A diferencia de lo que han declarado algunos dirigentes de partidos políticos en nuestro país, yo sí pienso que, al menos en algunos importantes aspectos, la sociedad civil ha rebasado a los partidos políticos. Pero quiero explicar mi afirmación: no quiero decir que la sociedad civil esté reñida con los partidos, ni que sustituya el papel que éstos tienen en el conjunto social; tampoco quiero decir que los partidos estén llamados a desaparecer del mapa sociopolítico de nuestro país: ni siquiera han aparecido lo suficiente.
Lo que sí quiero decir, es que la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos es creciente y fundamentada; creciente porque la franja de indecisos y/o abstencionistas no parece haber disminuído en los últimos años. Fundamentada, porque ningún partido político -léase bien: NINGUNO- ha dejado de propinar graves decepciones a sus simpatizantes, no solamente por bruscos cambios de rumbo, sino por simple indefinición política en momentos importantes de la lucha por el mejoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, incluído, claro, el mejoramiento político, es decir, la democracia formal.
Muchas personas han encontrado espacios donde organizar sus esperanzas, al margen de los partidos políticos. No reconocerlo es miopía analítica o ceguera partidista, que es peor. La prueba de este renacer ciudadano, es la nutrida agenda de organizaciones no gubernamentales que operan en el país. También los militantes de partidos políticos son ciudadanos, desde luego; pero la organización popular va tomando cada vez más -aunque no se quiera aceptarlo- cauces no partidistas, y esto dicho más como constatación que como juicio de valor. Decir despectivamente que la sociedad civil es «gelatinosa» es olvidar que cada organización civil, por pequeña y reciente que sea, está formada por hombres y mujeres que aman este país y lo desean mejor, y que desgastan sus horas y sus ansias, sus nervios y sus bolsillos, para que este país nuestro se acerque un poco más al sueño de patria que todo mejicano bien nacido trae bajo la piel.
Hoy quiero mencionar en esta columna a un grupo de ciudadanos que, obteniendo un triunfo reciente, merece una palabra de aliento y de felicitación. Me refiero a los comités de apoyo a los presos políticos de Valladolid.
Digo TRIUNFO, porque aunque el cierre de los expedientes de los 21 vallisoletanos sometidos a injusto proceso ha querido ser presentado como la dádiva generosa de algunos servidores públicos, en realidad es un reconocimiento implícito a la capacidad de los ciudadanos de organizar su indignación y hacerle frente a los abusos y atropellos de quienes ejercen el poder.
Los comités vallisoletanos son una muestra de la posibilidad de conseguir que demandas justas no caigan en el olvido. Los grupos crecieron en madurez organizativa durante esta prolongada lucha y tuvieron que soportar, no solamente presiones externas, sino hasta traiciones internas. Aprendieron en el camino -dolorosamente, a veces- muy buenas lecciones de estrategia: cuándo hablar y cuándo callar; en qué momento presionar y en qué momento abandonar la presión; hasta dónde exigir y hasta dónde ceder. Y todo a fuerza de trabajo de hormiga, de juntas tensas por la rabia, de reconocimiento de los propios errores, de temor ante la terca prepotencia de los gobernantes, en fin, de pedazos de vida desgastados en esa solidaridad que no es bandera política, sino cercanía verdadera a los amigos en desgracia.
El deseo manifiesto de cerrar este capítulo de la lucha, (porque hay todavía muchos que vivir y ganar), con la celebración eucarística en un templo parroquial de la ciudad, San Bernardino de Siena, muestra que en la lucha popular de los comités vallisoletanos hay, además del hambre por la justicia, deseo sincero de perdón cristiano, de esa reconciliación que se construye sobre la justicia y la verdad. Queda mucho todavía por hacer, pero se ha dado, sin duda, un gran paso. Felicidades.
Mañana martes, día de San Pedro y San Pablo, tres hermanos presbíteros cumplen 25 años de haber recibido el sacramento del Orden Sacerdotal. Los Padres Carlos Ceballos, Amílcar Carrillo y Juan Chicmul, han gastado y desgastado 25 años de sus vidas en servicio a diversas comunidades católicas de nuestro estado. Porque ellos, los tres, nos preceden a muchos presbíteros en entrega y empeño pastoral, y porque uno de ellos es entrañable amigo mío, quisiera dedicar esta columna de hoy a reflexionar sobre la tarea y misión de los sacerdotes en la iglesia y en la sociedad de hoy.
El Documento de Santo Domingo dice que los ministerios ordenados, es decir, los obispos, presbíteros y diáconos, son siempre «un servicio a la humanidad en orden al Reino» (DSD 67). ¿Qué quieren decir los obispos latinoamericanos con esto?
Los presbíteros no existen para sí mismos, sino para la comunidad cristiana; ésta a su vez no es tampoco un fin, sino un medio privilegiado para que la Buena Noticia llegue a todos los seres humanos. La iglesia es, en palabras de Pablo VI, la «sirvienta de la humanidad». Por eso, lo que constituye el alma del presbítero es, precisamente, vivir para los demás. Una espiritualidad de servicio y entrega a los otros, más que una alienante espiritualidad de perfección intimista, es la que debe caracterizar al presbítero de nuestros tiempos.
Pero el presbiterado no es sólo un «servicio a la humanidad», sino que es un servicio «en orden al Reino», es decir, en orden a gestar, animar, promover, defender, un estilo de vida de acuerdo con las enseñanazas de Jesús, de acuerdo con los valores más preciados del hombre: la justicia, la hermandad, la solidaridad, la igualdad, la libertad, la paz. El Reino que Jesús anunció e inauguró no está referido solamente al más allá, sino también a la realización, aquí y ahora, de una sociedad en la que el ser humano pueda tener todo lo necesario para ser feliz.
Es claro que en la tarea de construír el Reino, el presbítero, como todo cristiano, tendrá que enfrentar dificultades y afrontar riesgos. Quienes están preocupados por mantener la situación tal como está, quienes quieren que todo cambie para que todo siga igual, tienen, necesariamente, que ver en la misión del presbítero, una amenaza. La tarea de anunciar y denunciar, dos caras inseparables de la misión sacerdotal, no resulta agradable para quienes sacan provecho de una situación de injusticia, abuso y explotación. Anunciar a Jesucristo, el Señor de la vida, significa denunciar a los poderes que producen muerte. Hacerlo es simple coherencia, no sólo sacerdotal, sino evangélica.
A menos que vendan su conciencia cristiana y su consagración al Reino, los presbíteros que quieran ser fieles a su misión están llamados a ser una presencia incómoda en medio de una sociedad injusta como la nuestra. Ellos tienen que saberlo, para no desanimarse ante las adversidades que se presenten dentro y fuera de la iglesia. Lo tienen que saber también algunos políticos que ven en el desempeño de la misión sacerdotal un peligro para su omnímodo poder: es cierto, lo es. Tienen que saberlo también, dicho por último y con cierto dolor, algunos laicos que confunden la denuncia profética de sus hermanos presbíteros, con la entrega de «armas y municiones»; la existencia de curas guerrilleros en nuestra iglesia local es una calumniosa invención.
El presbítero, apóstol del evangelio y agente constructor del Reino, es, como Jesús, signo de contradicción; así lo experimentó la iglesia primitiva, así lo necesita la sociedad yucateca de hoy. Desde esta columna saludo a los hermanos presbíteros que mañana cumplen 25 años de intentar vivir coherentemente este ideal.
No cabe duda de que uno de los acontecimientos que marcarán nuestro siglo es el crecimiento y maduración del fenómeno que llamamos «feminismo» o «revolución de la mujer». Como saliendo de un prolongado letargo, las mujeres del mundo han despertado para recuperar la voz perdida, la memoria pisoteada, la dignidad arrojada al cesto de la basura; al despertar se han contemplado a sí mismas: mujeres en un mundo de dominio masculino… y no se han resignado a ello.
Puede, sin embargo, distingirse dos clases de feminismos. El primero es aquél que hace de la reivindicación de la mujer su punto de partida y de llegada; son los movimientos en los que las mujeres giran siempre en torno a sí mismas, como pendular reacción a las mujeres que, antaño, giraban en torno a los hombres. Hostil a los hombres, este feminismo prolonga la opresión de las mujeres en una especie de autoenajenación, de apartamiento voluntario, de competencia desgastante con los varones.
Hay, en cambio, otro tipo de feminismo: el que parte de la mujer, de su reivindicación, de su peculiar manera de ser, pero que se expande hasta convertirse en un movimiento transformador de las familias, de las comunidades, de la sociedad toda. En esta tarea, las mujeres entran en contacto fecundo con los hombres, les hacen descubrir nuevos horizontes, les aportan la visión femenina de la vida y reciben de ellos su contraparte. Es el feminismo que no se concibe como un fin en sí mismo, sino como la herramienta que permitirá a las mujeres, a todas las mujeres, participar en la construcción de una patria nueva, más humana y fraterna.
Hay grandes mujeres que iluminan hoy al mundo. Dos premios Nobel de la paz han sido otorgados, a pocos años de distancia, a dos grandes mujeres promotoras y defensoras de los derechos humanos; una es birmana y la otra guatemalteca. Ellas han aportado a una lucha, ya de por sí desgastante, su inalterable paciencia, su voluntad de reconciliación, su ternura hecha trabajo cotidiano junto a los que más sufren. Ellas han hecho que esta lucha en contra de los privilegios y de los privilegiados, esta batalla en favor de que todos los derechos sean para todos sin distinción, sea una lucha un poco más dulce, menos pesada, más llena de sentimiento y de corazón.
En Méjico, Norma Corona (+), Mariclair Acosta, Rosario Ibarra de Piedra, Conchita Hernández, Teresa Jardí y otras tantas y tantas mujeres heroicas, siguen pariendo esperanza en un país en el que los derechos humanos parecen ser un lujo fuera del alcance de los pobres. Señoras de la ternura indomable, estas mujeres han sacado fuerzas de su propio sufrimiento, para regalarnos una lucha sin rencores, una pasión por la justicia que rebosa perdón y reconciliación, una caricia femenina en el momento del cansancio y del desánimo.
Tengo el privilegio inmerecido de trabajar muy cerca de algunas mujeres de esta magnitud. Hace unos días que cumplimos dos años juntos en el trabajo en favor de los derechos humanos en Yucatán. A esas mujeres incansables, constructoras de un Reino diferente a los reinos de este mundo, las que no han permitido que se me muera entre las manos la esperanza; a ellas, quizá únicas lectoras fieles de esta columna, vaya mi admiración y mi cariño.
La relación entre los artistas y el Estado ha estado siempre llena de conflictos. Recientemente, los dos más representativos grupos culturales del país (NEXOS y VUELTA) se vieron envueltos en una polémica acerca de la relación de los intelectuales con el gobierno; en un momento determinado, la discusión se volvió más una andanada de adjetivos que de razones, lo que nos deja ver cuán complejos y polémicos son los lazos que unen a los productores de ideas con aquellos que detentan el poder.
Lo que se dice de los artistas en general, se dice especialmente de los cómicos. La auténtica comicidad ha estado sellada, desde Aristófanes, por un marcado espíritu crítico. Una de las fuentes en que han abrevado los cómicos verdaderos ha sido, precisamente, la crítica mordaz del poder, la caricaturización de su uso y sus abusos.
En oposición a esto, una larga tradición desarrollada a la sombra de las grandes monarquías antiguas, es la del cómico «a sueldo»: el bufón, cuyo objetivo esencial es hacer reír al gobernante, divertirlo. No hay asomo ninguno de crítica al gobernante en el trabajo del bufón; significaría perder el puesto de trabajo; lo que hay es la utilización del ingenio para ponerlo al servicio del poderoso, la bien pagada lisonja que trata de arrancar al público una sonrisa. El bufón no es más que un burócrata del humor.
En Méjico, contamos con una tradición larguísima de comicidad crítica. Las carpas han sido en nuestro país, a la vez que medios de diversión popular, verdaderos foros de rebeldía pública. No en balde muchos cómicos de barriada llegaron a conocer los separos policíacos. Quizá el nombre más significativo de una larga lista sea el de aquel cómico conocido como PALILLO.
En Yucatán tenemos también una tradición de comicidad crítica. El teatro regional de los Herrera ha sido hasta ahora un magnífico ejemplo de crítica jocosa del poder. Todavía recuerdo los comentarios escuchados en mi infancia sobre el peligro de que metieran a Cheto, Cholo o Sakuja a la cárcel por sus chistes políticos. Nuestros cómicos regionales eran, no solamente nuestro orgullo, sino también nuestra rebeldía transformada en chiste y en sátira.
He visto recientemente la obra que se pone actualmente en el Teatro de los Herrera. Sigue siendo una ejemplar muestra de equilibrio entre la función crítica del cómico y su tarea esencial de divertir. No puedo, sin embargo, dejar de advertir que esta larga tradición puede perderse. Un programa de muy mal gusto en la televisión oficial, y una serie de «comerciales» sobre los «miniperíodos», hechos públicos con machacona insistencia en la radio y la televisión, hacen pensar que el último Herrera de la legendaria dinastía puede dar al traste con una honrosa tradición.
La intención de justificar lo injustificable, sólo porque el poder lo afirma como cierto, convierte al humorista en bufón, en cómico a sueldo. Colocar una tradición como la de los Herrera al servicio de un gobierno, por bueno que éste fuera, pone en riesgo la credibilidad de la única manifestación humorística digna de recordarse en Yucatán. Peor aún, cuando lo que quiere defenderse es una burla a los intereses de los yucatecos y a su libre determinación.
Pero no es lo peor que un cómico se convierta en bufón -ocurre frecuentemente-, sino que olvide su misión esencial, que es hacer reír. Hay bufones graciosos: nuestro bufón local no lo es.
Un último agravante es que esté arrastrando consigo en su decadente bufonería televisiva, a esa dama del humorismo, a ese Xcan Lol brillante de nuestra comicidad: Candita. ¡Es verdaderamente una lástima!
Después de una ausencia involuntaria, esta columna retoma sus bríos y se siente obligada a tratar el tema de la muerte del Cardenal Posadas, no solamente porque su asesinato ha consternado a la opinión pública, sino porque es uno de los casos en que religión y política -tópicos preferidos del columnista- se ven mezclados de manera más estrecha.
En esta ocasión no hablaré de la verosimilitud de tal o cual explicación de los hechos. Ya Carlos Monsivais, el irreverente desmitificador de nuestras taras culturales, hablaba a propósito de la humildad a la que ha llegado la jerarquía de la iglesia católica, que ya no quiere la verdad (sería mucho pedir a organismos judiciales que se especializan en mentir), sino al menos una explicación CREIBLE, verosímil, racional. A cambio de su solicitud, la iglesia ha recibido solamente de las autoridades, fantasías prefabricadas o, como se dice vulgarmente, «cuentos chinos». Pero, como mencionamos arriba, no es el tema de hoy juzgar las versiones oficiales de los hechos.
Ahora quiero referirme a expresiones como las siguientes: «si hasta al Cardenal pueden matar… ¿quién va a estar seguro en las calles?», o también, «ahora que mataron al Cardenal, la policía antinarcóticos va a tenerse que poner a trabajar en serio». Ambas afirmaciones reflejan un menosprecio a tantas víctimas del narcotráfico (¡y también de la peculiar manera con que el ejército mejicano combate contra el narcotráfico!) que, por desgracia para ellos, no llegaron a ser Cardenales de la Iglesia Católica.
Eso me recuerda aquella anécdota acaecida en un taller sobre derechos humanos. La facilitadora daba una charla sobre la dignidad humana e insistía en la igualdad de todos los seres humanos. Un participante tomó la palabra y dijo: «Es cierto lo que Ud. dice: todos somos iguales. Pero también es cierto que hay algunos que son más iguales que otros…»
La lucha generosa de Norma Corona y su asesinato brutal todavía no esclarecido; la labor de tantos agentes de pastoral en Chiapas, Guerrero y Michoacán, que han recibido amenazas contra su vida por su destacada participación en las denuncias de abusos en la lucha contra el narcotráfico; las vidas segadas de tantos indígenas inocentes; la muerte del periodista Manuel Buendía, etc., parecen no contar en los anales de la lucha contra las drogas. La movilización policíaca puesta en marcha después del atentado contra el Cardenal, y las cuantiosas recompensas ofrecidas para localizar a gángsters que, hasta hace unas semanas caminaban libremente por las calles de Culiacán o de Tijuana (para mencionar solamente dos de las medidas recientemente adoptadas), solamente revelan la desesperación del gobierno salinista ante la pérdida de un prestigio nacional e internacional que le es más necesario que nunca, ahora que se está a las puertas del TLC y en vísperas del destape del candidato a sucesor presidencial.
Con el asesinato del Cardenal Posadas los poderosos se han puesto a temblar. Mientras los que morían eran Don Nadie y Juan sin Nombre, no había ningún problema. Como quien dice, todos somos iguales, pero el Cardenal es más igual que los otros.
No estoy en contra de la ola de indignación que se ha levantado por la muerte del jerarca eclesiástico; la comparto. Tampoco estoy en contra de las medidas adoptadas para encontrar a los culpables o para garantizar más seguridad para la población; me alegro por ellas. Solamente siento un poco de tristeza porque tuvo que morir un «pan grande» para que esto sucediera; siento pena porque la vida de los pequeños -esa que es tan preciada para el Dios bíblico que encuentra su orgullo en ser defensor de la vida de los pobres- todavía no cuenta nada en nuestros esquemas mentales y de organización social.
Para resumir: ¡qué bueno que la muerte del Cardenal Posadas haya gestado medidas efectivas de lucha contra el monstruo asesino del narcotráfico! ¡qué vergüenza que sólo la muerte de un Cardenal haya podido provocarlas y ponerlas en vigor!
Hay palabras que se ponen de moda. Desde hace algunos años suena mucho en boca de todos, la palabra NEOLIBERALISMO. Después de la caída de los regímenes de la Europa Oriental, el neoliberalismo suele plantearse como solución a los problemas de producción de la riqueza y de organización de la sociedad. Ultimamente, incluso la asamblea de obispos latinoamericanos en Santo Domingo ha hablado del neoliberalismo para advertirnos que «afecta principalmente a los más pobres» (DSD 181).
Sin embargo, corremos el peligro de hablar del neoliberalismo como si fuera una idea lejana a nosotros y no caer en la cuenta de que es precisamente la política promovida por el actual régimen. Por eso, en esta ocasión, no me referiré yo al neoliberalismo con palabras abstractas, sino con un ejemplo arrancado del desempleo y el hambre que está causando en la zona henequenera.
He aquí que, por obra y gracia del presidente neoliberal en turno, se decretó la muerte del campo, es decir, se reformó el artículo 127 constitucional de manera tal que los antiguos ejidatarios se verán obligados a vender sus tierras. En Yucatán la muerte del campo (y de los campesinos) se llama PRODEZOHE, es decir, programa de desarrollo de la zona henequenera.
Aunque se han repartido algunos libros que describen con muchas fotografías en qué consiste el PRODEZOHE, la verdad es que casi nadie lo entiende. Y no se crea que es por incapacidad mental o por torpeza, sino porque uno busca en el plan elementos de promoción de la producción en el campo y se encuentra, (¡ESTO ES NEOLIBERALISMO!), con proyectos empresariales que lo único que buscan es engordar las arcas de los grandes propietarios de medios de producción, hacer de los campesinos unos asalariados de mano de obra barata y declarar que las actividades agrícolas han pasado de moda.
Solamente un ejemplo: los campesinos henequeneros, algunos de ellos, fueron indemnizados. Cuando el gobierno decidió sacar las manos del campo, después de años de explotación y manipulación de los campesinos, les dejó como única alternativa utilizar lo mejor posible ocho millones de pesos antiguos. Muchos de ellos compraron cerdos para hacer pequeñas granjas porcinas familiares. Pasado el tiempo de engorda, el precio de la carne bajó por la sobreabundancia; pero no era una crisis temporal de precios: el PRODEZOHE anunció el apoyo a un megaproyecto porcícola.
Los campesinos temen que les suceda lo que a la tienda de Don Chencho: era una preciosa y surtida tienda de barrio, hasta que a una esquina de distancia se abrió uno de esos supermercados grandotes. Don Chencho tuvo que cerrar su tiendita porque era imposible competir contra un monstruo de ese tamaño. Claro, el supermercado significó muchas fuentes nuevas de trabajo (Don Chencho mismo se empleó de afanador cuando cerró su tienda), pero a costa de acabar con los pequeños comerciantes. Al final de cuentas, los ricos acabaron más ricos y los pobres más pobres. Como dicen por mis rumbos: «negocio de Peto».
Los campesinos, volviendo al tema, temen que les pase lo que a Don Chencho… y tienen razón. Pero como lo que hay que hacer, según la doctrina neoliberal, es producir y producir, no importa quién se quede con las ganancias de esa producción, el PRODEZOHE continuará llenándole las bolsas a los grandes empresarios. Y si hablamos de los cerdos, habría que hablar también de las granjas avícolas, de las cooperativas artesanales, y de un montón de proyectos de este mismo corte. Desenmascarar la doctrina neoliberal que sustenta la actuación del gobierno, es un imperativo para hacer crecer la conciencia de los ciudadanos más pobres y comenzar a desmantelar este sistema productor de miseria y muerte. No hay que quitar el dedo del renglón.
El proyecto p(r)iísta de reforma al calendario electoral ha dado mucho de qué hablar. En el momento de la lectura de este artículo, sabremos ya la respuesta de la ciudadanía a la consulta pública directa convocada por el Ayuntamiento; en dicha consulta habrán participado, con seguridad, miembros de los diferentes partidos existentes. El Congreso, sin embargo, ha aprobado la iniciativa con anterioridad a la consulta, en una muy bien orquestada farsa que incluyó hasta una marcha «de unidad» programada de antemano.
Desde esta columna semanal, quisiera hacer también un comentario acerca de la trascendencia de la propuesta del P(R)I recientemente aprobada por el Congreso del Estado. Desde el ángulo de la reflexión de fe, creo que las modificaciones al calendario electoral son más graves de lo que imaginamos. No se trata solamente de un cambio de fechas, sino de un proyecto de fondo, de una determinada concepción de la tarea de gobernar, de un problema de coherencia.
Digo que es un PROYECTO DE FONDO, porque la decisión de la que hablamos no está desligada del proyecto económico del gobierno salinista. Es más, parecen ciertas las voces que atribuyen a una «sugerencia» federal la súbita toma de posición del partido oficial local con respecto a los tiempos de las elecciones. Dicha medida debe interpretarse, por tanto, en el marco de la política neoliberal del presidente en turno, que está favoreciendo a los más poderosos intereses económicos del país y desangrando a los más desposeídos. El actual gobierno, no solamente nos ha quitado el pan y el empleo, no sólo ha declarado solemnemente la muerte del campo y el hambre de los campesinos, sino que ahora nos quita también el derecho de elegir oficialmente (¡el fraude nos ha quitado antes este derecho!) a nuestros gobernantes.
Revela una DETERMINADA CONCEPCION DE GOBERNAR porque pone en evidencia la falta de respeto a la autonomía de los estados y al pueblo que los conforma. La tantas veces señalada abundancia de interinatos, las famosas concerta-cesiones, etc., muestran que el manejo del país corresponde más a una monarquía que a una república federal. El unipersonalismo y el abusivo ejercicio de la autoridad serán, quizá, la característica más sobresaliente del actual gobierno sexenal; el sometimiento de los poderes gubernamentales de los estados a esta «dictablanda» presidencial será el factor más ominoso de la memoria que de ellos quede.
He hablado, por último, de un PROBLEMA DE COHERENCIA porque considero que es muy grave que continuemos viviendo en la mentira. Probablemente el actual presidente tenga la popularidad suficiente para cambiar el sistema de gobierno republicano y convertirlo en una monarquía; pero mientras no lo haga, cada ciudadano tiene el deber de oponerse a prácticas antidemocráticas que manchan las conciencias, vulneran la soberanía y exhiben el cinismo. Los cambios de fechas, algunos cambios de fechas, son también cuestión de conciencia cristiana: yo siento la obligación de decir ¡NO!
Hay un mínimo de congruencia necesario en la vida de una persona, para no desquiciarse; en la vida del cristiano, esta afirmación es doblemente válida: si para el creyente, el punto de referencia no es Jesús, sus valores, sus criterios, su valentía, sus opciones, en fin, su vida toda, no merece el nombre de cristiano. Se trata, pues, no solamente de la salud mental, sino de la salvación de toda la persona.
Como cristiano primero, y como presbítero católico después, he recibido, desde mi bautismo, la misión de ser profeta; es señal de elección amorosa, pero es también carga pesada, fardo que consume, fuego que devora. El cumplimiento de la misión profética de la iglesia es un signo de su autenticidad y de su fidelidad a Jesús, el profeta fundador.
Hace algunos años se oía hablar de la «iglesia del silencio» cuando se hacía referencia a los países de la Europa Oriental: era la iglesia de las catacumbas, la que no podía manifestarse públicamente, la que sobrevivía en la oscuridad y en el anonimato. Era iglesia silenciosa, por impotente; callada por oprimida; y -no obstante esto- era una iglesia martirial, llena de Dios, sellada por el Espíritu.
El sobrenombre «iglesia del silencio» tiene, en nuestros días y en nuestro ambiente, un significado bien distinto. Se habla así de una iglesia silenciosa por cobarde; callada por acomodaticia; y -precisamente por esto- de una iglesia sin poder de convocación, llena de ritos y de actos religiosos, pero vacía de humanidad, huérfana de Espíritu.
Es cierto que creer que la iglesia está muda porque la jerarquía no se pronuncia con valentía y oportunidad sobre las cosas que atañen a la sociedad y a todo el pueblo de Dios, es tener una visión bastante estrecha de la iglesia. Pero también es cierto que esto no puede ser una excusa para el silencio culpable de los pastores, de quienes los cristianos esperan, con todo derecho, testimonio de vida y de reciedumbre profética.
Escuchar de un amigo cercano el calificativo de «iglesia del silencio» y sentir su mirada limpia llena de fraterno reproche y amistosa reconvención, me llenó de vergüenza y de ganas de escribir. Quiero que esta tribuna no sea la ocasión de un simple desahogo de frustraciones e inconformidades, sino la oportunidad de pensar nuestra realidad desde el evangelio, desde ese proyecto de vida igualitaria y fraterna que Dios concibió para la humanidad. Hablar proféticamente, para que el silencio -ese engendro del miedo- no gane la batalla; para que la iglesia, esposa de Jesucristo, sea cada vez más digna de su esposo, de quien comenta el evangelio: «Los jefes de los sacerdotes y los fariseos, al oír las parábolas que Jesús contaba, se dieron cuenta de que hablaba de ellos. Quisieron entonces arrestarlo, pero tenían miedo de la gente, que lo tenía por profeta» (Mt 21,45-46).
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