Del 4 al 10 de junio se llevó a cabo la Caravana del Consuelo, un esfuerzo de movilización social convocado por Javier Sicilia, que culminó en Ciudad Juárez donde se terminó de redactar el Pacto Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad, primer movimiento de carácter nacional que, partiendo del dolor de tantas víctimas de este sistema que produce pobrezas e inseguridad, se levanta para plantearle al Estado sus demandas y ofrecer alternativas de transformación para la situación que actualmente vivimos.
Desde mi perspectiva, aunque aquí en el estado de Yucatán no haya tenido mucho impacto, la Caravana del Consuelo es la expresión mexicana, horizontal y ciudadana, sin intromisión de partidos políticos, de esa “indignación” que anda corriendo por todas las ciudades y campos del mundo: España, Grecia, Yemen, Egipto…
A reserva de que uno pueda seguirla paso a paso en la red en la página oficial del movimiento, quisiera compartir a los pacientes lectores y lectores de esta columna, los comentarios que me hizo llegar el Observatorio Eclesial y que realizó, en acompañamiento directo de la Caravana, un equipo de personas del Centro de Estudios Ecuménicos. El resultado es un relato a la vez puntual e íntimo, porque registra los lugares pasados, pero les da una lectura teológica desde el dolor de las víctimas, que no encontraremos en los medios de comunicación social. Esperando que les sea de interés, va pues una lectura teológica del recorrido que, si queremos, puede ser el inicio del cambio ciudadano verdadero en este país. Que lo disfruten.
Del silencio a la verdad y la justicia: Día 4
A medida que la Caravana del Consuelo se adentra en lo profundo del dolor de nuestros pueblos, los 40 mil muertos van dejando de ser fría estadística y se tornan en rostros y nombres concretos, dejan de sernos ajenas y ajenos, gente desconocida, para ser entrañables: se llaman Juan, Marisela, Gabriel, Gustavo, Alma, Viviana, Luis… eran hermanas, hermanos, hijos, padres, madres de alguien, ahora lo son de todas y todos.
El primer punto del pacto es la verdad y la justicia. Por eso empezamos por nombrar lo que el miedo y la impunidad ha mantenido hasta ahora en silencio. Nombrar es un acto profundo, decisivo para quien nombra y para quien es nombrado. No es lo mismo decir “el muerto número tal”, a decir es mi hija, y se llama Rocío, y era joven y con muchas ganas de vivir. Nombrar es un acto poderoso, pero no de aquel poder opresor, que al nombrar se apropia de lo nombrado y se convierte en dueño de su destino. Nombrar a nuestros muertos es un acto poderoso porque rompe el silencio ominoso, es un acto subversivo, es el primer paso hacia la verdad y la justicia, es no dejar morir la memoria de los inocentes, grabarla en las plazas y parques, calles y casas de nuestras ciudades y pueblos, grabar sus nombres en nuestro corazón, no dejar que su muerte sea vana, no dejar que la muerte sea la última palabra y que nos suma en el silencio y la desesperanza.
Desde la fe, nombrar es un acto divino que saca del anonimato y la indiferencia a la persona, y la involucra con un proyecto de amor y justicia. Cuando Dios da la humanidad el encargo de nombrar, o cuando llama a alguien por su nombre, lo compromete, le asegura un lugar en la memoria colectiva, lo rescata del caos, lo acerca a sí y le garantiza la paz. Errónea y convenientemente hemos reducido el poder divino de nombrar a la sola apropiación de las personas o cosas, al grado de que hoy, precisamente al no nombrarlas, creemos que simplemente no existen o no nos afectan. No es así.
La caravana del consuelo llegó a Morelia el día 4 y los nombres y rostros de las víctimas emergieron del silencio; hablaron en las palabras, los cantos, los gestos, los rostros de quienes les recuerdan y de quienes quieren recordarles. Es el primer paso para exigir justicia y verdad. En la cuna de la violencia de Estado, donde empezó la guerra de Calderón, se le llama a rendir cuentas por las víctimas de su estrategia de seguridad nacional, a esclarecer y resolver los asesinatos, las desapariciones, los secuestros, las fosas clandestinas, la trata de persona, y el conjunto de delitos que han agraviado a la sociedad, mediante procesos transparentes y efectivos de investigación, procuración y administración de justicia, en que se procese a los autores intelectuales y materiales, incluyendo las redes de complicidad y omisión de las autoridades responsables. Determinar la identidad de todas las victimas de homicidio es un requisito indispensable para generar confianza. Es el primer paso de una paz verdadera que nazca de la justicia.
El día 5 partimos hacia San Luis Potosí, donde el cálido recibimiento se mezclaba con el temor y la indignación; con todo, más y más rostros y nombres se suman al expediente que se va armando en el recorrido del consuelo, con el cual se exigirá justicia, y se dará acompañamiento y asesoría a las familias involucradas. El temor se respira en la gente. San Luis tan golpeado y empobrecido, sus pueblos y territorios allanados, ultrajados por la avaricia y complicidad de las grandes trasnacionales y el gobierno. Al final, prevalece la esperanza y el agradecimiento al poeta y a la caravana por la cercanía, la presencia, la solidaridad. Se estrujan los corazones, pero se asientan las convicciones: no podemos seguir en el silencio, no podemos permanecer ocultos; hay que salir, dar la cara y los nombres, demandar justicia y dignidad, permanecer fieles al camino no-violento de la paz con justicia y dignidad, resistir a la provocación de responder con guerra a la guerra. Segundo día y la intensidad sube en el corazón de la guerra que no pedimos y que estamos pagando con vidas y esperanzas.
Aún faltan muchas voces por hablar y sumarse a este reclamo. La caravana tiene que movilizar a la nación entera, extirpar nuestros corazones de piedra y devolvernos el corazón de carne que siente y llora, pero también se alegra y se entrega. Esta es la esperanza de los pueblos por los que pasamos y que se suman al caminar rumbo al Pacto Nacional.
De la seguridad nacional a la seguridad ciudadana: Días 5 y 6
Al tiempo que Javier Sicilia y Julián Le Barón hacían en San Luis un llamado profundo a no responder con violencia a la violencia de Estado, la policía federal allanaba las instalaciones del Centro de Derechos Humanos Paso del Norte, en Ciudad Juárez, ocasionando destrozos y hurgando los expedientes de los casos que dicha organización lleva, entre ellos denuncias contra integrantes de la PFP. El argumento es una supuesta persecución a un narcomenudista y una equivocación en la información, o sea, “perdón nos equivocamos de lugar”. Sin embargo, este hecho no es fortuito y no podemos verlo sino como una señal clara de la manera como el gobierno va a enfrentar la demanda de la Caravana del Consuelo y de todas las organizaciones (Paso del Norte, una de las fundamentales) que a lo largo de la ruta del dolor se han sumado piden el fin de la guerra, el regreso del ejército a los cuarteles y un nuevo enfoque de seguridad para nuestro país y las comunidades.
Este es precisamente el segundo de los 6 puntos en torno a los cuales se está articulando el Pacto Nacional: Fin a la estrategia de guerra y asumir un enfoque de seguridad ciudadana que avance hacia un modelo de seguridad alternativo, basado en la reconstrucción del tejido social y que recupere las experiencias comunitarias autogestivas y la participación ciudadana en las colonias, barrios y unidades habitacionales. Implica un enfoque de derechos humanos que instituya mecanismos de protección a periodistas y denfensores/as, regule y evite que sucedan precisamente actos como el ocurrido en Ciudad Juárez con el Centro Paso del Norte, un claro acto de flagrancia que tiene que ser esclarecido y fincadas las responsabilidades.
La Caravana del Consuelo se interna más y más en territorios donde la violencia y la impunidad campean, y es imperativo que sea salvaguardada no sólo su seguridad (¡los federales la escoltan!), sino la de todas las organizaciones locales que participan en la organización de este caminar de paz hacia la justicia y la dignidad, toda vez que no es la única vez que esto sucede y se vuelve cada vez más común la agresión del Estado a las comunidades y grupos que se organizan para defender su autoría, sus derechos y su vida, frente a la violencia y criminalidad creciente.
Por la mañana del 6, compungidos por la partida, el contingente dejó San Luis Potosí para dirigirse a Zacatecas, donde la Coordinadora Zacatecana de la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad, que agrupo a un buen número de organizaciones que se han sumado a la convocatoria nacional por la paz, dio la bienaventuranza a los hacedores de paz, como signo visible de que otra comunidad es posible y es la herencia de ésta y las generaciones venideras. Es aquí que nos encontramos en el corazón de la resistencia civil detonada por el llamado del poeta y hombre de fe Javier Sicilia, cuyas raíces están en el evangelio judeo-cristiano: la No-violencia activa, la certeza de que no hay camino para la paz, sino la paz es el camino (M. Gandhi). Es un cambio de paradigma hacia el sentido común que nos dice que no se puede hacer la paz a partir de la guerra y la violencia, y que no podemos responder a las provocaciones que quieren empañar esta lucha, “sacarla de sus casillas” y sumirnos en la interminable espiral de violencia del “ojo por ojo, diente por diente”. La Caravana sigue diciendo no a la violencia, a pesar del miedo y la intimidación, a pesar de la indignación por el dolor cada vez más profundo y generalizado de las familias que han perdido a inocentes en esta irracional guerra civil donde los muertos, la mayoría de los muertos, los ponemos la ciudadanía,
Frente a esta tentación de la violencia, oponemos la organización ciudadana y popular, el acuerpamiento (ponernos cuerpo a cuerpo, acercamiento entrañable) de las comunidades que a cada intervención de las víctimas responden: ¡No estás sola! ¡No estamos solos! La experiencia de comunidad que posibilita una vía alternativa a la guerra y la violencia, es un ejercicio de escucha y de habla, de acompañamiento de nuestras soledades (consuelo) y aislamientos provocados por el miedo. Todas estas experiencias alimentan las reflexiones por la paz de las y los integrantes de la Caravana, e invitan a todos los corazones que acompañan su caminar desde muchas partes de México y el mundo a contribuir con análisis y propuestas, sabiendo que la firma del pacto y todo en torno a él son sólo el principio del camino.
Mil doscientos cincuenta kilómetros después del alba del 4 de junio, la Caravana llegó a Durango, con el ocaso que contrastaba con los ánimos del recibimiento: en esta ciudad hemos tenido la manifestación más numerosa e intensa del recorrido. Llegamos dos horas tarde, desde 20 kilómetros antes de arribar a la capital de uno de los estados más afectados por la violencia criminal y estatal varios contingentes nos esperaban para bienvenirnos y compartir su dolor. A pesar de la noche y el ambiente de temor y temblor, mucha gente se concentró en la calle principal que lleva al centro histórico de la ciudad, un número igual o mayor a la caravana misma.
El mitin más largo, que nos llevó casi a la media noche: víctima tras víctima rompían el silencio, y nuestro corazón ardía y se estrujaba y la garganta se anudaba. Durango vive el desgobierno total. Sus habitantes van de un día a la vez, con la conciencia acrisolada de que en cualquier momento una bala perdida o un acto criminal les puede arrebatar la vida, lo que algunas madres incluso agradecerían, para estar con sus hijos ya muertos o desaparecidos. Y la respuesta recurrente del gobierno local: “perdón, fue una equivocación”. Y el poeta llora con las madres, hermanas, padres, hijos. Gracias por el dolor y por el consuelo, nos repetían una y otra vez. Gracias por la convicción de que este túnel oscuro llega a su fin, en la medida en que crece también la convicción de que la solución está en nuestras manos, en nuestra capacidad de hacer propio el dolor ajeno, y unirnos para cambiar rumbos y actitudes. El testimonio de un ex-policía, que dejó el camino de la guerra para unirse al camino de la paz, nos confirma que sí se puede.
Después vino el agasajo, la alegría inherente al llanto, que duró casi hasta el alba. Los cuerpos cansados y las almas encendidas de gratitud compartida de ida y vuelta. Muchos duranguenses nos acompañaron toda la noche, también para cuidarnos, que significa curarnos. El día 6 terminó, el 7 y trabajamos arduamente por disipar el temor que acecha los corazones por los incidentes ocurridos y extremamos precauciones.
Es Raquel que llora por sus hijos… (Jer 31,5): Días 7 y 8
En Monterrey, el Paso de la Caravana del Consuelo ha puesto al desnudo la realidad cruda e indignante de la corrupción del gobierno de Nuevo León. El llanto de las mujeres y hombres por sus hijos muertos o desaparecidos (cada vez más frecuentemente por parte de miembros del ejército o la policía local) es inconsolable. No bastan las palabras de acompañamiento, no es suficiente el tiempo para aplacar el dolor; cada día la incertidumbre alimenta la tristeza y la indignación. Cada caso presentado ante la Procuraduría del estado ha sido en saco roto. No hay voluntad de revisar la corrupción que permea toda la estructura de seguridad, y sí la perversa estrategia de criminalizar a las familias de los desaparecidos, desgastarlas, ridiculizarlas.
Tal vez por ello, pasada la media noche, al terminar el mitin en el centro de la ciudad de Monterrey, de manera inesperada Javier Sicilia convocó a los presentes a marchar hacia las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia del estado, para emplazar al procurador a dar una respuesta pronta a las demandas de las familias. Mientras la reunión ocurría, entre el sub-procurador, Javier Sicilia, Emilio Álvarez Icaza y representantes de las familias de las víctimas, la Caravana mantenía una toma simbólica de las instalaciones con cantos de paz y alegría, buscando amainar el dolor de quienes lloran por sus hijos y demandan su vuelta con vida como única posibilidad de consuelo.
El sub-procurador se comprometió a, en el plazo de una semana, dar información precisa del estado actual de los casos de desaparecidos presentados ante la PGJ, y en el plazo de un mes avanzar en resoluciones eficaces en pro de la verdad y la justicia en dichos casos. También se acordó una comisión de seguimiento a estos compromisos asumidos públicamente ante medios de comunicación por el sub-procurador, conformada por víctimas y organizaciones sociales.
Esto nos coloca en la encrucijada de abrigar o no esperanzas en el sistema de justicia de nuestro gobierno. El tercer punto que se discute rumbo al Pacto Nacional es precisamente el que tiene que ver con combatir la corrupción y la impunidad del Estado mediante una amplia reforma en la procuración y administración de justicia que establezca el control ciudadano sobre las policías y los cuerpos de seguridad, avance en la reforma de los juicios orales y establezca sistemas más efectivos de control judicial que reduzcan la discrecionalidad en los procedimientos y resoluciones de fondo. La justicia no puede seguir al servicio de intereses y cálculos políticos. También se requiere legislar para generar la capacidad y atribuciones de investigación y consignación de funcionarios públicos de los tres órdenes de gobierno en casos de corrupción.
El punto de inflexión es nuestra capacidad o incapacidad de incidir en este punto de reforma del Estado, toda vez que precisamente el Congreso de la Unión ha detenido la reforma política que apuntaba precisamente a combatir esta corrupción, entre otros puntos que tienen que ver con fortalecer la democracia con mecanismos como la revocación de mandato, el plebiscito popular y las candidaturas independientes.
¿Qué podemos hacer al respecto, cuando además parece que vivimos en una sociedad mexicana indolente e indiferente ante el dolor y la pobreza ajenos? Aquí tenemos un enorme reto, un largo y arduo camino por recorrer. ¿Dónde están? fue la pregunta recurrente y no resuelta en la plaza central de Monterrey. ¿Dónde están nuestros desaparecidos, dónde los culpables, dónde las autoridades, dónde la justicia… dónde está Dios? Imprecaban con dolor y sin odio las mujeres y hombres que un día cualquiera se despidieron de sus hijo o hijas, padres, madres… y nunca las volvieron a ver. Y ¿dónde está la sociedad? ¿dónde la solidaridad con lo humano?
Podríamos añadir, ¿dónde están las iglesias?, cuya misión precisamente, más allá del consuelo y alivio del dolor humano, están llamadas a ser abogadas de la justicia. ¿Dónde está la fe comprometida con la dignidad? ¿Dónde una fe activa que no cierra los ojos ante el pueblo que ha caído a un lado del camino, herido de muerte por criminales y sus encubridores? Siendo más de 100 millones de personas que dicen profesar una fe en nuestro país, ¿por qué el abandono de las causas de la justicia?
La realidad de sufrimiento, como venas abiertas que no sanan sino se abren más y más conforme avanzamos por la ruta del dolor, ¿nos va a mantener impasibles? ¿temerosos? ¿indiferentes? Más que nunca es la Caravana del Consuelo una invitación a la reflexión profunda y ética, sobre lo humano, sobre la fragilidad, sobre la miseria, sobre la corrupción de la que formamos parte, si no nos oponemos abiertamente a ella.
Como recuerda el pastor metodista César Pérez: «Nuestra presencia como cristianos se vuelve realidad cuando como personas asumimos la responsabilidad de unirnos en solidaridad con aquellos que sufren violencia. El Reino de Dios lo construyen los valientes y, valientes son los que recorren los caminos de México llevando el mensaje de paz con justicia que nos animan a mantener viva la fe y la esperanza…»
Esta presencia (cristiana y no, de fe, atea, agnóstica… pero profundamente humana) ha acompañado la Caravana del Consuelo. Así lo sentimos en Saltillo, con el recibimiento de la comunidad y del obispo Raúl Vera López. Pero estamos apenas en el comienzo, el Pacto Nacional que se firmará en Ciudad Juárez el próximo 10 de junio no es el fin del recorrido, es el comienzo de una nueva historia y un nuevo rumbo para nuestro país, y requiere la participación de todas y todos. ¿Permaneceremos en el silencio y la ignominia?
Les arrancaré el corazón de piedra… (Ez 11,19): Días 8, 9 y 10
¿Cuánto dolor puede soportar el corazón humano? ¿O cuánto dolor puede llegar a infligir? ¿Cuánto dolor puede ser capaz de curar? ¿Cuánto, capaz de ignorar?
El día 8 de junio, quinto de su recorrido, la Caravana del Consuelo pisó finalmente suelo chihuahuense, en la recta final hacia el epicentro del dolor, la valiente y adolorida ciudad de juaritos. Hacia la media noche llegamos a la ciudad de Chihuahua con el corazón cansado de tanto sufrimiento hecho voz en las palabras de las víctimas que a lo largo del camino fueron sumando su dolor, pero también su esperanza, a la caminata por la paz justa y digna. Ardió nuestro corazón y se inflamó con emotivo recibimiento de la gente, que esperó cerca de 5 horas en la plaza central nuestra llegada. No hubo mitin, ni dolor en ese momento, sólo la alegría de reconocernos en el camino y en la comida compartida. Fue un bálsamo, agua fresca en terreno desértico. Fue el apapacho de nuestros hermanos y hermanas, que en su dolor, pueden aún dar alegría.
9 de junio fue la marcha más grande tenida hasta el momento. Caminamos con entusiasmo y coraje, levantando la voz y tocando los corazones de muchos aún anestesiados ante esta guerra que devasta las ciudades de nuestro país. El llamado frente al palacio de gobierno de chihuahua, justo donde la luchadora social Marisela Escobedo fue impunemente asesinada, fue enérgico. La pregunta cada vez más recurrente: ¿Dónde están? Dónde están los desaparecidos y desaparecidas, las autoridades y la justicia, la población, Dios… Si bien es claro que al paso de la caravana se rompió el silencio de la ignominia, aparecieron rostros y rostros de las víctimas, también es claro que son muchos más los que han preferido permanecer al margen, por temor, pero también por indiferencia, que sumada a la de las autoridades, convierten en piedra el corazón de la sociedad mexicana ante la muerte de los inocentes y la injusticia que ha puesto su tienda entre nosotros.
Es un reclamo legítimo preguntar dónde están más de 100 millones de mexicanos y mexicanas. Y es responsabilidad de todas y todos no sólo responder, personalmente, a esta pregunta, sino sobre todo hacer posible que la voz de las víctimas rompan el cerco mediático impuesto al tema de la guerra de Calderón y a sus consecuencias en la vida cotidiana de miles y millones de personas. No puede seguir negándose una realidad que devasta el país. No vale más el argumento de que la violencia es un hecho asilado, propio de algunos lugares allá muy lejos de nuestra cotidianidad. NO es verdad. La realidad es totalmente otra y dura: la violencia y la guerra existen como el componente esencial de nuestra cultura, y afecta todos los estratos de nuestra vida. Por ello, mucho menos debe valer el argumento de que, como la violencia no me afecta, entonces no me siento responsable de ayudar a quienes son víctimas de ella. La indiferencia es quizás una de las formas más sutiles y certeras de violencia.
Hemos endurecido nuestro corazón, hecho ahora de roca fría e insensible al dolor ajeno. Basta una víctima inocente para lanzar un grito al cielo y decir ¡ya basta! ¡no más sangre! ¡alto a la guerra! Y resulta que no es una, son miles, decenas de miles contabilizadas los últimos 4 años, y muchas, muchas más no contempladas en las estadísticas, pero que han sido arrastradas por esta espiral de violencia e impunidad. ¿Cuánto más necesitamos para ablandar el corazón y volver a ser seres humanos? ¿Será hasta que nos pase a nosotros mismo o un familiar querido? ¿Qué no somos responsables de los demás como de un hermano o hermana propia? Son preguntas todas que esperan respuesta y nos dejan el reto de trabajar codo con codo en la difícil tarea de arrancar de nuestra carne, de la carne de este mundo, el corazón de piedra que se ha instalado, y devolverle su humanidad, devolverle un corazón que sea carne de nuestra carne, capaz llorar y reír con otras y otros, capaz de dejarse contagiar por el valor de los débiles y sumar un gran movimiento de transformación de corazones y re-encauzamiento de acciones.
Un corazón de piedra duele como una piedra arrojada al rostro o al cuerpo de otro. A la piedra no le duele el dolor que inflinge. Un corazón de carne no puede lastimar sin lastimarse a sí mismo, tanto como no puede curarse a sí mismo sino curando a los corazones afligidos.
Éramos muchos pisando el suelo que no sintió caer a Marisela Escobedo. Pero no los suficientes para protestar por este indignante suceso, tan indignante como el de todas las víctimas que han compartido sus vidas en la Caravana del Consuelo. ¿Alguien es capaz de escuchar y responder? ¿Hacerse eco de estas palabras, y que resuenen hasta los confines del mundo como Evangelio de los pobres que convoque a la justicia y la solidaridad? ¿Seguiremos escudándonos en nuestros prejuicios de clase, o políticos, o religiosos? ¿Seguirá siendo nuestro corazón de piedra o se trocará en carne?
La placa que la gente cercana a Marisela colocó en el asfalto, justo donde cayó fulminada por la corrupción de nuestro sistema, fue retirada por órdenes del gobernador de Chihuahua. El 9 de junio, tras la manifestación pacífica con que concluyó la marcha en la capital del estado, la placa volvió a colocarse, con la consigna de protegerla, pues es nuestro derecho recordar (pasar un y otra vez por el corazón de carne) a quienes queremos y han muerto por defendernos. También se convocó a llenar nuestras plazas y edificios públicos con los nombres de todas las víctimas, nuestras víctimas, de esta guerra inútil y altamente costosa. ¿Nos atreveremos a hacerlo? ¿O la cobardía se sumará a la indiferencia? ¿Seremos capaces de sumarnos a esta convocatoria, como un reclamo de justicia y de memoria?
No hay otra manera de ablandar el corazón que ésta. Poniéndolo en acción, desestresándolo, desoxidándolo, haciéndolo nuevamente flexible y sensible al dolor humano. Es una promesa que le hacemos al mundo, un don necesario que nadie puede exigir, sólo otorgar voluntariamente y así recuperar nuestra humanidad perdida. A eso apunta el Pacto Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad ahora firmado por muchos, y en espera de ser signado por muchísimos más, no sólo con nuestros nombres, sino con nuestras acciones, pues su puesta en práctica desde el metro cuadrado en que me encuentro es el camino eficaz para hacerlo real y lograr un cambio en el rumbo de nuestra nación.
Caravana del Consuelo, 11 de junio de 2011
Centro de Estudios Ecuménicos
Con los rostros henchidos de soberbia
Los aspirantes a dioses se reúnen.
No se miran de frente, sólo admiran
El fulgor instantáneo de las copas
Llenas de vino tinto, dulce o seco,
Y se deleitan con las carnes blancas
El sauerkraut, la col y las kartoffeln.
Uno señala con blandengue dedo
Las fronteras inéditas de Europa
Fruto de las violentas invasiones.
Otro recurre a la biología
En larga perorata antijudía
Para fundamentar el pulgar hacia abajo.
Uno más se refugia en el silencio
Dirige la mirada hacia otro lado
Y su ceño se antoja vergonzante.
Pero hay aquél, el de las tres estrellas,
Que vomita odio por los vidriosos ojos
Y canta loas a la raza aria:
Die Zukunft der Welt gehört uns.
Quiere, a fuerza de gritos, quede clara
La pureza de sus credenciales asesinas
Porque teme que sepan o sospechen
Que hurguen en su pasado
La incorrección política que esconde
El segundo apellido de su abuelo
Que se llamaba Burkhard Finsterer Cohen.
El muy hipócrita desaparece el dato.
No miente, sólo oculta:
A fuerza de gritos y vituperios
Ha terminado por creerse su mentira.
Maní, Yucatán, mayo de 2011
Para Julián y Abrahán
Palabras pronunciadas en la presentación del libro
“Nosotros somos los culpables. La tragedia de la Guardería ABC”
de Diego Enrique Osorno (Grijalbo, México 2010)
Foro Amaro, Mérida, Yucatán, 30 de mayo de 2011
De la estirpe de La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, tenemos hoy en nuestras manos el libro de Diego Enrique Osorno Nosotros somos los culpables. La tragedia de la Guardería ABC (Grijalbo, México 2010), que narra los fatales acontecimientos que tuvieron lugar el 5 de junio de 2009 en la guardería ABC de la ciudad de Hermosillo, Sonora, donde encontrarían la muerte 49 niños y niñas.
Digo que son de la misma estirpe, aunque el libro de Osorno no es hijo directo del libro de Poniatowska. De la misma estirpe porque se trata de un testimonio “coral” -aunque, como bien dijo Fabrizio Mejía Madrid, eso de “coral” es sólo una manera de decir, porque los movimientos sociales y las tragedias carecen de partitura- (1) donde testigos ocasionales, funcionarios involucrados, dueños de la guardería, padres y madres de los niños muertos, bomberos, policías, etc., cuentan su versión de los hechos acaecidos en Hermosillo aquel infausto 5 de junio.
Pero La noche de Tlatelolco era un retrato entusiasta de jóvenes en ebullición, exposición fresca de la contracultura sesentera. El ambiente del libro de Elenita es la fiesta de quienes ejercen sus libertades a contrapelo de un sistema autoritario, pero que tienen la seguridad de que no serán asesinados a mansalva en un mitin, como trágicamente ocurre algunas semanas después. Nosotros somos los culpables es, en cambio, un libro doloroso de principio a fin, el recuento puntual de la tarde que desgarró el corazón de Hermosillo y el de toda la patria. Crónica variopinta de una tragedia que tiene muchas facetas. Un libro que despierta indignación y rabia.
Es precisamente así como el autor-recopilador presenta su obra: “He aquí un relato polifónico sobre la muerte de 49 niños, la impunidad de nuestros tiempos y la lucha por la justicia emprendida por un grupo de trabajadores que encabezan una causa noble y humana”. Tres realidades, pues, íntimamente relacionadas: la tragedia, la impunidad y el movimiento social que emerge a partir de ambas realidades. Tres grandes capítulos que se convierten en la columna vertebral del texto que hoy presentamos.
A los testimonios recopilados, Osorno ha añadido breves, pero iluminadores comentarios antes y después de cada uno de los tres capítulos. Hacia el final, el libro cierra con un epílogo de largo aliento, que desnuda los entretelones de la política sonorense, la que permitió y propició, por acción o por omisión, la tragedia de los 49 infantes calcinados. El texto del epílogo, de especial manera sus sarcásticos y punzantes subtítulos, dan cuenta del espíritu que animó la entera recolección de testimonios: el de un periodista que entiende y realiza su labor dando cuenta, no solamente de los hechos y su contexto, sino de una empatía con las víctimas que es poco común en los trabajadores de los medios comerciales de comunicación masiva.
Cierra el libro una puntual cronología que abarca, desde la jornada misma de la tragedia, hasta el 6 de mayo de 2010.
Pero lo peor que podría pasarle al libro de Enrique Osorno y al Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de junio, es que la presentación de Nosotros somos los culpables se convirtiera solamente en eso: en la presentación de un libro. Por eso me alegra que la comunidad artística y muchas organizaciones de la sociedad civil estén uniéndose a esta conmemoración para hacer de ella un ejercicio de memoria popular, y que a esta presentación del libro se unan espectáculos, lecturas, performances, de manera que los acontecimientos del 5 de junio constituyan un verdadero parteaguas en el inconsciente colectivo, de manera que tragedias como la de la Guardería ABC no vuelvan a ocurrir nunca más.
El libro que hoy se presenta, y lo digo con el mayor de los respetos hacia su autor, es solamente un pretexto, una ocasión propicia para que todos y todas hagamos de la tragedia del cinco de junio de 2009 una oportunidad para cambiar el país, para construir otro distinto, uno a la medida de la sonrisa y de los sueños de cada uno de las niñas y niños fallecidos. Se trata de que hablemos, no de un libro de 222 páginas, sino de 49 niños y niñas asesinados por la ineptitud, el compadrazgo, la complicidad, el afán de lucro y la impunidad.
Así que, corriendo el riesgo de abusar de la paciencia y la generosidad de los oyentes, quisiera decir unas palabras sobre cada uno de los temas lanzados por el libro.
Sobre la tragedia de la muerte de 49 niños no hay mucho que decir. Acaso la palabra más acertada y llena de cariño sea el respetuoso silencio, que como abrazo afectuoso, ofrecemos a los deudos. Nos lo recordaba hace unos meses Javier Sicilia: el dolor de los padres y las madres que pierden a sus hijos es inefable, no puede ni siquiera pronunciarse. “Ese dolor carece de nombre porque es fruto de lo que no pertenece a la naturaleza –la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada”. Nadie que no sea padre o madre conoce de esos dolores. Dejo, pues, en este punto, el tributo de mi silencio solidario.
Sobre los otros dos tópicos, la impunidad y el movimiento, permítanme decir una palabra. Quizá la característica principal de la tragedia del cinco de junio de 2009 sea precisamente que se convirtió, sin quererlo, en una radiografía de la manera como se usa el poder en Sonora y en México. Me recuerda aquella caricatura de Tony, el mejor y más afamado cartonista yucateco, que retrató con sarcasmo otra tragedia, ésta natural, la del huracán Isidoro que azotara la península en el año 2002. En un cuadro, Tony representaba a Yucatán como una hermosa mestiza yucateca, enfundada en albo y elegante terno. Inmediatamente, azotada por el ventarrón del huracán, el terno se levantaba y dejaba al desnudo al verdadero Yucatán, una choza donde, infructuosamente, una familia de famélicos mayas intentaba guarecerse de la tempestad.
Eso pasó el cinco de junio de 2009: la tragedia nos hizo despertar a todos. Bajo el discurso del estado benefactor que vela por el bienestar de las familias de los trabajadores, se escondía la rapacidad de quienes, al frente del gobierno, se encargaban de desmantelar cualquier rastro del estado de bienestar a golpes del neoliberalismo de la peor calaña, aquel que no solamente se interesa por el lucro, sino que lo consigue a base de engaños y componendas que termina pagando, no pocas veces con su vida, el sector más ponbre y vulnerable de la población.
El redituable negocio de las subrogaciones y los compadrazgos deleznables en sus adjudicaciones, la inexplicable ignorancia de los más altos funcionarios del IMSS que no sabían el número ni la calidad de las guarderías subrogadas, el vergonzoso peloteo de la culpabilidad entre las autoridades del gobierno del estado y las federales, la mezquina conversión de la tragedia en un simple tópico de la campaña electoral, todo esto, puntualmente registrado por Osorno, se confabula para dejar al desnudo un sistema de gobierno que despierta asco y vergüenza, rabia e indignación.
Hace unas semanas participé, junto con cientos de ciudadanos y ciudadanas, en la Marcha Nacional por una Paz con Justicia y Dignidad. La mayor sorpresa de la marcha, lo he ya expresado en este mismo espacio, fue detenernos en varios lugares, cinco para ser precisos, y experimentar el horror de que no se nos acabaran los nombres de nuestros muertos. Desgranados con ternura, con delicadeza, casi en un susurro lastimero, fueron sonando los nombres de los 49 niños asesinados de la guardería ABC de Hermosillo, los nombres de los mineros de Pasta de Conchos, los de los migrantes secuestrados y asesinados, los de los jóvenes civiles que fueron sorprendidos por las balas al salir de su casa, del centro de diversión o de su escuela, los nombres de las y los activistas de derechos humanos que osaron confrontar a los gobernantes y levantar la voz contra la complicidad de las autoridades. Todos estos muertos, nuestros muertos, fueron víctimas de delincuentes: de aquellos que delinquen desde las bandas ilegales y de aquellos otros que delinquen amparados en la impunidad que les otorga un cargo público.
En el caso de los niños y niñas de la Guardería ABC no hay pierde: no hay mafias del narcotráfico a las cuales culpar de la tragedia. Queda expuesto, en su prístina realidad, el gravísimo, acaso irremediable estado de descomposición de la clase política del país y de sus parientes beneficiados. Más que nunca uno puede estar seguro de que la salvación del país, si es que tal cosa es aún posible, no vendrá de las altas esferas del poder ni de los candidatos o partidos políticos que, en busca del poder y del dinero, semejan lobos vestidos de ovejas, capaces de atropellar la vida y la dignidad de las personas y después declarar, con un cinismo que en otras circunstancias resultaría gracioso, que “duermen como bebitos”.
Y es así que de la impunidad paso al último de los temas: el movimiento. La muerte, cualquier muerte, es un sinsentido. Colocada ahí, en el horizonte final de cada existencia, la muerte puede convertirse en perspectiva irremediable, en algo así como una hermana no deseada, aunque tolerada como mal inevitable. Pero la muerte de los niños, muerte prematura e inexplicable, se torna en un abismo de negritud, en una pregunta sin respuesta cierta.
Hay muertes, sin embargo, que despiertan tempestades. Ocurren en los lugares más insospechados del mundo: una abandonada cava de piedra a las afueras de Jerusalén; una vieja escuelita de la Higuera, en medio de la selva boliviana; la Plaza de las Tres Culturas en la capital mexicana; el altar de la capilla de un modesto hospitalito en San Salvador o una bodega convertida en guardería en la ciudad de Hermosillo, en el norteño estado de Sonora.
Todas estas muertes suscitaron tempestades. Las vidas de esos muertos, de esos asesinados, de esos mártires, aunque parezca paradójico, han quedado iluminadas por un sentido nuevo, por una reserva de significado que fecunda la vida de otros. Estas muertes tienen un poder de resurrección, porque desnudando las perversas causas que los condujeron a un final trágico, nos muestran caminos nuevos, nos impulsan, nos empujan a luchar porque nadie más muera de la misma manera. Como dijera el poeta cubano, “sé que hay muertos que alumbran el camino”.
El Movimiento Ciudadano por la Justicia 5 de junio viene con esa marca indeleble: la de hacer que muertes sin sentido adquieran uno. Hay cierta heroicidad en lanzarse a la lucha por la justicia y en contra de la impunidad, en vez de encerrarse en el dolor que no tiene nombre. Hay un arrojo digno de alabanza en estos padres y madres que han convertido su tragedia personal en un movimiento cívico que puede generar importantes cambios en el país. En estos momentos aciagos de nuestra patria, ante la desvergonzada insensibilidad de quienes nos gobiernan, los testimonios de estos padres y madres de familia se constituyen en faros que marcan el rumbo. Es algo que nunca dejaremos de agradecerles.
Nota (1): Mejía Madrid, Fabrizio, “Poniatowska: la memoria de la gente”, Letras Libres 144, Diciembre de 2010, pp. 74-75
Hace unos días fui invitado a participar en la X Semana Cultural de la Diversidad Sexual, organizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. En esta edición 2011, las actividades tuvieron lugar en Pachuca, Hidalgo en la primera semana del mes de mayo. La pregunta que dio título a mi participación era: “¿Es compatible una moral cristiana con la diversidad sexual?”
Estábamos en Pachuca cuando nos llegó la noticia del asesinato de Quetzalcóatl Leija Herrera, activista de derechos humanos que presidía el Centro de Estudios y Proyectos para el Desarrollo Humano Integral (CEPRODEHI) y vocal del CENSIDA. Su muerte representa un auténtico linchamiento, no por oculto menos grave. Su cuerpo fue encontrado a unos metros del Ayuntamiento de Chilpancingo, Guerrero, asesinado a pedradas en las puertas de una zapatería. El director de la policía ministerial ha lanzado la peregrina idea de que Quetzalcóatl murió así porque se habría opuesto a ser asaltado. Los ladrones, entonces, lo habrían matado… ¡a pedradas! Un intento más, como bien señala José Ramón Enríquez en su columna del periódico Reforma, de convertir en un simple asalto lo que es, a todas luces, un acto de linchamiento por odio.
No pude menos que recordar a mi entrañable amigo Octavio Acuña, asesinado en parecidas circunstancias en la ciudad de Querétaro hace varios años y cuyo asesinato no ha sido aún esclarecido. Y me carcome la rabia. Y me entristece que no caigamos en la cuenta de que no han sido solamente las piedras las que han matado a Quetzalcóatl o las navajas las que destazaron el cuerpo de Octavio, sino un mundo de ideas, de moldes culturales, de dogmas religiosos, los que han originado, y siguen permitiendo, estos crímenes de odio. Hoy más que nunca es cierta la frase de que la discriminación mata, y no sólo de manera metafórica.
Por eso quiero compartir, a contrapelo, los últimos párrafos de mi intervención en Pachuca. Sirvan para renovar el compromiso de no cejar en la búsqueda de nuevos caminos para la desaparición de la discriminación por homofobia. Sirvan estas ideas también como un homenaje a Quetzalcóatl y a todos los que, como él, han muerto víctimas del odio.
“Llegamos al final de nuestra reflexión y nos replanteamos la pregunta del inicio: ¿es compatible la diversidad sexual con una moral cristiana? Comenzaré, pues, a abordar un último aspecto. Se argumenta, prejuiciosamente, que gays y lesbianas son necesariamente promiscuos, que son incapaces de comprometerse en una relación estable, que aprovechan su marginalidad para instalarse en un libertinaje sin compromisos que los exime de responsabilidades. Pueden ser que en algunos casos este tipo de razonamiento se vea confirmado en ciertos ámbitos del colectivo tanto homosexual como heterosexual.
En el trabajo de acompañamiento cristiano de muchas personas homosexuales que he realizado en los últimos años, he llegado a algunas conclusiones que quiero compartir. Toda relación sexual, sin distinción de orientación, ha de ser vivida en el marco del amor y de la responsabilidad para que sea una relación cristianamente aceptable. Si estos dos valores se viven en el marco de una relación afectiva seria, no creo que tengamos nada qué decir en contra. De aquí se deriva que no se pueda exigir menos a una pareja de personas homosexuales que a otra de personas heterosexuales. La exigencia de amor y de responsabilidad tiene validez para ambas relaciones.
¿Que las cosas son más difíciles en el ambiente homosexual, para conformar una relación estable con estas características? Sería tonto negarlo. Baste recordar que cualquier muchacho enamorado de una muchacha puede iniciar un proceso de acercamiento (aunque al final no resulte exitoso), y tal acercamiento está bien visto y legitimado por la sociedad a través de un instrumento que para ello hemos creado, que es el noviazgo. Un hombre o una mujer, en cambio, que osan enamorarse de alguien de su mismo sexo, enfrentan dificultades que a veces se antojan insuperables.
Son hipócritas, o al menos desinformadas, las personas que se quejan de que el ambiente homosexual tenga mucho de clandestinidad y que muchos se salten varias etapas de una relación afectiva común y corriente (amistad, enamoramiento, visitas periódicas, salidas juntos, etc.). Si muchas personas homosexuales saltan del saludo a la cama, es –en parte– porque la sociedad no les ha ofrecido ningún camino estable y progresivo para cultivar su relación. No sirva esto, sin embargo, de excusa. Hay que reconocer que existen otros grupos humanos con características que les hacen más difícil la vida y no por eso se rinden o renuncian a intentar formar una relación sana de pareja.
Mientras la persona homosexual cristiana no haya llegado al inicio de su actividad sexual, el problema es de (auto) aceptación y de combate a la discriminación. Cuando, en cambio, decide iniciar su vida sexual y comienza a buscar una vida en pareja, entonces el asunto se complica mucho más. Dado que yo sostengo que una relación afectiva encuentra su justificación última en el ejercicio del amor y la responsabilidad, eso requiere, humanamente hablando, de un proceso de conocimiento y de interrelación que no siempre es fácil conseguir. En nuestra interpretación más común (el noviazgo heterosexual) esta interrelación ha de darse antes de que las personas sostengan intercurso sexual. Y, aunque sabemos que en muchísimos casos no es así, seguimos manteniéndolo como un ideal que vale la pena.
Pues bien. En el caso de las personas homosexuales esto es doblemente difícil, porque la sociedad no permite de manera “oficial” que haya un espacio social para esta relación previa: no es bien visto que dos personas del mismo sexo salgan con mucha frecuencia, que se miren fijamente a los ojos o se tomen las manos en público… es algo que las nuevas generaciones están comenzando a hacer sin pedir permiso (el otro día, al transitar por la calle 60 en mi natal Mérida, me topé con dos adolescentes varones tomados de la mano… seguramente estas disidencias públicas van a ir arrebatando paulatinamente el derecho a manifestar públicamente su afecto) pero me temo que pasará todavía algún tiempo para que sea común y socialmente aceptado. Así que hemos de ser muy creativos para inventar nuevos caminos de relación que permitan profundizar en el conocimiento mutuo a las parejas homosexuales, de manera que pueda darse el discernimiento de si ésta o aquélla es la persona que quieren para compartir su vida.
Ya dije que es mi convicción que el amor y la responsabilidad son los valores que deben regir las relaciones entre personas que deciden formar pareja y vivir juntas. ¿Cómo ir encarnando estos valores en la vida diaria de una persona homosexual? Hay algunas características de una relación interpersonal, en una concepción cristiana que hemos ido descubriendo y afinando a lo largo de los siglos, que me parece importante señalar. Son las que yo comparto a cualquier gay o lesbiana que busca mi opinión como ministro religioso.
Lo primero es buscar un nivel alto de personalización en la relación. Para ninguna orientación sexual es recomendable una relación sexual de anonimato o de cosificación. El don de la sexualidad, que de Dios hemos recibido, implica responsabilidades. Hay que construir una relación verdaderamente humana, lo que implica conocimiento, amistad, respeto, comprensión, todo ello en el marco de una progresión propia del desarrollo sano de los afectos. Entiendo que esto pueda parecer un esfuerzo muy grande para quien se ha acostumbrado a ligar, llevar a la cama y despedirse definitivamente de la persona con la que se acostó, todo en el marco de una misma noche o de una visita a la discoteca. Sin embargo, creo que en el marco de la opción cristiana, hay que dar lugar a un encuentro entre personas, a un proceso de conocimiento y de interacción que permitan formar parejas sanas, estables, duraderas.
Un segundo elemento de una sexualidad vivida en el marco de la opción cristiana es el de la estabilidad y la fidelidad mutuas. Aunque habrá que ser creativos en la generación de una moral cristiana gay, sin que ésta tenga que identificarse necesariamente con una copia del modelo de relación heterosexual, sí creo que la intención de formar una pareja estable y permanente forma parte de lo que hoy entendemos por relación humana y equitativa. Conozco muchas parejas de gays y lesbianas que intentan seria y serenamente, construir esta comunidad de vida en la que se comparte lo que se es y lo que se tiene con la persona que se elige para vivir juntos.
Un tercer y último elemento, es la apertura a los demás. Este es el aspecto de fecundidad que no debe omitirse en una pareja gay. Una pareja auténticamente cristiana no es la que vive mirándose a los ojos, en una contemplación mutua, sino aquellas dos personas que saben mirar juntas en una misma dirección. Las parejas gays y lesbianas, como las parejas heterosexuales que quieren vivir el ideal cristiano, tienen que tener puntos de referencia fuera de la intimidad de la pareja, unirse juntos a causas que favorezcan la humanización de las personas, la transformación de las actuales situaciones de injusticia, miseria y violencia que privan en el país.
En el conjunto del mensaje evangélico queda claro que si existe una buena noticia que Jesús viene a traernos es la de que Dios nos ama a todos y a todas sin distinción y nos llama a vivir de acuerdo a la dignidad de hijos e hijas suyas que hemos recibido y a ser colaboradores en la construcción de su reino. Ninguna condición de vida parece ser un obstáculo para realizar en nuestra vida este ideal. Hay solamente una cosa contra la cual Jesús se mostró intransigente: la hipocresía y la manipulación de la religión cuando se utiliza para esclavizar a las personas en lugar de hacerlas libres. Creo que esto es válido para todas las personas, independientemente de su orientación sexual”.
Hasta aquí algunos párrafos de mi intervención. Sirvan de emocionado, dolorido “In memoriam” para Quetzalcóatl y Octavio.
1. El dilema de Benjamín
Siente la piel rugosa de la mano de su madre. Se aferra más a ella conforme el camino se va haciendo más pedregoso. Van camino a la casa de los padres de ella. Aunque sólo tiene 11 años, Benjamín ya entiende muchas cosas; pero siempre se pregunta por qué le habrá tocado vivir en una tierra tan llena de piedras, tan seca y estéril.
Le gusta ir así, de la mano de su madre. Se imagina que es todavía un niñito de 5 años que no tiene nada de qué preocuparse. Le gustan esos pensamientos. Así, no tendría que oír a su papá, o al que hasta hace poco tiempo creía que era su papá, diciéndole: “Benjamín, anda a jalar agua en el pozo”; “Benjamín vamos a chapear a la milpa”; “Benjamín, ayuda a tu mamá a llevar el nixtamal al molino”; “Benjamín… Benjamín…” puro trabajo y trabajo. Cuando tenía cinco años, en cambio, sólo pensaba uno en jugar a las canicas, o en salir a pescar mariposas con un chilib bien delgadito, o en irse a bañar a escondidas al cenote.
Benjamín quisiera ser un niño de cinco años, además, porque así no sabría quién es su verdadero padre. No sabe por qué aquella tarde en la iglesia se hizo tanto silencio y pudo él escuchar a su mamá confesándose con el Padre Pedrito. Ella le decía llorando que su marido la celaba, que cuando se emborrachaba le pegaba recordándole que Benjamín no era su hijo, que le gritaba que estaba arrepentido de haberla recogido cuando ya estaba embarazada… Algo saltó en el pecho de Benjamín cuando su madre dijo al fin: “pero qué culpa me tengo yo, padrecito, de que mi propio padre me haya desgraciado a los 15 años. ¡Cómo iba yo a decirle a mi esposo que estaba esperando un hijo de mi papá cuando él me propuso escaparme por la noche para irme a vivir con él! ¡Cómo iba a hacerlo si tenía tanto miedo…”
La mano de Eduviges está sudando. Benjamín saca un pañuelo rojo del bolsillo trasero de su pantalón y le limpia la mano a su madre. ¿Por qué sudas? le pregunta. La mamá sólo alcanza a contestar: “son los recuerdos, hijo, son los recuerdos”. Benjamín todavía no decide cómo llamará a su abuelo cuando lo vea.
2. La culpa de Sagrada
Va corriendo hacia la iglesia. Por el camino, la gente la saluda: “Buenas tardes, Sagrada”, “Adiós, Doña Sagrada” y, hasta los niños corean “Tardes, mam” cuando ella pasa. Pero Sagrada no piensa ni siquiera en contestar. Tiene prisa y debe llegar a la iglesia antes que el padrecito salga de viaje a alguna de las haciendas que visita por las tardes.
El vestido de Sagrada es albo y raído, ancho como todos los hipiles, y parece flotar encima de su delgadez. Tercia el rebozo sobre el hombro izquierdo, mientras quisiera correr para alcanzar más pronto la iglesia. Un sudor frío corre por su frente y por la parte trasera de su cuello, convirtiéndose en gruesas gotas allí donde comienza el complicado zorongo que suelen hacerse las mestizas yucatecas.
Oye resonar su nombre en los saludos que le dirigen mientras camina, y siente que le gusta. Nadie más se llama como ella en el pueblo. Sus padres le pusieron el nombre que traía el calendario el día en que ella nació, “para que el santo no se ofenda”. El asunto es que Sagrada nació un domingo de diciembre que venía marcado en el calendario como día de la Sagrada Familia. Sus padres preguntaron al señor de enfrente, que sí sabía leer, qué nombre había traído la niña. Don Jacinto, que así se llamaba el vecino, leyó con mucho trabajo: “Sssagraaada Fffaammmiilia”. El encargado del registro civil ni siquiera pestañó: estaba acostumbrado a nombres aun más raros en el pueblo. Los padres salieron felices del local del registro con un papel que señalaba que la niña recién nacida se llamaba Sagrada Familia Pech Xool. A Sagrada le gustaba su nombre, sí señor.
Sagrada es muy apreciada en el pueblo. “Le tocó mala suerte”, suelen decir las otras mujeres cuando piensan que Sagrada fue una mujer muy bonita y tuvo muchos pretendientes.
Los problemas comenzaron para ella cuando, a la edad de 15 años, comenzó a pretenderla Celedonio. Celín, como todos lo llamaban, era un hermoso ejemplar de varón maya: hombros anchos, piernas delgadas, brazos fornidos y manos de ordinarios nudos y callos. Celín era bueno y trabajador, hasta que comenzó a juntarse con los muchachos del mercado. Allí Celín aprendió a tomar y a quedarse tirado por las noches, mientras su mamá vagaba con lágrimas en los ojos por las calles del centro, buscando a su hijo. Y es que Celín, a veces, le daba a su mamá sus buenos sustos. Una vez, borracho, Celín se subió a una moto. Quién sabe quién se la prestaría. El caso es que no pudo controlarla y se enganchó con un camión repartidor de pan Bimbo. Nadie puede explicarse hasta hoy qué fue lo que pasó, pero Celín fue arrastrado por varias calles sin que el chofer del camión se diera cuenta. El resultado: muchas costillas rotas y una cicatriz en la sien derecha, que se pierde dentro de sus cabellos.
Cuando empezó a enamorar a Sagrada, Celín pareció cambiar un poco, pero era sólo calentura de enamorado. Lo malo fue que Sagrada supo desde el principio que su suerte era casarse con Celín. Ya vislumbraba lo mucho que sufriría, pero hay cosas de la vida que uno no entiende, y el cariño que sentía por Celín era una de ellas.
Sagrada no tardó en tener los tres hijos, dos niñas y un varón, que Dios le dio. Celín volvió a las andadas y, después de trabajar duro como albañil en Mérida, llegaba al pueblo en el fin de semana para gastarse en la cantina todo lo que había ganado. Estirando y aflojando, Sagrada administraba lo poco que el trago le dejaba. Tuvo que comenzar a trabajar para vestir a sus hijos, porque lo que la borrachera de Celín dejaba, apenas si le alcanzaba para mal comer. Así que Sagrada torteaba ajeno. Para eso tenía muy buena mano, y muchas señoras del pueblo le encargaban sus tortillas, parte para ahorrarse el trabajo, parte para ayudar a Sagrada a sacar lo suficiente para su diario.
Ahora que, presurosa, Sagrada toma el caminito que conduce a la plaza principal y a la iglesia del pueblo, se pone a pensar que tiene ya 26 años de casada. La hija mayor se casó y tiene un hijo. Se fue detrás de un hombre cuando ya estaba embarazada y vive en otro pueblo; solamente una vez ha venido a visitarla y le trajo a Benjamín, el nieto que Sagrada adora. Su único varón trabaja de albañil para ayudarla con los gastos de la casa, y Margarita, la hija más chica, estudia por las mañanas y sale por las tardes para ofrecer panuchos y unas deliciosas cremitas que Sagrada aprendió a hacer cuando vinieron las señoras del DIF a dar clases de repostería al palacio municipal.
Celín no cambió nunca. Sagrada tuvo solamente tres hijos porque, un día, decidió negarse a soportar a Celín que, con aliento de borracho, venía de la calle necesitado de mujer. Celín le pegó, pero ella no cedió esa noche. Al día siguiente, cuando Celín, ya en sí, desayunaba, Sagrada le dijo que no volviera a intentarlo nunca, porque era capaz de matarlo. Celín le dijo que estaba loca, pero no pudo evitar ver la decisión casi asesina que brilló por un momento en los ojos de Sagrada. Se lanzó todavía más al vicio y se ganó a pulso el odio y el desprecio de Sagrada, pero nunca más trató de tocarla por las noches.
No eran pocas las veces en que Celín terminaba durmiendo en las calles con una botella vacía entre las manos. Al principio, Sagrada y su hijo varón iban por él para traerlo a dormir a la casa, pero dejaron de hacerlo aquella noche en que Celín, delante de todos los hijos, le pegó con saña a su mamá y destrozó las puertas de un estante viejo donde todos guardaban la ropa limpia. Desde esa noche, Celín supo que amanecería en el mismo lugar donde su borrachera lo hubiera llevado: un parque público, la puerta de la iglesia, o el calabozo del palacio municipal. Se acabaron los hijos obedientes y la esposa abnegada que lo recogía a deshoras para llevarlo a dormir a una hamaca fresca y acogedora.
Sagrada siente que le duelen las pantorrillas. Está acostumbrada a caminar mucho, pero hoy siente como si el cansancio le cayera como una cubeta de agua hirviendo desde la cabeza hasta los pies. Siente su cuello húmedo por el sudor y se lo limpia con el rebozo. La iglesia ya no está lejos, y ella, para poder venir a avisar al padrecito, ha dejado a Margarita encomendada con la hija mayor que, ¡cómo son las casualidades!, después de mucho tiempo había llegado con Benjamín para visitarla. Sagrada no siente culpa por lo que acaba de pasar, pero quisiera confesarse con el padrecito para arrancarse del corazón este odio por Celín.
Cómo ráfaga de viento en febrero, los recuerdos inmediatos se agolpan en la cabeza de Sagrada. Esa mañana se levantó como todos los días; preparó el chocolate de sus hijos y los despidió en la puerta mientras salían, su hijo mayor para el trabajo en la obra de construcción, Margarita para la escuela. Entró después a preparar la candela en el patio, para cumplir con sus encargos de tortillas. Celín no se había aparecido en toda la noche. Era lunes, y solía prolongar la borrachera de fin de semana hasta este día, perdiendo una jornada de trabajo y, claro, ganando menos. Sagrada seca sus lágrimas mientras se sienta delante de la leña que encenderá. No sabe por qué le ha tocado tan mala suerte, si ella ha sido siempre muy respetuosa de todos y muy pegada a la iglesia y a los rezos.
En eso está pensando cuando ve entrar por la puerta a Celín. Está borracho. Pide algo de comer, y Sagrada le sirve una taza de chocolate. No sabe qué siente hacia Celín, si odio, compasión o rabia. Vuelve al patio trasero para encender la candela. Celín comienza a gritar cosas incoherentes, que Sagrada no quiere oír. Por ello entra de nuevo a la casa y le tiende una hamaca para que se duerma y la deje en paz.
Celín ahora está reclinado sobre la mesa de la cocina y llora desesperadamente. Dice que quiere morirse y que su vida es una mierda; que un día de éstos se matará. Sagrada lo ayuda a acostarse en la hamaca, mientras siente, con repugnancia, el hedor a licor barato que despide el cuerpo de Celín. Sagrada quisiera también que todo esto terminase; no sabe qué hacer con un marido borracho y dos hijos que sostener. Maldice su suerte mientras coloca los pies de Celín dentro de la hamaca y le ruega a Dios que acabe con todo esto pronto.
Encendida ya la candela, Sagrada debe salir a asegurar sus encargos de tortillas. Celín está en la hamaca sollozando. Si no me voy ahorita, no alcanzo a terminar con el quehacer, piensa Sagrada. Le parece oír el inicio de los fuertes ronquidos de Celín. Toma su rebozo y se va a recorrer las calles para asegurar los encargos: dos kilos para Ana María, un kilo para Martina, tres cuartos para Doña Urbana…
Cuando Sagrada llega a su casa encuentra a dos niños vecinos en la puerta. Tienen los ojos exageradamente abiertos y se van corriendo cuando Sagrada les pregunta qué es lo que están haciendo allí parados. Una nube oscurece el cielo de manera imprevista. Es febrero loco, piensa Sagrada. Cuando atraviesa el umbral de la modesta casa de paja, Sagrada no entiende lo que ve: su marido está como arrodillado en la pared; cuelga de un cinturón amarrado del palo que sostiene el techo y que atraviesa a todo lo largo la estancia, en esa original manera que tienen los indígenas mayas para hacer sus casas. Celín tiene la lengua de fuera y parece ya no respirar. Sagrada se acerca al cuerpo del marido ahorcado y se para delante de él en unos segundos que parecen años. Cuando comienza a soltar la amarra del cinturón para dejar caer pesadamente el cuerpo del Celín, Sagrada no puede evitar pensar en su oración de unas horas antes: ¿es Dios el que, por fin, le está poniendo remedio a tanto sufrimiento? ¿Podrá ahora descansar del borracho impertinente?
El rostro de Celín tiene la lengua de fuera. Sagrada grita para que la oigan los vecinos y, rápidamente, éstos vienen en su auxilio. El hijo de Don Jacinto trae un bejuco blanco del monte. Debe golpearse el cuerpo moribundo de un ahorcado para sacar del él al demonio que lo jaló de la soga cuando se colgó. “Pobre Sagrada”, dicen las señoras mientras preparan la mortaja y salen a comprar café y galletas para el velorio, “ni siquiera va a poder llevar a su difunto a la iglesia, porque está prohibido meter a los ahorcados en el templo… tendrá que enterrarlo boca abajo para que el difunto no vea la cara de Dios, ni se burle de él… habrá que enterrarlo fuera de los muros del cementerio…”
Pero Sagrada no piensa en eso. Angustiada deja a Margarita, que ya ha regresado de la escuela, para que los consuele su abuela. Al salir se cruza con Eduviges y Benjamín, que han llegado a visitarla. Sagrada no tiene tiempo ni para abrazarlos. Quiere correr a la iglesia antes que el padrecito se vaya a la hacienda. Ya son casi las cuatro de la tarde y él regresará del viaje hasta la noche. Pero Sagrada no quiere, no puede esperar. Los vecinos piensan que va a pedir, a suplicarle al padre que venga a rezar o a dar los santos óleos o a pedir que haga una misa para el difunto; “no lo logrará”, dicen, “en eso la iglesia no cede”. Pero Sagrada lo que quiere es confesarse, contarle al padrecito que su oración mató a Celín. Mientras camina sudorosa va pensando la confesión: “es cierto que lo odiaba, que hasta llegué a desear su muerte, que era un irresponsable que lo único que me dejó fue cuatro hijos y un montón de sufrimientos, pero yo no quería que muriera así… hay tantos borrachos que se mueren del hígado o de una congestión…, pero yo le supliqué a Dios que todo esto se acabara, y ahora no sé cómo voy a vivir con esta culpa”.
Casi corriendo, Sagrada sube las escaleras que conducen a la oficina parroquial. El padre parece estar esperándola. La abraza con cariño y le dice que acaba de enterarse, que no se preocupe, que no va a haber misa de cuerpo presente, porque no se puede, pero que él mismo irá a la casa a hacerle una oración especial al difunto o a ponerle los santos óleos si es que lo alcanza aún vivo. Sagrada se sacude sollozando en los brazos del padre. “Eso será después. Yo lo que quiero ahorita es confesarme con usted, padrecito… es cierto que lo odiaba, que hasta llegué a desear su muerte, que era un irresponsable que lo único que me dejó fue cuatro hijos y un montón de sufrimientos…”
3. La despedida de Celín
No sabe si tiene los ojos abiertos o cerrados; sin embargo, ve con toda claridad las cosas y las personas que lo rodean. El ajetreo del exterior no perturba en absoluto la paz que siente en este momento. Es como si hubiera dejado en la puerta de la estancia todos sus problemas y ahora se siente ligero, como flotando. Mira su propio cuerpo tendido y escucha los sollozos de su esposa que le agarra con fuerza la mano derecha. En medio de una tranquilidad soñolienta, descubre el ritmo agitado de su respiración, como si fuera otra persona la que inhalara y exhalara el oxígeno que todavía siente entrar por sus narices.
En la casa hay una discusión. Se trata de si se trae al padre de la iglesia o no. La abuela materna dice con vehemencia que, aunque el enfermo no haya nunca manifestado su deseo de confesarse, debe traérsele al Padre. Es un acto de caridad cristiana, dice sollozando. La hija menor la corta en seco: pero abuelita, ¿qué caso tiene si mi papá nunca se acercó a la iglesia, ni profesó ninguna religión? ¿No te das cuenta que lo acabamos de bajar del techo? ¡Es un ahorcado, abuela, es un ahorcado! La abuela no deja de llorar y se suena las narices ruidosamente. Sagrada su esposa, toma el rebozo y sale corriendo hacia la iglesia.
Celín mira el pleito con una cierta diversión. Piensa que Margarita, su hija, debiera dejar hacer a la abuela, al fin que si llamar al padre es inútil para el moribundo -y ahora Celín descubre que sí lo es- sin embargo, es piadoso para las almas atribuladas como la de la abuela.
En fin, que como en un telón del Teatro Peón Contreras, una escena cae sobre otra. Todavía Celín no sabe si ha pasado mucho tiempo o la realidad es toda simultánea. El caso es que delante de él ya está el Padre, diciendo unos extraños rezos y exhalando un olor desagradable a cebolla consumida. ¿Será que los moribundos tienen más y mejor sentido del olfato que los sanos? Celín podría describir la atmósfera solamente por los olores: la vela bendita, la alhucema, el ajo de la comida, el perfume barato de la abuela y, ahora, la cebolla que el padre debe haberse tragado una media hora antes.
De pronto, el padre se le acerca al oído. Con voz fuerte le grita: “¡Celín, arrepiéntete de tus pecados!”. El moribundo no hace ninguna mueca, ningún movimiento. En realidad, Celín no siente otra cosa que una pequeña comezón en el cuello. El padre continúa con sus rezos a medio pronunciar y el olor a cebolla no deja de molestar el fino olfato de Celín. Llegan a su recuerdo, en esa placidez cercana a la muerte, algunos rostros que ahora le parecen lejanos: Eduviges, su hija mayor, vestida de novia el día de su boda, Sagrada, joven y hermosa, vestida de gala para la vaquería, la lágrima que rueda por la mejilla de su único hijo varón mientras éste recoge a su padre de la calle, borracho como siempre… Es extraño, pero Celín no puede llorar ni tampoco podría carcajearse. Pareciera como si esta tranquilidad que lo desliza hacia la tumba suprimiera todo tipo de sentimientos fuertes para dejar paso a una indolencia que no deja de desagradarle. El sacerdote continúa con sus rezos, mientras unge la frente del enfermo con aceite rancio. Los ojos de Celín parecen llenarse de vacío.
La familia se ve muy unida. Todos se toman de las manos para consolarse mutuamente. Celín trata en vano de recordar otra ocasión en la que él hubiera visto tan conmovida a la familia. Lo sorprende descubrir la presencia de Eduviges y de un niño al que no alcanza a reconocer. Le parece, salva sea la diferencia, igual al momento en que la familia se pone toda juntita para la foto, en una fiesta de quinceaños. Sólo que aquí el quinceañero tiene ya casi sesenta, acaban de descolgarlo del techo de la casa, y está ahora muriéndose en la hamaca.
De pronto, Celín siente unas ganas irrefrenables de ponerse en pie y de irse. Lo logra con un poco de esfuerzo. Atrás deja a su mujer, con el rencor contenido, cerrándole los ojos a un cadáver. El padre, con su olor a cebolla, ya se ha marchado. Sobre sus espaldas, al marcharse, Celín siente la interrogante mirada de Benjamín, ese niño que él no sabe que es su nieto. Celín recuerda, en la última ráfaga de memoria que le queda, que no alcanzó a confesarse. Pero no le interesa ya… en verdad, nunca le interesó.
Empujada desde diferentes frentes y con el rostro de los muchos dolores que embargan a las y los habitantes de este país y los nombres de aquellos y aquellas que han muerto, segadas sus vidas antes de tiempo por la violencia que proviene de los dos bandos en guerra, la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad llegó al Zócalo de la ciudad de México y a una buena parte de las Plazas de las principales ciudades del país.
Era difícil que una marcha silenciosa fuera cooptada por partidos e ideologías variopintas. No dejó de haber, sin embargo, sus intentos. En la mayor parte de los casos, la limpidez del origen ciudadano y el dolor que nos convocó a los que decidimos participar hizo que la marcha saliera a flote sin que ningún grupo pudiera medrar políticamente con ella.
¿Podrán las y los políticos que nos gobiernan, aquellos que dirigen los partidos políticos, los que comandan las distintas secretarías, escuchar el clamor que se ha despertado a lo largo y a lo ancho de todo el territorio nacional, ese clamor que quiere ser minimizado por los monopolios de información electrónica, pero que –usando bíblicas palabras– clama al cielo?
Como dijera Javier Sicilia, el dolorido convocante, quizá sea ésta la última oportunidad que tengamos para revertir el sinsentido en el que se ha convertido este país, para callar los sainetes partidistas que apuntan a una elección que no será otra cosa sino –Sicilia dixit– las elecciones de la ignominia. ¿Qué habría que hacer? nos espetan a la cara quienes nos acusan de marchar “sin propuestas”. Una única verdad va saliendo a flote: no importa si los marchantes sabemos o no qué es lo que toca hacer, importa que quienes están en el gobierno no lo saben. Y eso es justamente lo peligroso, porque ha llevado la situación al extremo insostenible en el que nos encontramos.
Una enorme paciencia histórica parece estar llegando a su fin. La mayor sorpresa de la marcha fue detenernos en varios lugares, en Mérida cinco lugares, para ser precisos, y experimentar el horror de que no se nos acabaran los nombres de nuestros muertos. Desgranados con ternura, con delicadeza, casi en un susurro lastimero, fueron sonando los nombres de los 49 niños asesinados de la guardería ABC de Hermosillo, los nombres de los mineros de Pasta de Conchos, los de los migrantes secuestrados y asesinados, los de los jóvenes civiles que fueron sorprendidos por las balas al salir de su casa, del centro de diversión o de su escuela, los nombres de las y los activistas de derechos humanos que osaron confrontar a las autoridades y levantar la voz contra la complicidad de las autoridades. Todos estos muertos, nuestros muertos, fueron víctimas de delincuentes: de aquellos que delinquen desde las bandas ilegales y de aquellos otros que delinquen amparados en la impunidad que les otorga un cargo público.
Causa espanto pensar en los cientos, miles de personas a quienes ni siquiera podemos nombrar, porque sus cadáveres no fueron nunca identificados y yacen en alguna fosa oculta o en un sepulcro común. Quien defienda acríticamente la estrategia que sigue la Presidencia para combatir el crimen organizado, que vaya a argumentarla a los oídos de los padres y madres que han quedado con los brazos vacíos de hijos, a la casa de las familias de los niños calcinados en Sonora, a los transeúntes que no pueden ya salir a las carreteras con la seguridad de que retornarán sanos y salvos a su casa.
La distancia entre el sentir de los ciudadanos y ciudadanas y los intereses y la retórica gubernamentales, parece infinito. Quiera Dios que esta multitudinaria manifestación nacional siente las bases de un pacto nacional que nos permita comenzar a reconstruir el tejido social roto y a convertir este girón del planeta, por fin, en una casa donde quepamos todas y todos.
La semana pasada compartí una serie de reflexiones y trabajos con muchos mexicanos y mexicanas que viven en los Estados Unidos. Fui invitado por la parroquia claretiana ‘Nuestra Señora de Guadalupe’, de Chicago, a unas jornadas de reflexión pascual cuyo tema fue el desarrollo de las primeras comunidades cristianas, tal como vienen reflejadas en el Nuevo Testamento.
Después de estudiar los diferentes modelos de experiencia cristiana que pueden reconocerse en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en las cartas neotestamentarias (comunidades judeocristianas, helenistas, juánicas, paulinas, etc.), y acompañados de los resultados más relevantes de los especialistas en el campo, particularmente de Rafael Aguirre, conversamos acerca de lo que hemos hecho con esa preciosa herencia en nuestras iglesias actuales.
Un primer elemento es que la tesis paulina de Gal 3,28 es la manifestación de aquello que le da esencia y unidad a los cristianismos primitivos. Es una tesis que sirve de fundamento a la función integradora de las comunidades cristianas. Es la versión radical de una estructura fundamental común a los diferentes cristianismos primitivos: los círculos joánicos, las comunidades judeocristianas palestinas y helenistas y el pagano cristianismo.
La primera tesis (ni judío, ni griego), determina una capacidad de integración étnica, la inculturación. La segunda tesis (ni esclavo, ni libre) muestra la capacidad de integración social del cristianismo que hace de la pertenencia a Cristo, base de la fraternidad universal. La tercera tesis (ni hombre, ni mujer) muestra la integración emancipadora del cristianismo, que reparte funciones y hace una reflexión ética que reconoce a todo ser humano un mismo estatuto antropológico de igualdad.
El bautismo, como decisión de situar la existencia bajo el señorío de Jesús, presupone una elección personal que implica una nueva conciencia individual. Cada creyente es ciudadano de una patria de la que sólo Jesús es el salvador y que vive dispersa en comunidades. Estas comunidades ofrecen a las personas disonantes, de estatuto incierto, la posibilidad de una nueva identidad en la que nos reconocemos como hermanos y hermanas. Las clases sociales inferiores tienen acceso a las elites en las comunidades domésticas, porque las relaciones de clase se redefinen a la luz de la hermandad fundamental, para ser abolidas. Aunque hay jerarquías y funciones sociales dentro de la comunidad, están sometidas al principio crítico de que todos son servidores de un mismo Dios, y han de reconocerse como hermanos y hermanas.
Un segundo elemento fue analizar las tensiones que aparecen entre los diferentes modelos de cristianismo. Notamos que el surgimiento de tensiones se debe en parte a que muchos comportamientos sociales interiorizados entran en competencia con las nuevas reglas comunitarias: libres que quieren que los esclavos lo sigan siendo, judíos y paganos que esperan que los “otros” se porten distintos de lo que son. Además, las tensiones se agravan cuando, interiorizadas ya las nuevas reglas cristianas de comportamiento, entran en colisión con los modelos de comportamiento en vigor en la sociedad: mujeres y esclavos que son tratados de una manera en las comunidades y después regresan al trato que tenían antes. Ante estas tensiones hay distintos tipos de respuestas: la búsqueda de soluciones dependerá de las circunstancias de cada comunidad: en el judeocristianismo se valora, por ejemplo, a los pobres y pequeños (Mateo y Santiago), mientras que en el pagano cristianismo se defiende el punto de vista de los dueños de las casas (tablas domésticas en Colosenses, Efesios, Timoteo y Tito).
Las decisiones éticas se van adoptando de acuerdo con los valores propios de las comunidades implicadas y van modelando sus relaciones con el exterior. Así, el cristianismo postpaulino de los Hechos y las cartas pastorales trata de combinar dos aspiraciones: la fidelidad a los valores del cristianismo, y el reconocimiento del cristianismo por la sociedad exterior. Por eso los cristianos han de ser hombres y mujeres mejores, esclavos mejores, mejores ciudadanos.
El judeocristianismo helenístico de Mateo y la carta de Santiago, en cambio, defienden a las clases inferiores. El comportamiento resultante es el de un movimiento alternativo que se desmarca críticamente de los modelos sociales vigentes y se opone a su sistema de valores. El cristianismo joánico, por último, implantado en círculos marginales de la sinagoga y en las clases altas paganas, se distancia de los problemas políticos y económicos, aunque cuidan la solidaridad entre los miembros de la comunidad.
Un tercer elemento es la importancia del diálogo. Tratar de reducir la diversidad de los cristianismos primitivos a un denominador común, es una empresa contraria a la realidad histórica porque la diversidad es un elemento constitutivo de los primeros movimientos cristianos. Aunque todos los movimientos primitivos hacen referencia a la persona de Jesús y a su mensaje, toman diferentes trayectorias. Hay, desde antiguo, la tendencia a la uniformidad: se busca la unidad para no dar ocasión de persecución, para evitar cuestionamientos a definiciones de la confesión de fe cristiana que debe ser definida y defendida.
Pero la fe cristiana no se define, fundamentalmente, por un sistema de proposiciones teológicas infalibles que pueda transmitirse, sino por la recepción del evangelio por parte de personas que reconocen la autoridad del mensaje de Jesús e interpretan su propia existencia (de las personas) a partir de este mensaje. Por eso no puede lograrse la unidad más que a través de un diálogo abierto, que mantenga en discusión constante a los movimientos que encuentran su referencia en alguno de los cristianismos antiguos (no sólo los que fueron canonizados por la gran iglesia), de manera que se busque la verdad entre todos y se reconozca la diversidad, no como competencia de poder, sino como compañeros de una discusión que busca encarnar el evangelio a las circunstancias concretas. El resultado de este diálogo, desde luego, será siempre provisional. Esa es una de las marcas de nuestra humana y limitada comprensión del mensaje y la persona de Jesucristo.
Un cuarto elemento es la relación dialéctica que ha de establecerse entre la iglesia y el Reino de Dios. El proyecto de Jesús, es el reinado de Dios. Jesús lo acepta y lo encarna en su existencia humana de manera plena. Hoy todos estamos de acuerdo en que el Reino de Dios es el centro de la proclamación de Jesús y lo que explica su actuación y su itinerario vital. Dios lleva adelante el reino comenzado por Jesús, porque tal reino tiene una dinámica que sobrepasa al Jesús histórico y abarca a toda la historia y a toda la humanidad. Y la cercanía de Dios (la llegada del Reino) implica plenitud humana (curaciones, liberaciones) y se traduce en una experiencia de libertad, de amor y fraternidad. Al servicio de este proceso de humanización plena está la iglesia. La iglesia no existe sino para acoger, difundir y hacer presente el Reinado de Dios en el mundo. La existencia de Jesús, su mensaje, es el punto de referencia obligado y privilegiado para cualquier experiencia de la iglesia de cualquier época.
Si el servicio al Reino de Dios es el criterio último que debe guiar a la iglesia, y el punto de referencia para el discernimiento de sus opciones, entonces el reto mayor es que sus medios institucionales estén al servicio de este fin y no al revés. La iglesia al servicio del Reino y no viceversa. La iglesia, para decirlo con palabras de Rafael Aguirre, “no se justifica por la mera existencia de unos determinados elementos estructurales, sino, ante todo, por la capacidad de expresar socialmente, mediante su vida comunitaria, la novedad del Reino de Dios, su capacidad de humanización y de innovación histórica”.
Un quinto elemento, finalmente, es la tensión entre carisma e institución. Siempre ha habido en la historia de las comunidades cristianas de los diferentes tiempos, y los cristianismos primitivos no son la excepción, tensiones entre diversas tendencias. Para quien no relativiza a la iglesia poniéndola siempre en referencia al Reino de Dios, las disensiones son causa de sobresalto y de angustia. La unidad de la iglesia, su monolitismo dogmático y moral se convierten en su única razón de existir, por lo que se crean nuevas inquisiciones.
Para quien, en cambio, se esfuerza por leer la historia de la iglesia con ojos de Reino, los grandes movimientos de protesta dentro de la iglesia (comunidades joánicas en la antigüedad, o franciscanismo en la edad media, o teología de la liberación en el siglo XX) son reivindicaciones del Espíritu que no cesa de mantener la semilla de la libertad y la pluralidad dentro de la comunidad cristiana. La tensión entre ortodoxia y profetismo, entre apertura y cerrazón, entre prudencia y audacia, es sana para las comunidades, siempre que se creen y se recreen espacios de diálogo y vehículos de comunicación intercomunitaria que renuncien a la descalificación y a la imposición autoritaria.
Aunque hay, en el fondo de las diversidades, una coherencia en el proceso de adaptación del mensaje cristiano a los requerimientos de las distintas épocas, también es cierto que soluciones pertinentes para un tiempo se revelan como inconvenientes para otro. Bastaría ver la posición de los cristianos ante el poder en las diferentes épocas de los cristianismos primitivos o de las sucesivas épocas históricas de la iglesia. Tratar de legitimar las actuales estructuras de organización (patriarcal y autoritaria) de la iglesia recurriendo a argumentos etiológicos en Jesús no es correcto. El margen de lo históricamente modificable en lo que toca a la esencia de la experiencia cristiana, es mayor de lo que con frecuencia se quiere aceptar. La iglesia, como estructura humana, tiene el peligro de revestir con una peculiar legitimación religiosa la tendencia de toda institución humana a la permanencia de sus formas. Si es cierto que Jesús y su predicación del Reino son el punto de referencia inexcusable para la iglesia, entonces hay que aceptar que la pregunta correcta no es si Jesús fundó o no fundó esta iglesia, sino cómo tiene que ser la iglesia si quiere estar fundada en Jesús.
Sé que estas notas no reflejan el ambiente vital y participativo del centenar de entusiastas participantes hispanos en las jornadas pascuales, pero pueden servir para que los pacientes lectores y lectoras de esta columna tengan noticia de lo que ahí conversamos durante la octava de pascua.
Colofón: El próximo domingo 8, a las cinco de la tarde, partirá del comienzo del Paseo de Montejo la marcha silenciosa por la justicia y contra la impunidad, convocada por Javier Sicilia a escala nacional. Ahí nos vemos.
¿Cómo cantar resurrección mientras navegamos en ríos de sangre? ¿Cómo gritar esta buena noticia a unos padres que han perdido a su hijo en una balacera? ¿O a la muchacha de Juárez que salió para no volver? ¿O al migrante guatemalteco que fue secuestrado? ¿Con qué palabras, dígame usted, consolar a la chiquilla que perdió al hermano? ¿Quién admirará el póster pegado en la puerta de la alcoba del joven que es hoy un cadáver, tan solo un “daño colateral” para quienes llevan adelante esta guerra de imbéciles? ¿Quién hará sonar esa guitarra llena de pegostes o tamborileará la batería que solía amenazar las tardes de siesta del vecindario?
¡Ay, qué dura la cruz de este país en ruinas! ¡Qué desoladas sus callejuelas! ¡Qué huérfanos sus habitantes!
Por eso en esta pascua, hoy más que nunca, deslizo este susurro a los oídos de Javier Sicilia: ¡Cristo ha resucitado, compañero! La muerte de Juanelo es semilla sembrada, promesa de redención, oportunidad preciosa de reconstruir la casa, milagrosa potencia que ha de desplegar sus alas el ocho de mayo y sus posteriores secuelas.
En este país, mi querido Javier, todos estamos de vuelta: vamos cada cual a su Emaús después de haber renunciado a la esperanza. Mientras atravesamos las ciudades llenas de cadáveres nos decimos unos a otros, como exiliados de nuestro propio sueño, que todo está perdido, que Aquél que colgaba del madero fue vencido por los poderosos, derrotado por los gobiernos corruptos y corruptores, que no hay quien pueda parar este correr de la sangre, que es mejor alejarnos, dejar el país, buscar otros rumbos, que el corazón de la patria está irremediablemente podrido…
Pero el Resucitado sale hoy al encuentro de los que caminan huérfanos de esperanza. Sale a encontrarte en Cuernavaca, a ti que convocaste a devolverle la dignidad a nuestra patria. Sale a acompañar a los migrantes centroamericanos, y sube con ellos al tren de la muerte en Tenosique. El peregrino del Reino pasa por cada pueblo, por cada ranchería, y come en la mesa de quienes apenas si tienen para dos tortillas. El caminante resucitado atraviesa Chiapas y encuentra allí cientos de pies del color de la tierra que construyen y pisan ya nuevos caminos. Y la esperanza comienza a florecer en todos los rincones. Y podemos ver al Maestro, si tenemos los ojos limpios, al lado de las familias de los mineros de Pasta de Conchos, abriendo surcos en paz en Tamaulipas, reconstituyendo el tejido social en Ciudad Juárez.
A la luz de la resurrección, el hartazgo es el inicio de una nueva era. Yo les anuncio, hermanos y hermanas todos, que este país es más grande, infinitamente más grande, que la mezquindad de quienes lo gobiernan. Que la medida de su grandeza no es ese burdo espectáculo al que llaman política, de tan mala manufactura, ni la ostentación obscena de quienes acaparan espectadores ante las pantallas de televisión para monopolizar después gobiernos y prebendas.
No señor. La grandeza de este país, como bien supieron entender los peregrinos de Emaús, se encuentra ahí donde se puede compartir el pan en la mesa de la igualdad, donde se construye una convivencia que reconoce al poder solamente si se identifica con servicio, donde se recrea una iglesia a contracorriente de quienes, con báculo y mitra, pretenden apagar el Espíritu, donde hay un pastor, aunque sea uno solo, que abraza a los desheredados todos con espíritu evangélico y sin prejuicios discriminatorios, donde se construyen alternativas al consumismo depredador que ha devastado el planeta, donde se predica y se practica la igualdad de género, donde el sufrimiento nos ha servido para reconocernos todos igualmente dignos y merecedores de respeto, donde…
Y así, de espaldas a palacios y catedrales (¡qué pena que sea de espaldas a palacios y catedrales!), brotan aquí y allá los renuevos de esta pascua. Llega la hora en que será siempre primavera. ¿Sabían que resurrección viene de levantamiento? Miro ya venir, de todas partes y en todos los horarios, en lenguas y colores múltiples, una avalancha de dignidad y de justicia, de amor y de igualdad, de hermandad y de la otra democracia. Pronto no habrá más periodistas muertos, conductoras hostigadas desde Los Pinos, defensores de derechos humanos desaparecidos. Pronto, ya lo veo venir, correrá un río de vida plena y no de sangre. Y todo eso brotará de un sepulcro vacío, de una pascua perpetua, de una noche como ésta, interminablemente repetida…
Vigilia Pascual
abril de 2011
En esta semana santa estoy avanzando en la lectura y estudio de un libro que me está pareciendo muy interesante. Se trata del libro titulado “Reconsiderar la Cruz” y que lleva como subtítulo ‘Interpretación latinoamericana y feminista del Nuevo Testamento’. Su autora es Bárbara Reid, profesora de Nuevo Testamento de la Unión Católica de Teología de Chicago (CTU por sus siglas en inglés), a quien tuve el gusto de conocer en un reciente Encuentro de Pastoral Urbana llevado al cabo en la ciudad de Chicago al que fui invitado y en el que participaron decenas de agentes de pastoral hispana de aquella ciudad del Medio Oeste.
Bárbara E. Reid no es, en absoluto, una diletante en la teología y la exégesis bíblica. Ella es hermana dominica de la congregación de Grand Rapids, Michigan y, después de concluir sus estudios de doctorado en la Universidad Católica de Washington D.C., ha sido, desde 1988, profesora de exégesis del Nuevo Testamento. Su trabajo ha sido reconocido de muchas maneras en los círculos académicos de los Estados Unidos y recientemente, en julio de 2009, fue nombrada vicepresidenta y decana académica de la CTU.
El libro al que hago referencia es el resultado de una investigación de varios años, que se vio enriquecida por un año sabático (2002-2003) en el que la autora pudo viajar y compartir la reflexión de muchas comunidades cristianas de América Latina (comunidades tzotziles en Chiapas, México; comunidades aymaras en La Paz, Bolivia; comunidades urbanas en Lima, Perú), a las que se añadió un estrecho contacto con las comunidades hispanas inmigrantes en el medio oeste norteamericano. El resultado es un texto, sí, académico y sólido, pero también rico en experiencias que subyacen a las reflexiones de la autora.
El objetivo perseguido por el libro es de una actualidad acuciante. La autora misma nos comparte en la introducción a su texto de más de 300 páginas, la experiencia que la motivó a emprender este estudio. Cuenta que, estando en un curso sobre el evangelio de san Marcos, al llegar al logion jesuánico de Mc 8,34: ‘Si alguno quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame’, una alumna levantó la mano y argumentó con vehemencia acerca de lo terrible que puede este texto y sus interpretaciones más frecuentes. La joven trabajaba de voluntaria en un hogar para mujeres maltratadas y relató cómo, cada vez que una mujer lograba romper el silencio sobre el maltrato que sufrían de parte de su propio marido, solía buscar la ayuda del sacerdote o pastor de su iglesia. La mayor parte de ellos les aconsejaba que regresaran a sus casas y que aguantaran el sufrimiento, porque ésa era una manera de ‘cargar con su cruz’.
Desde ese momento, la autora decidió investigar cómo los cristianos y cristianas entienden y hablan de la cruz y el efecto que esta aproximación teológica tenía en sus vidas cotidianas. El resultado es este libro (Editorial Verbo Divino, Estella, España 2009) que aborda la gran variedad de metáforas que los autores del Nuevo Testamento utilizan para expresar el significado de la crucifixión de Jesús y lo que implicaba para las comunidades cristianas primitivas el hecho de ‘cargar con la cruz’. Como no existe una sola explicación de la crucifixión, sino variadas metáforas comprehensivas, la autora las agrupa en las cinco principales vertientes que estudia a profundidad y que enriquece, no solamente con las experiencias recogidas en sus viajes, sino también con el estudio de diversas mujeres del Nuevo Testamento que encarnan cada una de estas posibilidades interpretativas.
Lo que queda al final es un rico mosaico de interpretaciones. Con ojos latinos y feministas, Bárbara Reid recorre cinco grupos de interpretaciones metafóricas ahondando en sus raíces bíblicas, en la manera como dichas metáforas funcionaron en la época de la redacción de los escritos del Nuevo Testamento, y señalando las posibilidades escondidas en cada metáfora tanto para producir vida, como para producir muerte. Parte la autora del convencimiento de que ninguna metáfora es totalizante, porque ninguna capta plenamente la esencia de la cruz y la resurrección y llega a la conclusión de que algunas de las imágenes neotestamentarias necesitan ser recuperadas y reformuladas de una manera nueva, porque han modelado un tipo de acciones y actitudes que han causado mucho daño.
En el primer capítulo, la autora estudia todas aquellas imágenes que tienen relación con la expresión que explica la cruz como ‘una vida para los demás’. Son repasadas las metáforas del sacrificio, el rescate, el chivo expiatorio, la justificación, el mártir y el amigo. En el segundo capítulo se centra en las imágenes que presentan a Jesús como ‘hijo obediente’ que se dirige a la muerte para cumplir con la voluntad de Dios. El tercer capítulo asume el estudio de las imágenes que presentan a Jesús como el profeta martirizado por enfrentarse a los poderosos de su época. En el cuarto capítulo mira de cerca todas aquellas imágenes que expresan la comprensión de Jesús como sanador, reconciliador y víctima que perdona. Finalmente, en el quinto capítulo, la autora se concentra en aquellas imágenes que tratan la muerte de Jesús como el momento en que da a luz una vida nueva. Todo ello unido a la reflexión teológica que sobre la cruz hacen las mujeres cristianas de diversas procedencias sociales y culturales.
El libro se convierte, a las pocas páginas de su lectura, en un apasionante recorrido por las capas interpretativas diversas que intentan iluminar la comprensión del misterio de la cruz. La utilización de los métodos histórico críticos, el enriquecimiento que la perspectiva de las ciencias sociales dan a la lectura bíblica, las novedades que los enfoques literarios y retóricos dan a la exégesis científica que, con gran pericia, maneja la autora, convierte la lectura de ‘Reconsiderar la cruz’ en un interesantísimo ejercicio que puede enriquecer y ampliar los horizontes de la comprensión de los textos, pero también, al mismo tiempo, puede ser fuente de solidaridad hacia las personas, particularmente las mujeres, que han sufrido en carne propia las consecuencias de la aplicación a rajatabla, en nuestra predicación y nuestros consejos pastorales, de algunas de las metáforas neotestamentarias estudiadas en el libro y que han producido tanto dolor y sufrimiento injusto y siguen sosteniendo el sistema patriarcal que avala la opresión de las mujeres.
Duermevela es una hermosa palabra. El Diccionario la define así: sueño ligero en que se haya el que está dormitando y también sueño fatigoso y frecuentemente interrumpido. Es una palabra hermosa porque combina sueño y vigilia, como si fuera posible un estado intermedio: no está uno dormido del todo, pero tampoco puede decirse que esté uno despierto. En este sentido, se trata de una palabra de esas que combinan en sí dos estados distintos, como claroscuro o rojinegro.
Esa es justamente la sensación que me embargó al presenciar la puesta en escena de La Razón Blindada, de Arístides Vargas, el argentino avecindado en Ecuador que ha escrito otras muchas obras de teatro. Conocía ya al dramaturgo por la puesta en escena, emotiva y rigurosa, de su obra Nuestra Señora de las Nubes, una deliciosa y poética pieza sobre el exilio, la otredad y sus derivaciones que tan buen sabor de boca dejó en su montaje local.
El pasado 12 de abril, en una entrevista ofrecida al periódico argentino La Nación, el dramaturgo hizo algunos comentarios sobre La Razón Blindada. En dicha entrevista revela que la composición de la obra se debe a un encuentro organizado en España por la Casa de las Américas y por el Festival de Teatro Clásico de Almagro, para el cual se pidió un ejercicio en torno al Quijote y Sancho Panza. Dice el también actor y director, que en el momento de la convocatoria se encontraba visitando la municipalidad de Trelew, Provincia de Chubut, en la República Argentina, reconstruyendo el viaje que su padre tuvo que hacer para poder visitar a su hijo, hermano de Arístides, que estaba preso en la ciudad de Rawson en tiempos de la dictadura militar.
Arístides Vargas tuvo que huir del país en aquellos aciagos años de la dictadura, década de los 70. Fue considerado altamente peligroso cuando, como él mismo señala, “no había hecho otra cosa que obras de teatro”. Su familia fue duramente golpeada y él tuvo que salir del país para radicarse, después de algunos años de recorrer distintos países, en Quito, Ecuador. El recuerdo de su hermano preso y la convocatoria de la Casa de las Américas fueron la afortunada coincidencia que generó la obra La Razón Blindada, en la que dos presos políticos, presionados por circunstancias emocionales y físicas, se reúnen para representar pasajes del Quijote conservados en la memoria, rehechos de acuerdo con sus actuales circunstancias de confinamiento, en una especie de hermenéutica circular apenas interrumpida por las luces que, amenazadoras, cortaban de tajo el lúdico intercambio.
La actuación de Miguel Ángel Canto y Sebastián Liera, moderada por la precisa dirección de Nelson Cepeda, el director uruguayo que tantas cosas buenas ha venido a hacer a nuestro terruño yucateco, es simplemente magnífica. El texto de la obra va y viene en un ejercicio en que la duermevela o el claroscuro se sitúa en el confín de la razón y la cordura. La Razón Blindada es un ejercicio en el que se entrecruzan lucidez y locura, donde el texto del Quijote funciona como catalizador de los sueños y esperanzas de estos dos hombres recluidos, uno ya no sabe si en una prisión o en un manicomio (de cualquier manera, no suele haber mucha diferencia entre ambos).
Una puesta en escena impecable, que ofrece lo mejor que puede ofrecer el teatro: plantear preguntas, dejar al espectador pensando, reflexionando, hurgando entre sus propios sentimientos. Un texto bueno, una actuación y una dirección espléndidas, un espacio íntimo y novedoso que ofrece una singular cercanía del público con los actores… sólo hizo falta, para redondear la noche, el aire acondicionado, que en este mes en que la península se convierte en un comal ardiente, se antoja indispensable para actores y espectadores.
Pero la buena salud del teatro yucateco no sólo puede admirarse en el escenario. A mis manos ha llegado, debido a la inmerecida la gentileza de su autora, la más reciente publicación de Conchi León, la dramaturga yucateca más exitosa de los últimos años. De reconocido talento, Conchi nos demuestra una vez más, a pesar de la percepción de una buena parte del público, que hay vida más allá de Mestiza Power, su obra más celebrada nacional e internacionalmente.
Se trata de la pieza teatral Santificarás las Fiestas (Ediciones El Milagro, México 2010), que surgió como parte del ciclo desarrollado por la Universidad de Buenos Aires “Decálogo: indagaciones sobre los diez mandamientos”, que reunió a diez directores y diez dramaturgos para montar una obra sobre cada mandamiento. La pieza con la que participó Conchi fue puesta en escena en el Centro Cultural Ricardo Rojas de dicha Universidad sudamericana. El texto ha sido calificado por el dramaturgo Daniel Serrano como “teatro de la crueldad, pero fino; teatro recalcitrante, pero idílico; teatro exigente, pero encantador”.
A partir de sólo cuatro personajes, Santificarás las Fiestas reproduce el sórdido mundo que rodea la celebración del fin de año en el seno de una familia conformada por mujeres solas al que llega, como invitado inesperado, un varón a quien la lluvia y el azar colocaron en el camino de una de ellas. Ironía, violencia contenida, sarcasmo, son los ingredientes que arrancarán del espectador, cuando la obra sea montada en alguno de nuestros escenarios locales, risas amargas. Teatro de pequeños mundos, de realidades, no por íntimas y cotidianas, menos trascendentales, Conchi León da pruebas fehacientes en Santificarás las Fiestas de su consolidación como dramaturga. Enhorabuena.
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