“En Mesoamérica no se cultiva maíz: se hace milpa”. La frase me dejó pensando. Efectivamente: la milpa es mucho más que un campo de maíz sembrado. No solamente porque, a más de maíz, la milpa indígena contiene numerosas plantas que amplían el espectro alimenticio del que se nutren las familias campesinas mayas, sino porque es un universo conectado no sólo con la alimentación, sino es el reflejo de una manera muy otra de comprender el mundo, las relaciones interpersonales, la relación con la naturaleza y con Dios.
Y es que el mundo indígena tiene una perspectiva del mundo que podría ser de mucha utilidad para la recuperación del deterioro del tejido social que aqueja a nuestras sociedades, todas ellas permeadas de individualismos atomizados, consumidores gobernados por el mercado y la avidez del consumo. No es fácil caracterizar esta manera alternativa de organizar la convivencia social porque abarca muchos aspectos: todo es personal y comunitario a la vez, todo es sagrado sin dejar de ser profano, se trata de una sociedad no compartamentalizada, sino holística.
Gustavo Esteva, en la Agenda Latinoamericana, ofrece una aproximación a este fenómeno. Lo hace en un artículo que no tiene desperdicio y que titula Repensar la economía desde la experiencia indígena. Con agudeza describe la manera como en los últimos mil años, la economía ha venido a convertirse en el eje de la vida social, dando origen a lo que Esteva llama el homo economicus. Este sistema es inevitablemente productor de pobres porque, justamente, está basado en la escasez, entendiendo por esto “el supuesto lógico de que los deseos del ser humano (sus fines) son muy grandes, por no decir infinitos, mientras que sus medios (sus recursos) son limitados”. Pero las soluciones que se plantean quedan muy lejos de resolver el problema económico porque le apuestan al mercado como el mecanismo más eficiente y justo para hacerlo.
La alternativa indígena, en cambio, apunta hacia otros horizontes. Asume la comunalidad como punto de partida. Por eso sirven de inspiración para los muchos esfuerzos que, en todo el planeta, se multiplican para alcanzar “otra economía” donde la reciprocidad regule la vida social. Así lo expresa Gustavo Esteva: “La idea de comunalidad, un término acuñado por dos indígenas oaxaqueños, permite apreciar el espacio mental que opera como marco de la experiencia comunitaria. Cubre toda la vida… la autoridad organiza el empeño de todos a partir del trabajo y la fiesta comunales… y se expresa en la forma en que se toman las decisiones y se realizan trabajos colectivos; en el encuentro por la acción, la palabra y la creación; en la convivencia entre nosotros, con los otros, con el mundo y con lo Innombrable, con disposición de servicio para el bien comunal”.
La “escuelita”, anunciada por los zapatistas, será una oportunidad preciosa para que cerca de tres mil personas puedan mirar de cerca lo que el paradigma indígena de organización comunitaria ha sido capaz de hacer en los últimos quince años, a pesar del hostigamiento y la guerra de baja intensidad, a lo largo de todo el territorio autónomo chiapaneco. Una lección hoy más que nunca pertinente.
Si alguna conclusión cierta puedo sacar tras cerca de 20 años de trabajar en la promoción y defensa de los derechos humanos, es ésta: los gobiernos mienten. Parece una verdad de Perogrullo, pero es mucho más que eso: los gobiernos no hacen otra cosa que mentir, ocultan información, se aprovechan de la ausencia de controles, responden a intereses inconfesables, se pliegan a las órdenes de quienes tienen el dinero y, con ello, el verdadero poder. Los gobiernos suelen ser monstruos inútiles, pesados, y en muchos casos, represivos y asesinos.
Hay ocasiones en que, incluso en los países que se autodenominan desarrollados (sobre todo en los países que se autodenominan desarrollados), se destapa la cloaca y uno puede atisbar, por detrás de las apariencias, la realidad de corrupción que envuelve a la gran mayoría de los gobiernos. Un ejemplo reciente es la persecución desencadenada en contra de Edward Snowden, el norteamericano que se atrevió a desafiar al gobierno más poderoso del mundo demostrando, con pruebas documentales en la mano, que los Estados Unidos se han especializado en el espionaje y en el chantaje. Ahora quieren meterlo a la cárcel. Estoy seguro que seguirán persiguiéndolo, como antes lo hicieron con Julian Assange, justamente porque a los gobiernos no les gusta que se publiquen sus desmanes y, caraduras, quieren conservar un aura de honorabilidad.
Todo esto me viene a la mente después de visitar el asentamiento El Triunfo de la Esperanza en el Petén guatemalteco. La historia es antigua y puede usted encontrar sus rastros en todas las ocasiones en que, en esta misma columna, me he referido a la comunidad Nueva Esperanza. Se trata de una comunidad que fue desplazada con violencia del territorio donde habían habitado durante más de cuarenta años por la Policía Nacional y el Ejército Guatemalteco. En su huída, la comunidad Nueva Esperanza cruzó la frontera y se estableció del lado mexicano, en las orillas de la comunidad Nuevo Progreso, en el municipio de Tenosique. Ahí permanecieron durante más de un año, en condiciones tan precarias de salud y alimentación, que su situación cobró la vida de una niña. Después de meses de negociaciones con el gobierno guatemalteco y de presiones nacionales e internacionales, la comunidad consiguió que el gobierno los trasladara a una finca que permitiera albergar a todas las familias desplazadas. Es así como el 28 de febrero del presente año, la comunidad Nueva Esperanza comenzó a ser El Triunfo de la Esperanza, al entrar a tomar posesión de lo que sería, de ahora en adelante, su nuevo territorio.
En el proceso de negociaciones, el gobierno guatemalteco, bajo la mirada y observación internacional, se comprometió a hacer el trazado de las calles, a lotificar los terrenos donde se construirían las casas, a prestar asistencia en salud y alimentación mientras la comunidad pudiera sembrar para poder autoabastecerse de alimentos. Pues bien, hace algunos días tuve la oportunidad de participar en una misión de observación de las condiciones en las que se encuentra El Triunfo de la Esperanza. Enclavadas en el Petén Guatemalteco, cerca de la municipalidad de Flores, las familias de El Triunfo de la Esperanza se encentran todavía hoy, tres meses después de su asentamiento, en las mismas condiciones de precariedad en que se encontraban cuando se hallaban desplazados en la frontera con México: chozas hechas con lonas y endebles láminas, escasez de alimentos, problemas de salud… lo único que parecen haber ganado hasta el momento, es la reubicación y la posibilidad de rehacer su vida comunitaria sin temor a ser desplazados nuevamente. No es poca cosa, dirán algunos, pero la impresión con la que uno se queda después de haber visitado el campamento es de una profunda indignación por el incumplimiento de parte del gobierno guatemalteco.
Esta indignación se vuelve rabia cuando se asoma uno a la propaganda gubernamental que, en Youtube, muestra el retorno de los desplazados como una obra de justicia y magnanimidad de parte del gobierno guatemalteco y omite señalar el año y medio de abandono en el que se mantuvo a la comunidad desplazada. Un promocional asqueroso.
Quiero por eso aprovechar este espacio para invitar a los pacientes lectores y lectoras de esta columna semanal a unirse a la acción urgente que circula en internet a favor de la comunidad El Triunfo de la Esperanza. Para fortalecer el proceso de exigencia que dichas familias hacen delante del gobierno guatemalteco, Indignación A.C., organización que forma parte de la Misión Civil de Observación que visitó a la comunidad, invita a enviar una carta a la embajada o consulado guatemalteco, recordando al gobierno de Guatemala los compromisos que firmó para el retorno de las familias desplazadas y que ha incumplido hasta el día de hoy. Les comparto el comunicado de Indignación A.C.
Acción solidaria | El Triunfo de la Esperanza, en riesgo
Compañera, compañero:
Te pedimos, con urgencia, tu solidaridad y tu ternura para acompañar a las familias guatemaltecas de El Triunfo de la Esperanza (antes Nueva Esperanza), que después de enfrentar varios desalojos y vivir en la frontera con México, retornaron a su patria y fueron reubicadas en el departamento de El Petén, municipio de Flores en febrero pasado.
La semana pasada una comisión de la Misión Civil de Observación realizamos una visita. El gobierno no ha cumplido lo acordado y las familias se encuentran todavía en situación de campamento y en condiciones que ponen en riesgo la integridad física, la salud y la vida.
Desde el lugar del mundo en el que estés puedes actuar para exigir al gobierno de Guatemala cumplir sus compromisos y garantizar condiciones de vida digna a la comunidad.
Adjuntamos a estas líneas, en archivo adjunto y aquí mismo, al final del correo, un modelo de carta para entregar al Cónsul o Embajador/a de Guatemala en tu país, en tu ciudad. (Puede encontrar estos documentos en www.indignacion.org.mx)
Únicamente tienes que averiguar el nombre y dirección electrónica (si no está en la lista que adjuntamos) del Embajador o Cónsul de Guatemala en tu país o ciudad, añadirlo a la carta, firmarla o escribir tu nombre, pegarla en un nuevo correo y enviarla.
Envíanos por favor copia o registro de la comunicación que dirijas a informativo@indignacion.org.mx Si tu comunicación es electrónica inclúyenos en copia (sea visible u oculta) y si es impresa envíanos un correo informando en qué ciudad, a qué cónsul o embajador la dirigiste.
Te agradecemos enormemente tu solidaridad.
Por la Misión Civil de Observación
Equipo Indignación
El cristianismo no fue siempre lo que es hoy. Al principio no era visto sino como un desprendimiento sectario de la religión judía. De hecho, así era percibido por el imperio romano que permitió, sin entrometerse, que algunas autoridades judías persiguieran, amonestaran, encarcelaran a los cristianos e incluso les dieran muerte porque, como declara el procurador romano Festo en la comparecencia de Pablo: los acusadores comparecieron ante él, pero no presentaron ninguna acusación de los crímenes que yo sospechaba; solamente tenían contra él unas discusiones sobre su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que vive (Hech 25,18-19). Pero los que fuimos objeto de intolerancia por parte de la religión judía, terminamos por convertirnos en una religión universal. Y la historia prueba, muy a nuestro pesar, que nuestra iglesia se convirtió también en una institución intolerante. Recuerdo ahora dos momentos culminantes del proceso de intolerancia por el que se despeñó la iglesia católica.
El primer momento es el siglo XV europeo, en el concilio de Florencia (1452), en que los obispos católicos declararon: firmemente creer, profesar y enseñar que ninguno de aquellos que se encuentran fuera de la iglesia católica, no sólo los paganos, sino también los judíos, los herejes y los cismáticos, podrán participar en la vida eterna. Irán al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,4), a menos que antes del término de su vida sean incorporados a la iglesia… Nadie, por grandes que sean sus limosnas, o aunque derrame su sangre por Cristo, podrá salvarse si no permanece en el seno y en la unidad de la iglesia católica. (DS 1351). El segundo momento tiene lugar en el siglo XIX, el 15 de agosto de 1832, cuando Gregorio XVI afirmó: Otra cosa que ha producido muchos de los males que afligen a la iglesia es el indiferentismo, o sea aquella perversa idea extendida por doquier, merced a los engaños de los impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres… De esta cenagosa fuente del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho, locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos la libertad de conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la vida civil, se extiende cada día más por todas partes, llegando a la imprudencia de algunos a asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión… La más antigua experiencia enseña cómo los estados que más florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria, ansia de novedades…” (GREGORIO XVI, Encíclica Mirari Vos, números 9 y 10).
¿Qué ocurrió para que llegáramos a posiciones tan cerradas? Nadie defendería ahora estos posicionamientos… ¿De dónde sacó el Vaticano II las intuiciones que le llevaron a convertir en doctrina oficial de la iglesia lo que Gregorio XVI consideraba«la absurda y errónea idea, es más, la locura de la libertad religiosa»? ¿Hay posibilidades de que la iglesia se siente en un plano de igualdad delante de las otras religiones y anuncie, sin imponer, su riqueza a toda la humanidad? ¿Tiene fundamento bíblico la pretensión de acabar con toda disidencia hacia el interior de la vida de la iglesia prohibiendo, por ejemplo, el trabajo de inculturación que –con todas las deficiencias que pueda tener una tarea humana– llevaba adelante el jesuita Anthony de Mello o continúa empujando la Teología India en nuestro continente? Son preguntas que no dejo de hacerme.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles pueden encontrarse experiencias de pluralismo que abrieron a la iglesia a tiempos nuevos y la obligaron a desligar el mensaje de Jesús del molde cultural judío al que estaba atado. El conflictivo proceso que siguió la integración de los paganos a la iglesia cristiana, que cuenta con la celebración de la Asamblea de Jerusalén (Hech 15), y el áspero encuentro entre Pedro y Pablo debido a las concepciones diferentes que tenían de la convivencia entre cristianos procedentes del judaísmo y cristianos procedentes del paganismo (Gal 2,11-14) entre sus puntos más álgidos, es una muestra de lo difícil que fue para las iglesias del inicio aprender a convivir en tolerancia y abrir de par en par las puertas de la comunidad cristiana a todas las personas sin distinción.
Actualmente tenemos muchos asuntos en discusión dentro de las iglesias cristianas: la inculturación de la fe en los pueblos indígenas, el status de la mujer en la iglesia, las formas legítimas de ejercicio de la sexualidad y la conversión de la iglesia a la participación democrática propia de la modernidad, por nombrar algunos. Aunque estos retos están lejos de encontrar vías de solución, es imperativo planteárnoslos para comenzar a generar la discusión que desembocará en un nuevo paradigma de iglesia.
Antes de hacerles una propuesta atrevida, quisiera decir una opinión acerca de la verdad y las verdades en la doctrina de la iglesia. La pregunta fundamental es más filosófica que religiosa: ¿existe una verdad absoluta por encima de toda relación con el sujeto que la conoce? San Agustín contesta que la verdad en sí sería solamente la verdad como Dios la conoce. La verdad humana, en cambio, es siempre un encuentro entre sujeto y objeto. Y como un sujeto no registra las cosas de la misma manera que una cámara fotográfica, de allí se desprende que hay un elemento irreductible de pluralismo en la verdad y en el conocimiento humano, como bien señalaba Casiano Floristán. Puede hablarse de ideas y conceptos unívocos solamente cuando se trata del conocimiento científico y experimental, referente a objetos cuantificables y delimitados. Pero cuando se habla de realidades propiamente humanas nos damos cuenta que son conceptos necesariamente abiertos, que no pueden ser apresados en una delimitación rigurosa y definitiva. ¿Qué es el amor? ¿la belleza? ¿la amistad? ¿la simpatía? ¿el odio? ¿la poesía? ¿Hay acaso una sola respuesta a estos interrogantes fundamentales?
Que no podamos dar respuesta única y definitiva a estas cuestiones no quiere decir que no haya intentos válidos y respetables de respuesta, pero que son necesariamente intersubjetivos y condicionados al tiempo y a la cultura en que se emiten. Podemos, necesitamos hablar entre nosotros de estos asuntos, y llevar nuestro diálogo más allá del tiempo para conversar estos asuntos con las generaciones del pasado, pero sólo podemos hacerlo como intercambio de significaciones, nunca mecánicamente, porque nuestras ideas hunden sus raíces en una cultura que nos antecede. Además, las experiencias personales e históricas modifican esta conceptualización. Así ha sido siempre y así será. Todo esto nos indica la necesidad de una actitud de diálogo en nuestra marcha hacia la verdad. Nadie tiene la verdad para dictarla a otros. Estamos todos llamados a intercomunicarnos nuestra búsqueda y nuestros hallazgos, siempre dinámicos y evolutivos.
«Lo esencial de la actitud dialogal es la apertura y receptividad frente al otro. Y la sinceridad. Esto requiere un clima de libertad. Con un dogmatista no se puede dialogar. Tampoco con un inquisidor o un comisario de policía. Pero humanamente el diálogo es un momento insustituible para profundizar en el conocimiento y en la búsqueda de la verdad», nos recuerda con razón Juan José Tamayo. Con las actitudes inquisitoriales pasa lo mismo que con la multiplicación de normas en la tradición oral de los judíos, denunciada por Jesús en el evangelio: comienzan por querer servir a la “ortodoxia” y terminan obstaculizando el camino hacia la verdad. No hay diálogo posible si no hay disposición de ambos interlocutores de recibir algo del otro. No se puede dialogar con quien está enteramente satisfecho y absolutamente seguro de su verdad.
Y aquí viene mi propuesta. Creo que algunas de las cuestiones que tienen que ver con el pluralismo y la inculturación son urgentes y acuciantes. Me refiero a cuatro campos en los que es necesario que la discusión plural se garantice, sin satanizaciones de ningún tipo. Por eso, en lugar de dar un discurso con mi opinión en torno a estos casos o esperar que alguien nos dé permiso, como si infantes fuéramos, quisiera promover una discusión de todos/as en torno a estos asuntos. Les propongo conversar con sus amigos y amigas sobre las siguientes preguntas. No son todas y, probablemente, ni siquiera las más importantes, pero pueden ser un buen inicio.
La inculturación de la fe en los pueblos indígenas.
¿Ha penetrado la buena noticia del evangelio en el imaginario indígena maya yucateco? ¿en qué lo notas?
La liturgia de nuestros pueblos, ¿tiene algún rasgo indígena? ¿cuál?
¿Cuál es tu opinión sobre la religiosidad popular? ¿debe aceptarse? ¿debe combatirse? ¿debe purificarse?
El estatus de la mujer en la iglesia
¿Crees que la mujer juega un papel importante en la iglesia? ¿en qué lo notas?
¿Qué margen de decisión tienen las mujeres en sus comunidades eclesiales?
¿Qué opinas del acceso de las mujeres a los ministerios de conducción en la iglesia? (ordenación de las mujeres, desempeño de tareas exclusivas del varón en la iglesia actual, etc.)
La iglesia y la diversidad sexual
¿Conoces personas homosexuales que formen parte de las comunidades eclesiales que conoces? ¿Cuál te parece que debería ser su participación?
¿Crees que las personas homosexuales puedan llevar su vida cristiana viviendo de acuerdo con su orientación sexual, o tienen que cambiarla?
¿Qué opinas de que las personas homosexuales lleguen a puestos directivos en sus comunidades eclesiales?
La iglesia y la conversión a la vida democrática
La iglesia habla de democracia a los Estados, pero no practica la democracia hacia su interior, señala un crítico. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? ¿Qué entiendes por iglesia democrática?
¿Estarías de acuerdo en que los ministros ordenados fueran elegidos democráticamente?
¿Qué medios sugerirías para hacer que los cristianos y cristianas participaran en las tomas de decisiones en sus iglesias?
Todo diálogo requiere respeto por la opinión y la persona del otro. Ejercitemos nuestra capacidad de crítica y de propuesta. Démonos tiempo para conversar de estos asuntos con nuestros compañeros y compañeras de apostolado, en nuestras parroquias… Estaremos gestando ya, en pequeño, una iglesia más abierta, plural y tolerante, más dispuesta a leer los signos de los tiempos.
“Sólo soy un adaptador de historias”, dijo Vicente Leñero cuando, en 2007, recibió el premio como guionista clave del cine mexicano. Hombre modesto, dramaturgo, guionista, historiador, novelista, cuentista, Leñero es una figura señera de las letras mexicanas. Más de 30 años de la producción dramática y literaria están marcados con su nombre. Desde su primera novela La voz adolorida (1961) en la que retrata las disquisiciones de un enfermo mental antes de ser internado en el manicomio, su primera obra de teatro Pueblo Rechazado (1968), una estrujante puesta en escena del experimento arriesgado de Gregorio Lemercier en el monasterio benedictino de Cuernavaca y su respectiva adaptación a guión cinematográfico en la película El Monasterio de los Buitres (1973), Leñero no ha dejado nunca de tocar algunos aspectos problemáticos de la vida de la fe y, en particular, de la iglesia católica.
Cumplió ayer 80 años el escritor. En el artículo publicado por Andrés Vela hace algunos años en La Jornada (agosto de 2010) se señala con acierto: “Si bien su fe está siempre presente y él no duda en explicarse en torno a esta preocupación, no hay en toda su obra una promoción panfletaria de dogmas católicos ni disquisiciones teológicas. No forma parte de militancias ideológicas –por lo menos no de un modo gremial o gregario– y no formó parte de grupos de poder o mafias culturales. Quizá esto último explique el olvido que de repente sufre su obra, tan poco comentada si se piensa en su valor”.
Y sí: la obra de Leñero puede ser leída en relación con su experiencia de fe. Cristiano sin fisuras, Leñero no ha dejado de retratar las desviaciones del mensaje del evangelio en una iglesia a la que pertenece, la católica, en el afán, estoy seguro, de contribuir a su reforma y a su purificación. Una obra de Vicente Leñero fue clave en mis tiempos de formación como presbítero. En la cresta más alta de la producción teológica conocida como Teología de la Liberación, hacia 1979, el año de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla, Leñero publicó una obra memorable: El evangelio de Lucas Gavilán. Se trata de una obra de ficción basada en los evangelios. En un rincón de la patria mexicana surge un movimiento social peculiar dirigido por Jesucristo Gómez, profeta que recluta a algunos seguidores y que recorre los pueblos y selvas de México anunciando la llegada del Reino de Dios. Más tarde, en 1986, haría una adaptación teatral de esta novela y la llamaría Jesucristo Gómez.
La novedad de la mirada de Leñero sobre los evangelios canónicos y su adaptación a la geografía y mentalidad mexicanas son magistrales. No solamente identificó y convirtió en ficción literaria algunos de los principales hitos de la teología latinoamericana de aquellas épocas: opción por los pobres, liberación social, lucha contra los autoritarismos… sino que tuvo la visión suficiente para avizorar algunos cambios culturales que no estaban aún en la discusión teológica de aquellos años pero que tiempo después se convertirían en locus theologicus de primera importancia, como la diversidad sexual. Eso hizo que, en Iglesia Católica y Homosexualidad (2006), obra que fuera sometida a proceso de estudio e investigación por el Vaticano, yo pusiera un anexo con un capítulo de El Evangelio de Lucas Gavilán.
Por las razones que ya Andrés Vela explicaba en la cita que hice líneas arriba, la obra de Leñero no ha sido lo suficientemente valorada y conocida. La gente de mi generación, sin embargo, se asombraría si leyera la lista de películas mexicanas en las que él participó como guionista y reconocería, con toda seguridad, muchas de ellas: El Monasterio de los Buitres (1973), El llanto de la tortuga –con una inmensa Isela Vega– (1975), Cuando tejen las arañas (1979), Mariana, Mariana –la adaptación de Las Batallas del Desierto, del entrañable José Emilio Pacheco– (1987), Miroslava (1993), la exitosísima El Callejón de los Milagros (1995), la polémica La Ley de Herodes (1999) y la película mexicana de mayor éxito comercial: El crimen del Padre Amaro (2004), por mencionar algunos ejemplos de su obra como guionista. A Leñero, sin embargo, parece gustarle más ser reconocido como dramaturgo. Su discurso de entrada en la Academia Mexicana de la Lengua lleva por título, precisamente, En defensa de la dramaturgia.
Hoy, en el marco de las celebraciones por el 80 cumpleaños del escritor, comparto con ustedes el capítulo del Evangelio de Lucas Gavilán que incluí en mi libro de 2006. Ojalá nos sirva para saborear su dignísima manufactura literaria, el estilo y talante de Vicente Leñero y la honda mirada de fe que implica su relectura de los textos sagrados.
EL ENDEMONIADO EPILÉPTICO (Lc 9,37-43)
-Marica, marica, lo insultaban desde que era niño, y el insulto se fue convirtiendo en un apodo, más bien en el nombre de pila de Mario Benítez, el primer varón de las siete criaturas que trajeron al mundo Eloísa Fajardo y don Mario Benítez, dueño de una flotilla de camiones de carga que recorrían las poblaciones del Bajío.
Marica Benítez: porque no se daba de trompadas con el Chato a la salida de la doctrina. Ni siquiera esperaba a que la señora Lupita repartiera los dulces: corriendo de estampida se iba a esconder a su casa o le daba toda la vuelta a la iglesia para entrar por la puerta de atrás en la sacristía del Padre Rodrigo. Ni en su casa ni ante el cura se atrevía a acusar al Chato de las maldades con que lo fregaba a mañana y tarde en la doctrina, en la escuela, en el parque. Todo porque era malo para jugar al burro y peor para el fut: no le entraba a las bolas y cuando un contrario iba a chutar él se ponía de perfil y escuadraba una pierna para esquivar el balonazo.
Su padre se encorajinaba por las cobardías de Marito y le tundía hasta con la hebilla del cinturón para que se hiciera hombre. También para que se hiciera muy macho lo llevaba a la trastienda de Camilo, donde don Mario y sus amigotes se pasaban las tardes de los sábados bebiendo cervezas y hablando de putas.
A los doce años se le empezaron a notar los modales, y a los catorce, para quitárselos, don Mario lo trepó en uno de sus camiones y lo llevó a Celaya con objeto de iniciarlo en el arte de cabalgar a las yeguas: le fue diciendo por el camino mientras Marito pensaba que irían a un rancho a montar, y hasta contento iba el chamaco. Se enteró de que su padre hablaba de otra cosa ya cuando estaba frente a la Gorda Remedios abierta de piernas, risa y risa llamándolo. No llegó ni al borde de la cama. Inmóvil junto a la puerta se manchó los pantalones pensando cómo se confesaría al día siguiente con el padre Rodrigo.
-No te apures, le dijo el padre Rodrigo acariciándole el pelito rizado. Perdona a tu papá; él no sabe que Dios te llama por otros caminos.
Durante unas semanas soñó en el seminario de Morelia, pero se le pasó la vocación porque lo jalaba más la música. Era bueno para la guitarra y aprendió a tocar el acordeón de puro ver cómo lo hacía el viejo Farina. También era bueno para el canto. En un cumpleaños su madre le regaló una guitarra eléctrica y con ella iba a tocar y a cantar en los bailes. Lo celebraban mucho, pero sus amigos y hasta sus parientes lo seguían llamando Marica. Ya para entonces no se cuidaba de los ademanes ni del tonito de voz. Hasta exageraba sus amaneramientos cuando se sentía en confianza en casa de las Ramírez, donde se pasaba las tardes oyendo chismes y platicando con las tejedoras. Se descaró a los dieciocho años, luego que uno de los chóferes de su padre lo inició en la perversión. Don Mario quiso matar al chofer, pero como el chofer salió pitando para Salvatierra, terminó medio matando a su hijo de una tranquiza, pese a la cual Marito no se arrepintió de su pecado. Todo lo contrario: entre más lo moqueteaba el bárbaro, más le decía Marito que sí, que sí era cierto y no había sido por la fuerza, que sí, que le había gustado porque él era diferente, así lo había hecho Dios y a mucho orgullo que lo llamaran marica, maricón, cachagranizo, joto, invertido, putete:
-Eso soy, eso soy, lloraba Marito bañado en sangre.
Fue la desgracia de la familia, la deshonra, el acabóse. Su padre se dio a la bebida y empezó a desatender los negocios. Sus hermanos reprobaban en la escuela y a su hermana que tenía dos años menos no quisieron darle trabajo en la presidencia municipal porque en tu familia hay un puto: contó que le dijeron. Sólo las Ramírez y su madre Eloísa se compadecían de Marito y lo seguían tratando muy bien; su madre mejor todavía, convencida de que con mimos y una novena a san Martín de Porres Dios le iba a hacer el milagro de enderezar a su hijito consentido.
Por esos días llegaron a la población Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez. Jesucristo se había entretenido en Salvatierra y los había mandado a ellos por delante.
Las Ramírez llevaron corriendo la buena noticia a doña Eloísa, y doña Eloísa nada más se puso un chal y se descolgó hasta la parroquia donde Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez intercambiaban impresiones con el padre Rodrigo. Los esperó media hora, y apenas salidos los asaltó con su taralata. Que estaba enterada de la fama del maestro y de sus discípulos, les dijo, y ora que tenía la oportunidad quería pedirles consejo sobre el caso de Marito. Con pelos y señales les platicó toda la historia, pero Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez no hallaban qué decir, menos qué aconsejarle: con esos casos nunca nos hemos topado, señora, la verdad es una desgracia como cualquiera, y aunque nos damos cuenta de su pena, nosotros, bueno, nosotros nada más, si usted insiste, hablamos con el muchacho y si quiere hasta le echamos un discurso, a lo mejor si el muchacho oye hablar y piensa un poco en las injusticias sociales de la región, a lo mejor, quién sabe, le entra la responsabilidad y la hombría.
-Eso, eso, los interrumpió Eloísa. Háblenle de las injusticias sociales, es justamente lo que necesita oír Marito.
En casa de las Ramírez, Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez se entrevistaron con el muchacho, pero el muchacho se burló de ellos apenas escuchó la palabra injusticia. Incluso exageró sus amaneramientos y se puso a chulear a Santiago el de Aguascalientes. Fue muy triste.
-Lo sentimos mucho, señora, no hay nada que hacer.
El sábado en la tarde llegó Jesucristo Gómez y en la trastienda de Camilo, antes de encontrarse con sus discípulos, conoció a don Mario Benítez. El tipo ya estaba muy briago cuando invitó al Maestro a una cerveza. Bebieron sin parar. A la media hora, y como sucedía siempre que se le pasaban los tragos, don Mario empezó a desahogar con su nuevo amigo la infinita desgracia de tener un hijo maricón.
-Yo no merecía ese castigo de Dios, no lo merecía.
-Dios no castiga a nadie, replicó Jesucristo.
-A mí me castigó. Mi hijo fue así desde chiquito, así nació.
-Ninguna criatura nace de ese modo. Si ahora es lo que usted dice será por causa suya, y de su esposa.
-¡No es cierto! gritó don Mario. Yo lo adoraba, era mi hijo mayor y desde niño traté de hacerlo macho como su padre.
-Pues ahí tiene.
Dejaron la trastienda de Camilo entrada la noche. Iban discutiendo.
-No me diga eso, compadre.
-Le digo eso y más, don Mario. Lo primero, que usted acepte su propia responsabilidad.
-La acepto, ¿y qué?
-Lo segundo, que deje en paz a su hijo y no lo haga sentirse un anormal ni un vicioso. No es ningún pecado ser así.
-Ahí sí me va a perdonar, pero no. Lo que yo quiero es que mi hijo se enderece y lo voy a conseguir por las buenas o por las malas.
-Eso no es lo importante.
-¿No es lo importante? Qué bien se ve que usted no tiene un hijo maricón, compadre, y que no conoce a mi muchacho. Es un joto de lo peor, y lo grita. Grita que le gusta que le den por detrás, nomás imagínese. Todos se burlan, todos lo insultan, todos lo desprecian.
-Eso sí es importante, para que vea.
-¿Qué?
-Que todos lo desprecian.
También en la casa de las Ramírez conoció Jesucristo Gómez a Marito. No empezó echándole un discurso como Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez, sino que pidió oírlo cantar. Feliz como pocas veces en su vida, Marito cantó durante hora y media, bailó, tocó su guitarra eléctrica, el acordeón. Ya después le entró a la plática, y por la plática se enteró Jesucristo que un músico homosexual de Guanajuato, de quien Marito andaba medio enamorado, lo había invitado a irse a vivir con él y a trabajar en su conjunto de rock. Era una oportunidad magnífica para el muchacho.
-Pero mi padre ya lo supo, y dijo que si me iba me salía a buscar hasta el último rincón del universo y nos pegaba de balazos a los dos.
Jesucristo Gómez chasqueó la boca, y esa misma noche fue a discutir de nuevo con don Mario a la trastienda de Camilo.
-¿Así amenazó a su hijo?
-Y lo cumplo, compadre, por la Virgen Santísima.
-No va a cumplir nada, don Mario, entiéndame: deje en paz al muchacho, no lo siga fregando. Ya bastante trabajo le va a costar al pobre encontrar su propio camino.
-Lo mato y lo remato, cómo diablos no.
-Lo que va a hacer es dejar de avergonzarse de su hijo y darle dinero para que se vaya a vivir tranquilo a Guanajuato.
-¿Eso me aconseja?
-Eso.
-Óigame compadre, no son formas de enderezar a mi hijo.
-El que necesita enderezarse es usted, compadre, replico Jesucristo Gómez.
Finalmente Marito se fue a Guanajuato, contentísimo, dos días antes de que Jesucristo y sus dos discípulos abandonaran la población. Santiago el de Aguascalientes y Simón Vázquez estaban muy descontrolados. Mientras pedían aventón en la carretera trataron de aclarar el asunto con el Maestro.
-La regamos, ¿verdad?
-Quisimos agarrar la cosa por el lado del compromiso. Por eso tratamos de hablarle de las injusticias sociales y de la marginación.
Un camión de redilas se detuvo. Antes de subir a la zona de carga, Jesucristo dijo:
-Sólo que aquí el marginado era él.
LEÑERO Vicente, El Evangelio de Lucas Gavilán (Seix Barral, Barcelona 1979) pp.135-141
Para Tilo, en su cumpleaños
Ignacio Ellacuría entró a la Compañía de Jesús en 1947, cuando estaba a punto de cumplir los 17 años y dos años después viajó a El Salvador. Después de realizar estudios en Ecuador, Innsbruck y Madrid, obtuvo el doctorado bajo la dirección de Xabier Zubiri en 1965. Vuelto a El Salvador en 1967 se queda a trabajar en la Universidad Centroamericana (UCA) “José Siméon Cañas”. Dos años después del asesinato del P. Rutilio Grande S.J., en 1979, una vez sufrido un primer destierro de 1977 a 1978, es nombrado rector de la UCA. Desde ese servicio eclesial pasa por la dolorosa experiencia del asesinato de Monseñor Romero en 1980 y se ve obligado a salir de nuevo del país, esta vez rumbo a Madrid, sin dejar de visitar frecuentemente El Salvador, colaborando en la búsqueda de una salida negociada a la cruenta guerra en la que, desde 1980, se ve envuelto el país centroamericano. Finalmente, el 16 de noviembre de 1989, Ellacuría es asesinado en la residencia de la UCA, junto con otros cinco jesuitas y dos mujeres que trabajaban en la casa.
Su obra, publicada en su mayor parte de manera póstuma, lo coloca como el filósofo y teólogo continuador de la obra de Zubiri y aplicador de su sistema de pensamiento al problema de la liberación de los pueblos latinoamericanos. Expresión de una de las mejores líneas de la teología de la liberación, el legado de la vida y obra de Ignacio Ellacuría está todavía por reflexionarse y por seguir dando fruto.
El juicio que sobre la realidad hiciera Ellacuría en su artículo “El desafío de las mayorías pobres”, publicado en 1989, conserva una palpitante actualidad: su análisis (coproanálisis, le llama, porque estudia las heces de nuestra civilización) revela que este sistema de vida, este modelo socioeconómico, está gravemente enfermo. La intención de su análisis es, justamente, aportar una línea reflexiva que evite su desenlace fatal. Por eso propone revertir la historia, subvertirla, lanzarla en otra dirección y hacerlo junto con todos los pobres y oprimidos del mundo de una manera que huya de todo facilismo: utópica y esperanzadamente. Cualquier semejanza con el zapatismo no es mera coincidencia.
Por eso, porque todavía tenemos mucho que aprender de Ellacuría, es que Jon Sobrino, jesuita también y colega suyo en la UCA, retoma en la Agenda Latinoamericana 2013 (pp. 116-117) una de sus propuestas más interesantes: la construcción de una civilización de la pobreza. Se trata, según Ellacuría, de vencer la dictadura del consumismo y la civilización de la riqueza. Para evitar equívocos, él mismo explica el término en su artículo “Utopía y profetismo desde América Latina”:
La civilización de la pobreza se denomina así por contraposición a la civilización de la riqueza y no porque pretenda la pauperización universal como ideal de vida… lo que aquí se quiere subrayar es la relación dialéctica riqueza-pobreza y no la pobreza en sí misma. En un mundo configurado pecaminosamente por el dinamismo capital-riqueza es menester suscitar un dinamismo diferente que lo supere salvíficamente.
A la cruda realidad socioeconómica, moldeada por un sistema que apuesta por el lucro a toda costa y que produce la horrenda desigualdad que caracteriza a nuestra época, ha venido a sumarse la conciencia cada vez más clara de las consecuencias de este sistema en la devastación del planeta. La crisis ecológica no es un ingrediente ajeno, sino una consecuencia más de este proceso depredador que, en la búsqueda de un consumo insaciable y de la producción de una ilimitada cantidad de satisfactores que resultan insostenibles por su huella ecológica, han terminado por poner a la especie humana en un riesgo cierto de extinción.
Este concepto de civilización de la pobreza ha sido releído, ya sea por don Pedro Casaldáliga como por otros teólogos, como la propuesta de una civilización de la pobreza solidaria o, como apunta más recientemente Benjamín Forcano entre otros, la civilización de la sobriedad compartida. En efecto, la revolución posible, la que pondrá fin a las desigualdades, ha de ser una revolución de la sobriedad compartida. No sabemos todavía las consecuencias concretas que tendrá este cambio del que depende la salvación de la especie humana, pero sí sabemos que un mundo con los niveles de desigualdad y depredación del planeta como los que experimentamos ahora es ya insostenible. El consumismo genera despilfarro insultante y adicción (véase, si no, la carrera interminable por descubrir y vender/comprar las nuevas tecnologías) e incrementa la desigualdad social. El mecanismo es simple, nos recuerda Jon Sobrino: se propone lo inútil como necesario y se promueve la inversión de recursos en lo que no lleva a la solidaridad.
Ya lo decía Ellacuría mismo: es indispensable retornar a los bienes primarios: alimentación apropiada, vivienda mínima, cuidado básico de la salud, educación primaria, suficiente ocupación laboral… la gran tarea pendiente es que todas las personas puedan acceder dignamente a la satisfacción de estas necesidades, no como migajas caídas de la mesa de los ricos, sino como parte principal de la mesa de la humanidad. Escuchemos su invitación a emprender el camino a ese cambio fundamental:
Esa pobreza es la que realmente que da espacio al espíritu, que ya no se verá ahogado por el ansia de tener más que el otro, por el ansia concupiscente de tener toda suerte de superfluidades, cuando a la mayor parte de la humanidad le falta lo necesario. Podrá entonces florecer el espíritu, la inmensa riqueza espiritual y humana de los pobres y los pueblos del tercer mundo, hoy ahogada por la miseria y la imposición de modelos culturales más desarrollados en algunos aspectos, pero no por eso más plenamente humanos.
La cultura de la sobriedad compartida tiene una concretización muy actual en la propuesta zapatista. En estos meses que se avecinan, abrir los ojos y el corazón a la experiencia de las comunidades zapatistas, sus luchas y logros, puede ayudarnos a comprender cuál puede ser un rumbo posible de esta transformación ya anunciada por Ignacio Ellacuría, más necesaria hoy que nunca.
La frase griega que da título a esta nota está tomada del evangelio de San Mateo (10,8) y es una de las frases que corresponde leer hoy, en la Misa del 24 de mayo de 2013, en las misas católicas de todo el mundo, según ordena el calendario litúrgico romano.
La frase aparece pronunciada por Jesús en el marco de la elección y envío de los apóstoles. De hecho, forma parte de una instrucción del Maestro de Nazaret que acompaña la elección del grupo de los Doce. En alguno de sus detalles (no llevar sandalias o bastón…) parece reflejar las costumbres de una de las aceptaciones más radicales del mensaje de Jesús que parece no haber sobrevivido por mucho tiempo. Me explico.
Los textos evangélicos son la amalgama de tradiciones provenientes de distintas recepciones del mensaje de Jesús. El anuncio del Reino fue recibido de maneras diversas según las características de las comunidades o pueblos que lo fueron aceptando. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las cartas neotestamentarias nos muestran con claridad que no es lo mismo recibir el evangelio siendo judío que siendo griego o samaritano, siendo judío palestino o judío de la diáspora. El evangelio produjo prácticas distintas de acuerdo con el molde cultural que lo fue recibiendo. Así, por poner un ejemplo, los círculos de mujeres nos transmitieron una visión de Jesús que los discípulos varones difícilmente habrían conservado.
Hecha esta brevísima aclaración queda por decir que, una vez que Jesús murió y resucitó, se reprodujeron distintas formas de discipulado. Algunos discípulos y discípulas comenzaron a reunirse semanalmente en casas (iglesia domésticas), otros hicieron una experiencia de vivir en comunidad permanente (las experiencias de comunismo primitivo relatadas en los cinco primeros capítulos del libro de los Hechos de los Apóstoles), otros más, motivados por las persecuciones, se hicieron misioneros en la diáspora judía y algunos más, como Pablo y Bernabé, terminaron rompiendo con fronteras geográficas y culturales y ensayando formas nuevas de organización y de culto en comunidades ya no rurales, sino urbanas.
Uno de los movimientos que desaparecieron después de algunos años fue el movimiento radical itinerante, discípulos y discípulas que continuaron durante algún tiempo la experiencia misma de Jesús: ir de una aldea a otra sin ninguna seguridad económica, repitiendo la itinerancia del Nazareno que, junto con un buen grupo de varones y mujeres, se desplazaba de un lugar a otro, comían lo que les regalaban, dormían en las afueras del pueblo o en el centro de los poblados, padecían hambre –que a veces lograban saciar tomando de los frutos de plantaciones vecinas– y, como reza el texto del evangelio, no manejaban dinero ni tenían en donde reclinar la cabeza.
Esta recepción del mensaje evangélico, que trataba de calcar la radicalidad de la vida itinerante de Jesús, pronto dejó de ser operativa. Terminó triunfando un modelo estable de seguimiento de Jesús que implicaba la reunión semanal comunitaria en alguna casa que se ofrecía como sede (“la iglesia que se reúne en casa de María…”) y la asamblea dominical cultual y festiva que aparece en las cartas paulinas, sobre todo Romanos y Corintios. Sin embargo, la experiencia de estos primeros seguidores radicales del Jesús vagabundo e itinerante, no se perdió. Cuando, hacia finales del primer siglo, se puso por escrito la memoria de los cristianos y cristianas de la primera generación en los textos evangélicos, fueron rescatados los recuerdos de aquellos intrépidos misioneros itinerantes. El texto de Mateo 10,5-15 es un reflejo de estas prácticas que, para el tiempo en que el evangelio fue redactado (80-90 d.C.) estaban ya, seguramente, en proceso de desaparición. Ese tipo de seguimiento radical no volvería a verse en la iglesia sino hasta que, por distintos motivos, surgieran los movimientos mendicantes, como el franciscanismo.
En fin, que toda esta introducción tiene como único fin remarcar que el mandato dado por Jesús a los apóstoles en el texto mateano al que nos referimos no refleja solamente una serie de instrucciones suyas a los Doce, cuanto esta experiencia itinerante de seguimiento de Jesús que funcionó los primeros años postpascuales. Uno de los aspectos, al que quiero referirme con el título, es la gratuidad de la tarea apostólica. Por eso el título de este artículo podría traducirse: “gratis lo han recibido, dénlo gratis”, refiriéndose a la misión de predicar la buena noticia y sembrar el bien curando a los enfermos y liberando a los oprimidos.
Más tarde se desataría entre las comunidades una discusión a propósito de cómo se sostendrían los ministros del evangelio. El capítulo 9 de la primera carta a los corintios es un testimonio de esta discusión que debe haber sido ardua. El mismo texto de san Mateo al que aludimos (Mt 10,10: áxios gar ho ergátês tês trofês) lo muestra: el trabajador es digno de su alimento, es decir, se lo ha ganado con su trabajo. San Pablo, sin embargo, a pesar de reconocer la necesidad de que la comunidad provea el sostenimiento del ministro del evangelio (1Cor 9), insiste en no recibir salario alguno por su tarea de predicación y se ufana, en la línea de esta experiencia itinerante de la primera generación y de cierta tradición farisea en boga, de ganarse el sustento con su trabajo manual. Todo para que no hubiera confusión entre el valor de la predicación y el sostenimiento del predicador.
La tradición cristiana que proviene de la reforma de Lutero retomó este elemento en su organización. La mayor parte de las denominaciones reformadas, aunque prevén cierta ayuda económica para el ministro, insisten en que éste debe ganarse la vida con otro tipo de trabajo. Así, muchos pastores protestantes que conozco trabajan como médicos o ingenieros, maestros o peluqueros, y además se dedican al ministerio de la predicación. En el campo católico, esto se ha retomado en la renovada experiencia del diaconado permanente, abierta para varones casados o célibes, que deben tener un sustento garantizado que no dependa de la tarea de la evangelización, pero no se extendió a los presbíteros y obispos, salvo las ya extintas experiencias de los curas obreros.
El asunto es que la frase dôrean elábete, dórean dote sigue presente en el evangelio con su carga cuestionadora que se extiende a nuestros tiempos a propósito de las quejas que se escuchan provenientes de las y los fieles, a quienes molesta mucho las “tarifas” por la celebración de servicios religiosos: que si cuánto cuesta una misa, que si cuánto por la celebración de un bautismo, introduciendo un lenguaje comercial (hoy diríamos neoliberal) en los servicios evangelizadores. Es cierto que ha habido experiencias llamadas de “mayordomía” (yo crecí en una de ellas, en la parroquia de san José de la Montaña, en mis años de infancia) que han tratado de separar el sostenimiento del clero de la celebración de los sacramentos, para colaborar a quitar la impresión de que los sacramentos se venden y se compran, pero ni se han propagado ni han permanecido por mucho tiempo.
Cobrar por la celebración de los sacramentos no es una práctica que ayude a liberar de ataduras la predicación del evangelio. Habrá que ser creativos para encontrar fórmulas que permitan el sostenimiento del culto y del clero por otras vías menos comerciales. Es para muchos algo escandaloso que exista una lista anual de precios (aunque les llamemos elegantemente aranceles o estipendios) por la celebración de sacramentos. Pero lo es aún más que haya diferencias entre los cobros (lo que hace que existan templos de primera y de segunda) o que comience ya a cobrarse por los servicios evangelizadores que, además, son exigidos como requisitos sine qua non por la misma institución que los ofrece, como aquellos que se atreven a cobrar por las pláticas presacramentales. Creo que es hora que todos en la iglesia, ministros y laicos, comencemos a discutir de estos asuntos y a promover soluciones acordes con nuestros tiempos.
Escribo estas líneas desde san Luis Potosí. He venido invitado por la Dirección de Antropología Física del Instituto Nacional de Antropología e Historia para participar en la XII Semana Cultural de la Diversidad Sexual. En un esfuerzo sostenido a lo largo de doce años, el INAH conjunta anualmente a una serie de organizaciones gubernamentales y de la sociedad civil para discutir problemas actuales sobre género y sexualidad. Comprometidos con la construcción de una convivencia social libre de violencia de género y homofobia, las organizaciones convocantes trabajan una semana completa para ofrecer conferencias, mesas de trabajo, talleres y actividades culturales de asistencia abierta y gratuita para todo público En esta edición 2013 hacen un énfasis especial en asuntos relacionados con el comercio, la explotación sexual y la trata de personas.
No es la primera vez que tengo el honor de ser invitado. Al menos los cuatro últimos años he participado como ponente. En esta ocasión participo con la ponencia “La sexualidad más allá de lo sagrado”. Intento abordar las raíces precristianas del pesimismo sexual. Me explico.
Las iglesias cristianas están sumergidas desde hace algunos años en un amplio debate acerca de la sexualidad, su práctica y su significado. Muchos acontecimientos han hecho que tal debate se profundice. Bastaría mencionar cuatro de ellos:
– El surgimiento de los métodos anticonceptivos, que traen consigo la posibilidad de que las parejas heterosexuales puedan decidir si tienen hijos/as o no y decidir voluntariamente el número y espaciamiento de los mismos/as.
– El cambio de conciencia, cada vez más grande y avasallador, respecto de la diversidad sexual, que ha llevado ya a más de 13 países a legislar a favor del matrimonio universal y en contra de la discriminación por orientación sexual.
– La revolución de género, que ha venido, no solamente a recuperar la igualdad fundamental entre hombres y mujeres, sino que también a mostrarnos cuánto de cultural hay en los roles que mantenemos para identificar a varones y mujeres (¡y cuánto hemos perdido muchas veces por no romper esos moldes ancestrales!)
– Los avances en las ciencias biológicas y sociales, que han hecho caer muchos mitos en torno al comportamiento sexual, y han reconocido y estudiado las conductas sexuales minoritarias presentes en todas las culturas y tiempos.
Que estos acontecimientos sean interpretados como “signos de los tiempos” o como señales de una degeneración cultural de la que somos víctimas, modelará las distintas respuestas que se dan dentro de las iglesias. La sexualidad es un campo en el que prácticamente todas las religiones tienen que enfrentar discursos disidentes.
Pero en nuestros discursos sobre la sexualidad asumimos sin cuestionar que el cristianismo (o la tradición judeo-cristiana) es la responsable de la visión tan negativa que tenemos de la sexualidad. Y esto es cierto solamente en parte. Una revaloración de la sexualidad, del placer, del goce de los sentidos, requiere desmantelar un sistema de pensamiento que no se reduce solamente a los mandamientos de las religiones, sino que impregna toda nuestra cultura.
Normalmente pensamos que es justamente la religión la que ha hecho que la identificación entre placer y pecado nos hiciera tanto daño. Puede ser que la difusión de esta mentalidad le deba mucho a la tarea de los predicadores religiosos. Pero basta revisar la historia para darnos cuenta de que más allá de la religión y los textos sagrados, hay una mentalidad que el cristianismo fue asumiendo y que no forma parte de sus propias raíces. La consideración del placer como ligado al pecado o al mal no es una aportación del cristianismo, sino proviene de muy otro origen. Lo que el cristianismo hizo fue recibir esa filosofía, potenciarla y universalizarla.
Las raíces del desprecio al placer y al ejercicio de la sexualidad no comenzaron, asombrémonos, de consideraciones religiosas, sino médicas. Pitágoras, por ejemplo, ya en el siglo IV a.C., sostenía que las relaciones sexuales eran nocivas para la salud y recomendaba mantener relaciones sexuales en invierno, nunca en verano y moderadamente en primavera y otoño. Y esto porque, a decir suyo: “el momento propicio para el amor es cuando uno quiere perder fuerzas” (1).
Así es, el acto sexual era considerado peligroso, difícil de controlar, perjudicial para la salud, aunque esto, señalaba Hipócrates (siglo IV a.C.) no perjudicaba a las mujeres, ya que ellas no perdían energía en el acto sexual como hacían los varones debido a la pérdida del semen. El mismo Hipócrates nos habla de un joven que perdió la vida después de 24 días de dolor. El diagnóstico fue que se había entregado de manera excesiva al placer sexual, porque el hombre conserva el máximo de su energía cuando retiene el semen (2). La actividad sexual era considerada un peligroso derroche de energía, de suerte que Sorano de Éfeso (siglo II a.C.), médico del emperador Adriano, consideraba la abstinencia como factor de buena salud y justificaba la actividad sólo con la procreación. El mismo Platón (siglo IV a.C.) considera en su libro Las Leyes, que Ico de Tarento llegó a ser campeón olímpico porque una vez que se entregaba a su entrenamiento “no tocaba ni a una mujer ni a un joven”. La actividad sexual podía conducir a la extenuación dorsal y a la muerte. Fueron estas concepciones las que evolucionaron a una negatividad creciente y encontraron tierra fértil en el cristianismo de los primeros siglos.
Con el advenimiento del estoicismo (300 a.C. a 250 d.C.) comienza a condenarse cualquier relación sexual fuera del matrimonio. Hasta hoy usamos la palabra estoico en ese sentido. Los estoicos abandonaron la importancia del placer en otras filosofías, y enmarcaron la actividad sexual dentro del matrimonio, como concesión a quienes no pudieran abrazar el estado perfecto, que era la continencia. Esta idea se hace universal y comienza a verse con mucha desconfianza el matrimonio, al grado que Séneca (55 d.C.) llegó a decir que “el amor por la mujer de otro es vergonzoso, pero también lo es amar sin medida a la propia mujer”. Así se fue conformando una mentalidad que tuvo dos consecuencias: por una parte, el rechazo al placer tuvo la virtud de enmarcar y ordenar las relaciones sexuales dentro del matrimonio, una institución que sigue vigente hasta nuestros días. Pero el rechazo al placer tuvo también una consecuencia negativa: se exalta la vida célibe y se presenta al matrimonio como una concesión para quien no pueda abstenerse. Así fue como se valoró al matrimonio por encima de todo otro tipo de relación sexual, pero, al mismo tiempo, se le minusvaloró en relación con la abstinencia y la vida célibe.
No pensemos, sin embargo, que el estoicismo fue por eso una doctrina retrógrada. Otros aspectos del pensamiento estoico son la ayuda mutua entre los esposos, la igualdad de derechos entre varón y mujer y el derecho de ésta última a la cultura (lo que los cristianos no hemos aprendido mucho). De cualquier manera, el acto conyugal quedó delimitado al ámbito del placer carnal, y no del amor.
De aquí a considerar la virginidad como un estado superior de vida solo hay un paso. Lo dio Plinio el Viejo (siglo I), que presentó como modelo humano al elefante, que se aparea solamente cada dos años: “Por pudor se acoplan los elefantes en lo oculto, lo hacen solamente cada dos años y por no más de cinco días. El sexto día se lavan en el río y sólo después de lavarse vuelven a la manada”(3) . Muchos teólogos (Ricardo de san Víctor 1173; Guillermo de Peralto 1270; San Francisco de Sales 1622) usarían la imagen del elefante. Quizá la descripción más ilustrativa sea la de Francisco de Sales, quien afirma: “(El elefante) es un animal tosco, y sin embargo es el más digno de los que viven sobre la tierra y el más sensato… No cambia nunca de hembra, ama tiernamente a la que ha elegido y se aparea con ella una vez cada tres años, durante el espacio de cinco días únicamente y ocultándose de tal modo que no se le ve mientras transcurre ese tiempo. Al sexto día se deja ver y se dirige inmediatamente al río en el que lava todo su cuerpo y no se reincorpora a la manada sin haberse purificado antes ¿No es este un comportamiento bueno y justo?”(4) . Así llegó esta reflexión a muchos predicadores cristianos e incluso a la vidente Anna Katharina Emmerick (+ 1824) que pone a Jesús hablando del elefante, impresionando a los esposos de las bodas de Caná.
Partiendo de estas consideraciones históricas es que desarrollé cómo estas filosofías se colaron en el pensamiento cristiano de los primeros siglos y conformaron una visión negativista de la sexualidad que sigue perdurando hasta nuestros día y cuál es, a mi juicio, la vía de salida para construir una moral sexual abierta a los desafíos de nuestro tiempo. Pero en eso abundaré en otra ocasión.
NOTAS
[1]Diógenes Laercio, Las vidas de los filósofos, VIII
[2]Epidemias III,18
[3]Historia Natural 8,5
[4]Philotea 3,39
Escuché hoy, martes 7 de mayo de 2013, la entrevista que le hiciera Carmen Aristegui en su noticiero matutino a Oliver Williamson, Premio Nobel de Economía 2009, en el marco de la sexta edición del Foro Mundial de Negocios que reúne a los más grandes líderes empresariales en la ciudad de Monterrey, Nuevo León.
La entrevista me dejó estupefacto. No se trata solamente de la defensa que Williamson hace del modelo capitalista, ni siquiera el reconocimiento público de que lo que él busca es una salida a la crisis emergente que le permita al capitalismo profundizar sus raíces y motivar el emprendimiento empresarial, aquella “codicia natural” alabada por los fundadores de la teoría capitalista. Lo que realmente me puso a pensar fue la ausencia total en el discurso del Premio Nobel de las categorías pobreza, exclusión, hambre, desigualdad. Me parece apreciar que, en el mundo de este teórico del capitalismo, no existe más que el mercado como una máquina implacable que hay que aceitar de cuando en cuando para restablecer los controles y superar las crisis emergentes. La falta de un horizonte social en sus reflexiones, a pesar de los esfuerzos de Aristegui por confrontarlo, no pudo menos que dejarme en shock.
Habrá quienes consideren estúpido mi anonadamiento. En efecto, viendo la clase de reunión a la que asiste Williamson como invitado especial, era de esperarse que no invitaran a Amartya Sen. Cada quien escoge a los teóricos de su conveniencia. Lo que me asombra realmente es que Carlos Marx y su análisis crítico del capitalismo hayan quedado reducidos, ante una Aristegui punzante que preguntó si el marxismo tendría alguna relevancia para la economía de hoy, a decir que Marx había sido un tipo inteligente, que comenzó a pensar en cosas que nadie había pensado antes. Basta. Ningún debate más. Un pequeño accidente filosófico en la marcha imparable y triunfal del sistema capitalista.
Puede ser que mis filias y fobias terminen por nublar mi entendimiento. No quiero meterme en asuntos fuera de mis limitadas competencias (que no incluyen, desde luego, la economía). Quiero compartir aquí solamente que, si encuentro cierta afinidad con el análisis marxista de la realidad económica (no discutiré aquí sobre los otros aspectos de la doctrina marxista), es precisamente porque considero que parte de un horizonte ético con el que siento profunda coincidencia. Me explico.
En el fondo de las consideraciones sistémicas y económicas subyace una realidad humana que considero insoslayable: el sufrimiento de las personas, familias, comunidades y pueblos. Más allá de dogmatismos ideológicos, un sistema económico es pertinente para mí en la medida en que contribuye a eliminar el sufrimiento, a producir condiciones para una vida de plenitud humana. Y esto no acontece sin una profunda revisión de los mecanismos de injusticia que producen pobreza y desigualdad. Esta revisión implacable a la que Marx sometió al sistema capitalista (sin, desde luego, agotarla, ya que el capitalismo es un monstruo de mil cabezas) estaba orientada por su utopía de una sociedad sin clases, libre e igualitaria. Que las doctrinas socio políticas que se construyeron posteriormente teniendo como referencia su análisis económico hayan terminado en sociedades autoritarias, dictatoriales y supresoras de la libertad, no merma en nada el horizonte utópico que guió su búsqueda.
Si esta nota tratara de despojarse de cualquier “ismo” y fuera a lo esencial, yo afirmaría que la intrínseca maldad del capitalismo estriba justamente en que es inevitable que implique el sacrificio de millones de personas para satisfacer el ansia de lucro de unos pocos. Me parece una verdad tan grande como la catedral. Una economía sin referente social, es decir, enfocada solamente a un crecimiento económico mecánico, que obvia los mecanismos de desigualdad y los deja intocados, es una economía perversa, que produce sufrimiento y muerte (ésta sí, no solo estadística o conceptual, sino muerte real, producida por la miseria y el hambre, por las enfermedades curables que siguen matando niños y niñas) y que rechazo desde lo más hondo de mi corazón y de mi espíritu religioso.
Sí, leyó usted bien, desde mi religioso espíritu, que para mí el asunto de la religión pasa también por estos asuntos tan “terrenales”. Por eso quiero hoy concluir esta entrega con un texto del teólogo jesuita español José Ignacio González Faus. Cumplió 80 años el mes pasado. Y a manera de adelantado testamento, dejó estas líneas que ahora comparto con admiración profunda.
“Este 2013 cumpliré los ochenta. La cifra da cierto vértigo. Aunque en Herejías del catolicismo actual digo que me gustaría seguirlo con un comentario al Credo, no sé si esto será posible. Por eso anticipo mi credo personal.
1. Desde hace ya casi medio siglo, el tema de la fe se enmarca para mí en estas dos frases, una de un cristiano y otra de un no creyente. La primera es la profecía de Emmanuel Mounier: en el futuro los hombres no se dividirán según crean o no en Dios, sino según la postura que tomen ante los pobres. La otra es la estrofa impactante de Atahualpa Yupanqui: «hay cosas en este mundo más importantes que Dios: que un hombre no escupa sangre pa que otros vivan mejor», a la que he visto siempre como un buen resumen del modo como Dios se reveló en Jesucristo (hay cosas en este mundo más importantes que yo…).
2. Esta visión de la fe se estructura en dos líneas maestras del Nuevo Testamento.
2.1. La primera, en positivo, es el repetido mandamiento del amor fraterno que no solo atraviesa el texto bíblico sino que está presente en casi todas las religiones, aunque en el Nuevo Testamento adquiere una melodía particular: es un viejo mandamiento que se convierte en «nuevo» porque resume e interpreta todos los demás mandamientos. Y es un mandamiento explícitamente universal: de modo que no se trata sólo de amar a «mis» hermanos sino de que todos los seres humanos son hermanos míos: el adjetivo «fraterno» no limita sino que amplía el mandamiento del amor. El «prójimo» no es el cercano a ti sino aquel a quien tú debes aproximarte, dice Jesús en una parábola.
2.2. Y en negativo, la visión del dinero como el gran enemigo de Dios. Visión que atraviesa los evangelios («no podéis servir a Dios y al dinero»), los textos paulinos («la codicia es idolatría» y «la raíz de todos los males es la pasión por el dinero») y los joánicos («si alguien tiene bienes de la tierra y ve a su hermano pasar necesidad y no le socorre, el amor de Dios no está con él»).
3. Este doble resumen de mi fe (mejor que de resumen, hablaría de «corazón» porque la realidad humana abarca otros muchos aspectos) tiene hoy, a veinte siglos de distancia del mundo de Jesús, un imprescindible componente estructural (no solo personal), que no cabe desconocer. Si desde aquí miro hoy a nuestro mundo, podría escribir otro Manifiesto que comenzara: «Un fantasma recorre el mundo». Pero ahora, dicho en serio (y no irónicamente como en el Manifiesto del siglo XIX), ese fantasma, esa gran amenaza no es el comunismo sino el sistema capitalista. Por más que se lo enmascare con bellas palabras de libertad o progreso, el corazón de ese sistema no es más que la riqueza y el poder: la riqueza que da el poder y el poder que da la riqueza. Es un sistema antifraterno cuyas células madre tienden a configurar un mundo donde unos pocos (cada vez más pocos) dominan a la mayoría. Y la hora que vive hoy nuestro mundo es aquella en que está cuajando y tomando cuerpo esa tendencia.
Esa tendencia estuvo detenida en años anteriores por dos factores históricos: el socialismo de la Unión Soviética que, aun con todos sus desastres, asustó al capitalismo y le forzó a hacer algunas concesiones, y el socialismo de la llamada «socialdemocracia» que trató de buscar una vía media entre los otros dos extremos. La caída del pseudoimperio soviético puso fin a ese equilibrio inestable y desató la dinámica totalitaria del capitalismo, permitiéndole mostrar su verdadero rostro. No importa que la gente sencilla pregunte: ¿para qué quieren tanto dinero?, ¿para qué querrá alguien tener treinta y seis mil millones de litros de agua si no podrá bebérselos en toda su vida?… Por elemental que parezca ese tipo de preguntas, es incomprensible para los narcotizados por el dios Mamón.
Desde aquí me parece que nuestra hora histórica marca una tendencia casi imparable, no a «desarrollar al Tercer Mundo» como se decía antes, sino a «tercermundizar» al mundo desarrollado. Hace pocos años comenzamos a hablar ya de «cuarto mundo» (los enclaves de miseria en medio del primero), pero esa expresión se nos va quedando corta y se quedará mucho más corta cuando pase la crisis económica y, como un huracán del Caribe, deje destruida más de la mitad del estado social que creíamos haber montado. El mundo quedará reducido a un uno o dos por cien de la humanidad, inmensamente rico (aunque lleno de luchas internas por derribar al otro), y una gran mayoría humana sometida a una dictadura camuflada de grandes palabras (civilización, progreso, desarrollo, libertad…) que se utilizarán como justificación de la crueldad de esa tiranía.
No será improbable que algún día esa mayoría estalle en explosión incontrolable, pero tampoco será fácil porque siempre está ese colchón amortiguador de quienes no pertenecen ni a la minoría de los canallas ni a la mayoría de los infrahumanos, de esos que fueron llamados «el segundo tercio» y que son los que más temen perder su posición cayendo en el abismo de los miserables. Ellos, sin querer, pueden actuar como pararrayos de una revolución desesperada y loca. Y además, los tiranos han dispuesto siempre del antiguo recurso defensivo (panem et circenses: pan y circo) que hoy podríamos traducir como «Ipad y circo».
4. Pero no se trata de hacer profecías. La última conclusión de estas reflexiones es que, si el dinero es el mayor ídolo enemigo del hombre, lo es porque es el mayor enemigo del Dios que reveló Jesús. Igual que capitalismo y democracia son a la larga incompatibles, también lo son capitalismo y fe cristiana.
Las iglesias que se preguntan hoy por la descristianización de Occidente no acaban de percibir esto porque ellas mismas han sido cómplices de ese proceso en sus organismos directivos. Los ateos que perdieron la fe tampoco perciben que sea debido a ese proceso del que ellos son solo pequeñas gotas de agua de un tsunami epocal.
De este modo, lo que vaya quedando de cristianismo en Occidente será solo un cristianismo no cristiano: fundamentalista en lo dogmático y servidor del dinero en lo moral. Un cristianismo anunciado ya en tantas sectas norteamericanas que son como primeras nubes de la tormenta que acabará viniendo.
5. Al terminar no me queda más que evocar la frase de Ignacio Ellacuría en la manera como yo suelo reformularla: «una civilización de la sobriedad compartida» (Ellacu decía una civilización de la pobreza) es la única oferta de vida que le queda a nuestro mundo. Para creyentes y para no creyentes. Si no nos la tomamos muy en serio, quizá será el momento de leer esos capítulos que cierran los evangelios cambiando todo el discurso anterior de Jesús ( Marcos 13 o Mateo 24), y empezar a comprender que ni este mundo tiene futuro, ni Dios puede tener sitio en un mundo como este”.
Para Cristina Muñoz, hermeneuta feminista, en su cumpleaños
La exégesis católica no ha dejado de renovarse en los últimos años. Desde el empuje otorgado a la investigación exegética en la iglesia por Pio XII en su Encíclica Divino Afflante Spiritu, sobre los estudios bíblicos, de 1943, hasta la oficialización de la renovación bíblica católica en el Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum (1965), el acercamiento científico al texto bíblico ha tomado carta de ciudadanía en la comunidad católica.
En abril de 1993, al cumplirse los cincuenta años de la promulgación de la Encíclica Divino Afflante Spiritu, el entonces Papa Juan Pablo II recibió, de la Pontificia Comisión Bíblica -un órgano de asesoría a la Santa Sede sobre asuntos bíblicos- el documento La interpretación de la Biblia en la iglesia. En este documento, una vez reafirmada la necesidad de la metodología histórico-crítica para acceder a la recta comprensión e interpretación de los libros bíblicos, la Comisión planteó un abanico de posibilidades interpretativas que asume la legitimidad de muchas aproximaciones al texto: desde los nuevos métodos de análisis literario (retórico, narrativo, semiótico), hasta los acercamientos contextuales más relevantes (liberacionista y feminista), pasando por los acercamientos a partir de las ciencias sociales (lectura sociológica, psicológica o desde la antropología cultural). En cada uno de los casos, la Pontificia Comisión emite un juicio mesurado sobre las virtudes y riesgos de cada una de estas aproximaciones al texto bíblico. La única lectura descalificada por el documento, por obvias razones, es la lectura fundamentalista, que tanto daño ha hecho en comunidades cristianas católicas y no católicas.
El pasado 27 de abril fui invitado a participar en la presentación del libro de Manuel Villalobos Mendoza titulado Cristianos de la segunda generación. Las Cartas Pastorales desde el otro lado (Ediciones El Almendro, Córdoba 2013). En la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, en el sur de Chicago, y con la presencia de numeroso público hispano, dos sacerdotes católicos, una religiosa, un exégeta de la Iglesia Reformada, y un laico católico, doctor en Escrituras, comentamos animadamente el libro en presencia de su autor.
Además del interés que pueda suscitar el estudio mismo de las Cartas Pastorales (dos cartas a Timoteo y una a Tito, tres documentos que reflejan las preocupaciones de un sector de las comunidades cristianas post-paulinas) la particularidad del texto que se presentaba públicamente estriba en su aproximación hermenéutica, que el mismo autor denomina hermenéutica desde el otro lado.
Asociada al impulso mejor de la teología latinoamericana, la opción por los pobres, la hermenéutica del otro lado intenta recuperar las voces silenciadas en el texto bíblico. El autor, en su introducción al libro, lo expresa así: “Cuando leemos la Escritura, usualmente nos ponemos del lado del escritor o autor del texto, y algunas veces del lado de los interlocutores, pero muy rara vez nos situamos ‘del otro lado del texto’, es decir, del lado de aquellos a quienes se refiere, de las personas sin voz propia en el escrito. Ese otro lado es lo que está más allá de nosotros, no nos pertenece ni nos identificamos con él, y está marcado por la distancia (y la exclusión) respecto de quien habla o escribe. Esas personas situadas a distancia y marginadas en el discurso se vuelven diferentes; son otras personas y tienen otra perspectiva sobre la realidad que el texto descubre y define. Esa posición incómoda es la que adopto para estudiar las Cartas Pastorales, con los riesgos que ello implica”.
La aproximación hermenéutica desde el otro lado se funda en experiencias múltiples: la de los emigrantes que cruzan el Río Grande y que se van al otro lado, un lugar en el que muchas veces vivirán sin nombre y hasta sin historia, donde tienen que negociar su existencia en un mundo que los excluye, que los necesita y abusa de ellos pero sin reconocerlos, con leyes que les niegan la existencia y una cultura que los considera distantes, rechazados.
Lo mismo sucede con las mujeres, vistas histórica y socialmente como del otro lado, por no poder entenderse separadas del varón. El sistema patriarcal, que reparte implacablemente tareas y roles, ha determinado que las mujeres sean lo complementario al varón, seres esencialmente dependientes, lo que ha terminado por convertirlas en presas y víctimas del poder patriarcal. Y ni qué decir de las personas homosexuales, seres del otro lado por antonomasia, que experimentan silencio y exclusión en casi todos los ámbitos de su vida. Estos grupos de personas (migrantes, mujeres, gays y lesbianas) conforman el horizonte de lectura de esta novedosa aproximación hermenéutica.
Este es el segundo ensayo de Manuel Villalobos a partir de esta perspectiva. El primero fue su disertación doctoral, plasmada después en el libro Abject Bodies in the Gospel of Mark (Sheffield Phoenix Press, Sheffield 2012). El estudio sobre las Cartas Pastorales, de poco más de 120 páginas, en cuya presentación tuve el honor de participar, nos deja con ganas de más.
Como todo libro que abre camino, el de Villalobos es un libro de búsqueda. Plantea más preguntas que respuestas. Nos invita a echar una mirada muy otra sobre los textos bíblicos y sobre la difícil conformación de una ortodoxia que terminó por silenciar y excluir voces y movimientos de finales del primer siglo que pudieron haber aportado mucho a la conformación de una legítima pluralidad cristiana. La historia, dice el antiguo adagio, la escriben los vencedores. Lo mismo puede decirse de los textos de la Escritura. Recuperar la vitalidad comunitaria en toda su diversidad, silenciada por algunos autores bíblicos, es tarea de la aproximación desde el otro lado. Una tarea más necesaria que nunca, en la medida que las y los constructores del otro mundo posible se hayan enfrascados en la lucha contra el ‘pensamiento único’ y a favor de la pluralidad y la inclusión.
Servidoras del sexo… ¿una opción?
“Y era un pajarillo de blancas alas, / de balcón en balcón, de rama en rama / vendedora de amor, ofrecedora, / para el mejor postor, de su tonada”. Así decía la canción que hace muchos años hiciera popular el cantautor Napoleón y que trataba uno de los temas más populares en la canción popular mexicana: las prostitutas. Desde aquella mujer de quien habla la canción “Mujer de Cabaret”, hasta el travesti engañador de “Gavilán o Paloma”, los y las trabajadoras del sexo han formado siempre parte del imaginario mexicano.
¿Puede alguien, haciendo uso de su libre albedrío, dedicarse por propia voluntad al oficio de vender placer? Es posible. Rius comentaba (aunque después de la caída del muro de Berlín casi todos dejaron de creerle) que en su viaje a Rusia, en los mejores tiempos de la Unión Soviética y su planificación central, se había encontrado con trabajadoras sexuales en el hotel donde se hospedó y que él podía atestiguar que tenían lo suficiente para llevar una vida digna. Así que, según Rius, ellas eran trabajadoras sexuales así, por simple gusto.
Pero, sin duda, en nuestro ambiente esos son casos rarísimos. Regularmente las trabajadoras sexuales son víctimas desde todos los ángulos: víctimas de la pobreza, del régimen patriarcal, del machismo, de la corrupción, de la violencia… hasta del amor. Víctimas porque, muchas veces, no tuvieron otra oportunidad en la vida. Víctimas porque tienen bocas que mantener, porque tienen que comprar la protección de los agentes del orden, porque entregaron el corazón a un hombre que después se dedicó a explotarlas. Víctimas porque saben que la sociedad no tiene para ellas más que desprecios.
Aprendiendo humanidad
Mi madre tenía una tienda de esquina, en aquellos dorados tiempos en que los supermercados eran contados y en las zonas populares todo mundo se abastecía de lo que necesitaba en el estanquillo más cercano. Tenía mi madre, además, un curioso sistema de crédito: los vecinos podían pedir en la tienda lo que quisieran, siempre que el fin de semana saldaran su cuenta puntualmente. Lo de puntualmente, como se imaginarán, era la batalla continua de mi madre, mujer de corazón misericordioso. Pues bien, a cuadra y media de la casa vivía Doña Melba. Yo la conocía porque pasaba frente a su casa todos los días para ir a la escuela. Doña Melba trabajaba en la zona de tolerancia que, en aquellas épocas, estaba situada en la calle 66 sur. Tenía una hija, enferma de una rara enfermedad cuyo nombre me estremecía: síndrome exoftálmico. Doña Melba, como todas las vecinas, compraba en la tienda de mi mamá. Yo miraba y saludaba a doña Melba todos los días y me parecía siempre delgada, pálida y ojerosa. Ha de ser porque la veía cuando ella salía de compras, antes de las siete de la mañana. Un día que no tuve clases mi madre me levantó temprano para que la ayudara en la tienda. A las 7.15 vi entrar a Doña Melba que iba a comprar el desayuno para ella y su hija: medio litro de leche y algunas galletas. Cuando terminó le dijo con voz apenas audible a mi madre: “Doña Soco, me lo apunta en mi cuenta, por favor…” Mi madre le contestó: “claro que sí, doña Melba, que pase un buen día y le da un beso a su hijita”.
Cuando vi que mi madre no apuntó nada en su libreta de deudores, le pregunté qué pasaba. Mi madre solamente dijo: “Doña Melba tiene un trabajo muy duro y no le alcanza para la enfermedad de su hija, así que hemos hecho un pacto sin palabras: ella lleva la mercancía y yo le anoto su deuda en una cuenta imaginaria. Así, su pago semanal es también imaginario. Cuando inicia la semana, comenzamos de nuevo”. “Pero… ¿y el dinero?”, pregunté yo. “Ah, eso es lo menos importante… ya crecerás y sabrás quién es doña Melba y todos los sacrificios que hace para sostener a su hijita…” Nunca mi madre me pareció tan enorme.
La iglesia y el trabajo sexual
No es casual que el trabajo sexual sea conocido como el oficio más antiguo del mundo. Ya en los albores de la historia de Israel, la Biblia conserva con afecto la memoria de Rahab (Jos 2) porque ofreció un servicio invaluable a los espías hebreos y recibió de ellos respeto y reconocimiento a pesar de ser extranjera y pagana. El recuerdo de Rahab es tan fuerte que la Carta de Santiago, en el Nuevo Testamento, insiste en ponerla de ejemplo de quien fue salvada por la obra de misericordia que realizó (St 2,24-26).
Este mensaje veterotestamentario hubiera bastado para que los lectores comprendiéramos que el juicio de Dios sobre las trabajadoras sexuales atiende a cosas mucho más importantes que el ejercicio de su oficio. Pero, por si eso no hubiera sido suficiente, la revelación de Jesús termina por aclararnos el panorama, no solamente porque el Maestro de Nazaret afirma que “las prostitutas se nos adelantarán en el Reino de los Cielos” (Mt 21,31), sino porque el relato de san Lucas nos ha mostrado el incondicional amor de Jesús por estas mujeres en el hermoso pasaje en que Jesús afirma, frente a una pecadora pública: “sus numerosos pecados le quedan perdonados porque ha amado mucho” (Lc 7,47).
Evangelizar el mundo que rodea el trabajo sexual no es empresa fácil. Desde hace muchos años ha habido en la iglesia iniciativas de trabajo pastoral con quienes viven del servicio sexual, pero no siempre han sido comprendidas y apoyadas. Y es que este tipo de trabajo requiere una gran dosis de sensibilidad y capacidad de empatía. Nada más doloroso que recibir un juicio en vez de una acogida, una reprensión en vez de dos brazos incondicionalmente abiertos. En la iglesia tendríamos que aprender más de Jesús, de su misericordia a toda prueba, de su empatía con los débiles y marginados.
Trabajar con las servidoras sexuales en una sociedad machista significará, muchas veces, empujar para romper el círculo de la violencia, ofrecer oportunidades de trabajo digno y bien remunerado, denunciar la cadena de la corrupción que corroe las instituciones que, en lugar de velar por el orden público se hacen cómplices del abuso, señalar a los explotadores, pero también, y sobre todo, acoger con cariño a las víctimas, llorar junto con las trabajadoras sexuales y participar de sus dolores, alegrarse de sus triunfos y ofrecerles la certeza del amor que Dios les tiene, abriéndoles una puerta a la Trascendencia que pueda dar un sentido nuevo a sus vidas. Conozco a muchas personas que, movidas por su fe, hacen este trabajo callado e incomprendido. Ojalá fueran más quienes se empeñasen en la humanización del mundo y en la dignificación de las trabajadoras sexuales.
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