesía de lengua castellana. Quizá sean sus Nocturnos las piezas más recordadas de su poesía, donde la noche y la muerte hacen una dupla que se vuelve entrañable, como en Nocturno de la Alcoba, cuando dice:
Los dos sabemos que la muerte toma
la forma de la alcoba, y que en la alcoba
es el espacio frío el que levanta
entre los dos un muro, un cristal, un silencio.
Entonces sólo yo sé que la muerte
es el hueco que dejas en el lecho
cuando de pronto y sin razón alguna
te incorporas o te pones de pie.
No obstante, es el poema Amor condusse noi ad una morte, cuyo título hace referencia a la Divina Comedia de Dante, el que sin duda es el más leído y recordado. Bastaría con que se pusiera ‘Villaurrutia poemas’ en cualquier buscador de la red para encontrar, casi a la primera, el texto de este poema. Construido en precisos endecasílabos, el poema intenta describir con multitud de metáforas lo que es el amor. Pues bien, entre sus conjuntos de cuatro y cinco versos, sobresalen tres conjuntos de solamente dos pies de verso, en los que el autor hace referencia a los pecados capitales:
1. Amar es una cólera secreta,
Una helada y diabólica soberbia.
2. Amar es una envidia verde y muda,
Una sutil y lúcida avaricia
3. Amar es una insólita lujuria
Y una gula voraz, siempre desierta.
La estructura del poema en su conjunto es fácilmente comprensible: antes de cada uno de estos singulares pareados, hay dos o tres conjuntos de cuatro o cinco pies de verso que parecen explicar, cada uno de ellos, uno de los pecados que serán después enunciados. Así, por ejemplo, sucede con la gula:
Amar es una sed, la de la llaga
Que arde sin consumirse ni cerrarse,
Y el hambre de una boca atormentada
Que pide más y más y no se sacia.
Como el avezado lector o lectora habrá podido ya descubrir, hace falta un pecado capital en la lista de Villaurrutia. Se llama uno a engaño cuando piensa que el poeta mexicano, atribuyéndose la misma autoridad de san Juan Casiano, habría reducido el número de los pecados capitales, ahora a seis. La verdad es que, sin llamarlo por su nombre, a este pecado dedica el poeta el último conjunto de cinco versos:
Pero amar es también cerrar los ojos.
Dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
Como un río de olvido y de tinieblas,
Y navegar sin rumbo, a la deriva:
Porque amar es, al fin, una indolencia.
El Diccionario de la Academia Española define así el adjetivo indolente: “que no se afecta o conmueve; flojo, perezoso; insensible, que no siente el dolor”, de donde viene el sustantivo indolencia… ¿habrá mejor solución retórica que la de Villaurrutia para unir la pereza con el amor?
Villaurrutia me gusta más cuanto más lo releo. Incluso sus juegos sonoros (Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro / cae mi voz / y mi voz que madura / y mi voz quemadura / y mi bosque madura / y mi voz quema dura…) no dejan de parecerme ingeniosos. A dos años de celebrar el aniversario 110 de su nacimiento, lo recuerdo en esta columna y le agradezco a Evagrio el Póntico y a san Juan Casiano la maravillosa invención de los pecados capitales, cuyo destino más afortunado ha sido, sin duda, servir de pretexto u ocasión para este retrato del amor que nos legara el poeta capitalino que perfumó este mundo durante la primera mitad del siglo XX.
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