(Le ha sido concedido el Premio “Gilberto Bosques” a nuestro querido amigo Fray Tomás González, director del equipo de “La72 Casa-Refugio para personas migrantes”, por su trabajo de defensa de los derechos humanos de migrantes centroamericanos en su paso por México. El reconocimiento, que me llena de júbilo, es ocasión para compartir en este espacio, como un homenaje a Fray Tomás, este estudio sobre la migración en la Biblia Judía)
Los relatos bíblicos iniciales son una reflexión sapiencial sobre los orígenes de Israel. Estos relatos incluyen en variadas ocasiones el fenómeno de vivir errantes. Adán y Eva son expulsados del paraíso y tienen que abandonarlo, después de haber desobedecido las órdenes de Dios (Gen 3,23-24). Caín es también condenado a vagar después de que asesina a su hermano Abel (Gen 4,14): el Señor le marca la frente para evitar que fuera asesinado por otros, pero no le dispensa el permanecer en estado de errante. Curiosamente el texto dice que Caín “habitó en Erets Nod, al este del Edén” (Gen 4,16), ciudad cuyo nombre es altamente simbólico porque quiere decir Vagatierra o “Tierra de Vagancia”, no en el sentido de estar ocioso y sin oficio, sino en el sentido de “andar por varias partes, sin sitio o lugar determinado o sin especial detención en ninguno” (1). La prehistoria bíblica termina también con una imagen de emigración. Se trata del relato de la torre de Babel (Gen 11,1-9), que termina en un decreto divino: “confundamos su lenguaje, de modo que o se entiendan los unos a los otros. Así Adonay los dispersó sobre la superficie de la tierra…” (Gen 11,7-8). En la prehistoria bíblica, pues, la migración aparece como fruto de un error humano, de una rebeldía contra Dios. El estado ideal perdido, en cambio, es el de un paraíso fijo, estable, tierra de felicidad.
Pero, a contrapelo de esta concepción sapiencial, construida en tiempos del exilio en Babilonia, la historia bíblica, ya desde sus inicios históricos más remotos, está marcada por el abandono de una tierra y el viaje hacia otra. Las narraciones patriarcales reflejan un ambiente de pueblos pastores nómadas, que se mueven a través de territorios organizados en ciudades-estado. El clan semita de Abrahán, que habita en tiendas, procede de Jarán (Gen 12,4) y, más remotamente de Ur de los Caldeos (Gen 11,31). La movilidad de Abrahán es digna de llamar la atención: Siquem, Betel, Négueb, Egipto, regreso a Betel, Hebrón, etc. Todo el territorio israelita es recorrido por este viajero incansable. Perpetuamente emigrante, Abrahán no encuentra reposo sino hasta comprar un pedazo de tierra para enterrar a su esposa (Gen 23), acción relatada en un texto de indudable significación simbólica.
El nomadismo es, pues, el ambiente en el que surgió la primitiva revelación de Dios según la Biblia (Dt 26,6-10). Algunas costumbres del nomadismo permanecieron incluso cuando Israel se hizo un pueblo sedentario, como la venganza de la sangre (Go’el). En su lenguaje coloquial, los hebreos conservaron muchas marcas de este pasado nómada: la palabra “tienda” para designar a la casa (Jue 20,8; 1Sam 13,2; 1Re 12,16). El caso es que los patriarcas del Génesis son presentados como extranjeros en Canaán. Son unos marginados con relación a las ciudades cuyos santuarios frecuentan de manera episódica. Son pastores de ganado menor en vías de sedentarización, de costumbres complejas que tienen afinidades con otros pueblos circunvecinos.
Así pues, en la historia antigua de Israel puede decirse que hay dos concepciones que miran de distinta manera al fenómeno de la emigración: una visión que acusa poca estima de la vida nómada, como en la historia de Caín y Abel en la que el pastor tiene las simpatías del autor, mientras que Caín, el agricultor, termina errante en el desierto, refugio de sedentarios decaídos y de gente fuera de la ley. Lo mismo puede decirse de la visión negativa del desierto, como morada de animales salvajes (Is 13,21-22) y lugar en el que se soltaba al macho cabrío con los pecados del pueblo (Lev 16).
Pero existe también una visión ideal del nomadismo: el desierto es lugar de los desposorios del pueblo con Dios (Jer 2,2; Os 13,5; Am 2,10), mientras que la vida urbana está llena de peligros por el lujo y la comodidad (Am 3,15; 6,8). La civilización urbana guarda el riesgo de la corrupción moral y la perversión religiosa. Comienza a crearse una mística del desierto que se prolongará en la experiencia de la secta qumramita (2).
Los relatos del Éxodo nos dan una nueva faceta del fenómeno de la emigración en la Biblia. Los historiadores no alcanzan aún a ponerse de acuerdo en si los HAPIRU o HABIRU, nombre del que después de derivará HEBREOS, era una etnia o una clase social. Parece ser que el origen del vocablo es peyorativo, algo así como el equivalente de “merodeador o bandido”, pero documentos extrabíblicos nos los muestran con jefes a la cabeza, aunque se hace difícil seguirles la pista en cuanto grupos. La última vez que aparecen en algún documento, es sirviendo como trabajadores forzados en el Alto Egipto. Es por eso que, actualmente, casi todos coinciden en que el término hebreo usado en los relatos del Éxodo no es un término nacional o racial, sino que viene designando a los asiáticos a quienes los egipcios mantienen en relación de servidumbre. Eso hace conveniente distinguir entre hebreo e israelita (una denominación mucho más tardía) e identificar a los hebreos de la Biblia con los HAPIRU (3). No se trata, pues, de una denominación de origen étnico, sino social. Lo que parece unir a personas de procedencias diferentes es su posición en la escala social egipcia: su calidad de siervos pobres, esclavos sin defensa. Es precisamente por esta característica que Moisés puede servir de punto de confluencia entre todos.
Después de salir de la esclavitud de Egipto, el pueblo comienza la marcha por el desierto, recordada por los textos bíblicos en una doble interpretación: el tiempo de las relaciones más puras, del primer amor entre Dios e Israel (Jer 2,1-3), ya que Israel estaba abandonado completamente en los brazos de Adonay, y ningún Baal se había metido entre ellos dos, como después sucedería en el establecimiento agrícola. En el desierto, Dios ha alimentado, vestido y calzado a Israel (Dt 29,5). Pero también una visión menos idealizada que recuerda la travesía por el desierto como dolorida consecuencia de sus culpas. El pueblo de Dios en el desierto aparece en los textos como una chusma obstinada, terca e incrédula (Sal 78,8.17.32.40.56; Sal 136; 106; 78): el desierto como sinónimo de prueba, tipo del juicio futuro (Ez 20,35) (4). Finalizada la marcha por el desierto, los textos miran la entrega de la tierra de Canaán como la última acción salvífica de Dios. La mal llamada conquista de Canaán es una muestra más de la difícil convivencia e interrelación entre un pueblo inmigrante y los habitantes naturales de un territorio.
Una vez terminado el tiempo del exilio, después del triunfo de Ciro sobre los babilonios y habiendo sido aplicada una política de tolerancia, los judíos emprenden el camino de vuelta a su tierra, un regreso progresivo y reducido, lo que quiere decir que muchas familias judías decidieron quedarse en lo que era su lugar de exilio y hacerlo su nueva patria, pero manteniendo lazos de unidad con su cultura madre. Una cara de la migración que suele ser soslayada.
Al lado de este fenómeno está el planteamiento de nuevos problemas para los deportados que regresan a su tierra. Particularmente dolorosa es la relación con los que se habían quedado en la tierra sin haber sido deportados (Zac 5,1-5; Ag 1,2-11; Ez 33,23-39). Con la vuelta del destierro y la reconstrucción del templo, la comunidad judía se fue haciendo cada vez más cerrada. La observancia de la Ley de Moisés se convierte en signo privilegiado de identidad y en fortalecimiento de un sentimiento nacionalista que irá creciendo cada vez más. ¿Cómo tratar ahora a los no judíos? ¿qué tipo de relación se entablará con los extranjeros? Hay dos tendencias para responder a esta problemática: la expresada en los libros de Esdras y Nehemías, que pugnan por el aislamiento de la comunidad y la conservación escrupulosa de la identidad nacional. Por otro lado están los libros de Rut y de Jonás, que muestran la posibilidad de refundar la identidad judía en el marco de una gran apertura a los otros pueblos. Esta tendencia, lamentablemente, quedó en desventaja histórica frente a la primera.
Tener una tierra propia plantea el reto del trato a los extranjeros inmigrantes. Había dos clases de extranjeros: los MOKRI, que eran extranjeros que se encontraban de paso por el país, viajeros o comerciantes. Eran protegidos por la Ley de Moisés y se tenía con ellos deber de hospitalidad, pero no podía entrar en el Templo (Ez 44,7.9), ni ofrecer sacrificios (Lev 22,25), ni comer la cena de pascua (Ex 12,43). La segunda clase era el GUER o extranjero residente, con quienes había una especial obligación de hospitalidad. Era especialmente apreciado si se convertía al judaísmo. Abrahán había sido GUER en Hebrón (Gen 23,24), Moisés lo fue en Madián (Ex 2,22), un hombre de Belén se va de GUER a Moab y se casa con Rut (Rut 1,1), los israelitas fueron GUERIM en Egipto (Ex 22,20). Al llegar a Canaán los hebreos eran GUERIM hasta que se convirtieron en los dueños del país y los extranjeros comenzaron a ser los otros.
En relación con estos inmigrantes, las leyes eran de defensa total (Lev 19,34): Dios no hace acepción de personas y proporciona pan y vestido al extranjero (Dt 10,18; Lev 19,33). El amor al extranjero está mandado a Israel, que sufrió la misma situación en Egipto (Dt 10,19). No puede violentarse el derecho del extranjero residente (Dt 27,19) y deben ser juzgados con equidad por los jueces locales (Dt 1,6). Como recibían muchos desprecios y estaban en situación de desventaja, la Ley de Moisés los colocaba en la categoría de marginados a quienes la ley les concedía ciertos privilegios. Se les enumera junto con “las viudas y los huérfanos” (Jer 7,6), se les ofrece asilo en las ciudades de refugio (Num 35,15); se les concede el derecho de rebuscar en el terreno de cosecha (Lev 19,10) y de comer de la cosecha del año sabático (Lev 25,6), etc. No es, sin embargo, tratado igual que el judío, porque al extranjero sí se le puede exigir interés en los préstamos (Dt 23,20) y estaban obligados a hacer ciertos trabajos (1Cr 22,2). Normalmente, aunque eran libres, no podían tener propiedades (Dt 24,14). Si se circuncidaban, adquirían obligaciones y derechos religiosos (Ex 12,48) y los profetas anuncian que entrarían a formar parte del pueblo de Dios en el reino del Mesías (Is 14,1; Ez 47,22) (5).
NOTAS:
1. Diccionario Porrúa de la Lengua Española, Voz VAGAR (México 1993)
2. DE VAUX Roland, Instituciones del Antiguo Testamento (Barcelona 1976) pp. 41-43
3. Así piensa CAZELLES H, Introducción Crítica al Estudio de la Biblia, Vol I (Estella 1990) pp. 47-48
4. Cfr. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento (Salamanca 1982) pp. 352-361
5. Cfr. A.A.V.V. Enciclopedia de la Biblia, Voz “Extranjero” (Barcelona 1969) p 396
Mérida, Yucatán, a 19 de septiembre de 2013
C. Rolando Zapata Bello
Gobernador del estado de Yucatán
C. Luis Felipe Saidén Ojeda.
Secretario de Seguridad Pública
C. Celia Rivas Rodríguez.
Fiscal General del estado
Acudo a ustedes, de manera urgente, alarmado por la pasividad de las autoridades estatales ante un claro caso de despojo cometido en contra del Albergue Oasis de San Juan de Dios AC, que como ustedes saben, se dedica, desde hace más de 20 años, a la atención y defensa de los derechos humanos de personas que viven con VIH/Sida.
El pasado miércoles 18 de septiembre, decenas de trabajadores provistos de trascabos y otras maquinarias y encabezados por el Lic. Wilberth Mendoza, quien dijo ser representante del Sr. David Peña quien se afirma como dueño del terreno, rompieron una barda e ingresaron a terrenos que posee Oasis de San Juan de Dios desde 1986. Inmediatamente empezaron a construir y a dividir los terrenos. En el lugar de los hechos se encontraban funcionarios del catastro estatal, así como el notario público Luis Silveira Cuevas, de la notaría No. 8. El terreno invadido y cercado por los particulares, sirve como un espacio de cría de animales de granja necesarios para la subsistencia del Albergue.
Lo más grave del asunto, es que en el lugar de los hechos, había dos patrullas de la Secretaría de Seguridad Pública (la número 5930 y la 1944), quienes, a pesar de la insistencia de los representantes del Albergue para que intervinieran y detuvieran a los invasores, se negaron a hacerlo, no obstante que se trataba de un delito cometido en flagrancia. Cabe enfatizar que dichas acciones por parte de los citados particulares, se dieron sin que existiera ninguna orden judicial ni autoridad pública que la ejecutara, con lo cual estamos ante un claro delito de despojo y daño en propiedad ajena.
La incursión de un particular en una propiedad privada para hacerse justicia por propia mano resulta absolutamente inaceptable, además de ir en contra del derecho del posesionario. Si hay un litigio entre posesionario y presunto propietario, éste debe dirimirse en las instancias adecuadas, y no por el uso ilegítimo y arbitrario de la fuerza, lo que constituye un delito. La presencia y pasividad de la policía preventiva, y de tres funcionarios públicos del Catastro, nos hace temer algún grado de complicidad o algún intento de corrupción para pretender hacer pasar como legal lo que no es sino una acción que viola las leyes y los derechos humanos. Pero más grave es la omisión por parte de las autoridades estatales para detener un hecho que constituye un claro delito. Efectivamente, además de la pasividad de los policías arriba reseñada, las y los funcionarios de la agencia 35 del Ministerio Público de Cordemex, donde el mismo día de ayer se presentó una denuncia penal, no han realizado las acciones necesarias tendientes a detener el hecho delictivo. A pesar de haber asistido al lugar de los hechos y corroborado que los particulares invasores no contaban con una orden judicial, se negaron a detener los hechos, incumpliendo con una obligación elemental de procurar justicia y prevenir la comisión de delitos. Como consecuencia de lo anterior, los particulares invasores siguen delimitando y construyendo, de manera ilegal, en el terreno despojado.
Es preciso insistir, en que aunque una parte del terreno se encuentra en litigio, el Oasis ha ganado todas las instancias judiciales y administrativas a través de las cuales ha sido demandado y/o denunciado, con lo cual resulta evidente que esta acción pretende suplantar lo que ante los órganos de justicia no se ha podido lograr.
En múltiples ocasiones, en su discurso, el gobierno del estado Yucatán ha utilizado como argumento principal la prevalencia del estado de derecho y de la seguridad como uno de los elementos que caracterizan a la entidad. Ejemplo de ello, son las recientes declaraciones del Gobernador en la reunión de trabajo con los integrantes de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio, Servicios y Turismo, en donde entre otras cosas señaló que «otra razón para invertir en Yucatán es el Estado de Derecho que impera en nuestro territorio y los niveles de seguridad que se constituyen como la columna que nos permiten un desarrollo social, económico, cultural, productivo y deportivo».
Sin embargo, pareciera ser que ese estado de derecho se aplica de manera selectiva. En el presente caso y a pesar de la existencia de un delito flagrante las instituciones han sido incapaces de detener el delito y resguardar los derechos de Oasis. En consecuencia, no puede hablarse de estado de derecho cuando las autoridades estatales incumplen con su deber de proteger, prevenir e investigar, obligación especialmente reforzada cuando se trata de sectores y grupos en situación de exclusión y vulnerabilidad, como lo son las personas que se benefician del trabajo del Albergue.
Ante estos acontecimientos, exijo de manera inmediata al Gobierno del Estado de Yucatán:
1. Detener todo tipo de destrozos y construcción de parte del grupo atacante en los terrenos que están en posesión del Oasis de san Juan de Dios.
2. Iniciar la investigación y, en su caso, detención y sanción de los responsables de este delito.
3. Investigar y sancionar a los funcionarios que autorizaron el uso de la fuerza pública para resguardar a los atacantes.
Esta carta puede ser reproducida para solidarizarse con el Oasis y puede ser enviada a los siguientes correos:
Durante una buena parte de mi infancia deseé entrar al seminario. El ejemplo de mi párroco me inspiró tal deseo. Llegó, sin embargo, la adolescencia, con todas sus dudas y quebrantos. La preparatoria me inició, en tiempos del movimiento estudiantil y popular surgido a partir del secuestro y asesinato de Efraín Calderón Lara, el Charras, en el interés por la política. Después de esa vorágine que me llevó a ser testigo presencial del ataque armado de las fuerzas de la policía contra el edificio central de la Universidad de Yucatán, pensé que era mejor dedicar mi vida a la lucha social. Por un momento, el seminario dejó de ser mi primera opción. El curso 74-75 era mi último año en la preparatoria, por lo que debía decidir qué carrera me permitiría dedicarme a cambiar la sociedad.
Enseguida pensé en la facultad de economía. No obstante mi falta de afición por los números, el plan de estudios y la vida interna de esa facultad universitaria era lo que más se acercaba a lo que yo quería… Ha llovido mucho desde entonces. El estudio de la economía, poco tiempo después, se transformó de manera radical. Los vientos de Harvard y Yale comenzaron a encumbrar en los puestos públicos a economistas ligados a la llamada línea neoclásica en su derivación neoliberal. Yo decidí, finalmente, entrar al seminario y la vida me ahorró la posibilidad de ingresar al selecto grupo de los Chicago Boys que han construido altares a lo que llaman el libre mercado.
Los economistas de hoy, salvo raras excepciones, se enojan cuando se les habla de ética económica. Dicen que lo científico de su disciplina consiste, justamente, en moverse por los hechos y la fuerza del análisis y no por la imposición de afirmaciones morales que se erigen como argumentos de autoridad. Objetivizan de tal manera a las fuerzas económicas que se refieren, como si fueran entes independientes de la voluntad humana, a las fuerzas del mercado: los mercados “se ponen nerviosos”, afirman de manera que raya en la ridiculez.
Jorge Arturo Chaves (así, con ese), economista de Heredia, Costa Rica, ha llamado a la refundación de la economía (Agenda Latinoamericana 2013, pp. 154-155). Su razonamiento pone bajo juicio la manera actual de abordar los problemas económicos. Reconoce la razón que tienen los economistas al rechazar la injerencia de discursos ideológicos para determinar las decisiones económicas, como si se pudiera determinar qué es lo que hay que producir, establecer los precios de los productos o determinar el tipo de puestos de trabajo que habría que crear. En esto, sostiene Chaves, los economistas tienen razón porque la economía, como ciencia, ha de regularse por un método propio en un esfuerzo por conocer las realidades con las que trata.
Sin embargo, afirma el costarricense, hay dimensiones de la economía que los profesionales no alcanzan a ver por el rígido esquema en que han sido formados. La economía no fue concebida como una ciencia únicamente para resolver los problemas técnicos que puedan surgir del funcionamiento económico, sino que su estatuto científico surgió de la preocupación por definir dos preguntas claves: para qué y para quiénes funciona la economía, y para qué y para quiénes se resuelven sus problemas de una manera o de otra. Al decir de Chaves “la primera pregunta define la dimensión técnica o ingenieril de la economía, mientras que los otros dos interrogantes expresan el carácter ético y político que tiene toda actividad económica”.
La actual funcionalidad de la ciencia económica al dictado de los poderosos de este mundo (eficiencia monetaria, recortes presupuestales, desprecio a las necesidades de la población, consagración de los procesos de acumulación de capitales y del despojo) surge precisamente del abandono de una de las dimensiones fundamentales de la economía en cuanto ciencia: el reconocimiento de que todas las políticas económicas, las medidas gubernamentales o empresariales siempre llevan a construir un determinado tipo de economía y a favorecer a determinados grupos, aunque no se diga o se trate de ocultar bajo razonamientos de aparente cientificidad.
Los ejemplos del abandono de esta dimensión, que brota de la misma racionalidad de la ciencia económica y no de dictados externos, los podemos ver en la crisis europea, reflejo de la crisis norteamericana y mundial: se pospone el apoyo a los desempleados y a las familias que perdieron sus viviendas, por fortalecer, en cambio, a los grupos financieros que fueron, paradójicamente, los responsables principales de la crisis. Es como si a todos los países les estuviera llegando la hora de su Fobaproa y su rescate de carreteras. Soluciones económicas que huelen más a latrocinio que a ciencia objetiva.
La propuesta de Jorge Arturo Chaves es desafiante: en una sociedad marcada por la desigualdad y a exclusión, la ciencia económica ha de recuperar su vocación original de ciencia de la producción y distribución de bienes y servicios para responder a las necesidades de las personas en convivencia y en razonable relación con el resto del planeta, entendiendo por planeta no solo los países y la especie humana, sino las posibilidades limitadas del entorno medioambiental.
Democracia económica, le llaman algunos, aludiendo al control social que los ciudadanos y ciudadanas tendrían que ejercer en torno al cumplimiento de la vocación original de la economía. Chaves prefiere llamarla “refundación de la economía” porque implica la recuperación del carácter humano de la vocación originaria de la ciencia económica, la única manera de garantizar la supervivencia de la sociedad actual y la vida en el planeta.
Esta refundación, advertimos, tendrá que hacerse a contrapelo de los teóricos que legitiman una dinámica económica que beneficia de manera desproporcionada a pequeños grupos de gran poder. Los poderosos y sus legitimadores van a oponerse con todas sus fuerzas a que la economía cambie y regrese a lo que estaba llamada a ser desde sus mismos orígenes. Ese es uno de los campos de batalla en que se juega la construcción del otro mundo posible o la inviabilidad de la convivencia pacífica en este planeta, según la posición que se tome.
No sabemos cómo será la alimentación del futuro. Un buena parte de los niños y niñas que han nacido y viven en las ciudades, no saben de dónde vienen las cosas que comen. Probablemente llegará un momento en el que ya no sea necesario saber de dónde vengan los alimentos porque los comprimidos de vitaminas producidas en laboratorio habrán terminado por sustituirlos completamente. No me gusta ese futuro y doy gracias a la vida (¿o habrá que decir a la muerte?) que me lo va ahorrar. Pero quizá ese sombrío panorama esté dando como resultado la revaloración de los alimentos naturales. El crecimiento de propuestas de comida sana, de regreso a lo orgánico, es cada vez mayor y atraviesa todos los estratos sociales y las localizaciones geográficas.
Pero, a pesar de este movimiento mundial, el panorama no deja de ser desalentador. En los Estados Unidos y en la Unión Europea sólo el 5% de la gente vive del campo. Y de ellos solo el 1% son campesinos. En México el 22% de la gente vive en el campo y de éstos el 80% son campesinos y ocupan el 58% del territorio nacional. Nuestras cifras son, desde luego, menos alarmantes que las europeas. Sin embargo, muestran una tendencia creciente a la baja. Hay quienes hablan, basados en datos del INEGI, de la primera entidad federativa sin campesinos: Tamaulipas. La industrialización parece haber terminado por desplazar al campesinado en aquél estado federativo.
Aquí resalta una diferencia que quiero enfatizar: no es lo mismo vivir del campo o en el campo que ser campesino/a. El monocultivo industrializado, concebido para responder más a la voracidad de los mercados y al afán de lucro que a las necesidades de la población, quisiera un campo sin campesinos. Para los detentadores del poder económico, un campo descampesinado es mucho más rentable. Los campesinos y campesinas resultan un estorbo en este modelo de crecimiento desenfrenado en que se ha convertido el sistema económico neoliberal. Me temo que bajo la retórica de la modernización del campo y la producción alimentaria, se esconde no pocas veces un proyecto de desaparición del sistema de vida de los campesinos/as.
Armando Bartra, con su lucidez acostumbrada, ha publicado un hermoso texto titulado “La Milpa”. Cualquiera puede consultarlo en el portal electrónico www.uyitskaan.org. Bartra sostiene que los mesoamericanos no sembramos maíz: hacemos milpa, que no es lo mismo. La milpa es, desde la perspectiva del artículo, un símbolo de la riqueza de la vida campesina, que no consiste solamente en sembrar, sino que involucra un mundo de sentido, una visión del universo, un paradigma relacional entre los seres humanos y la naturaleza y los seres humanos entre sí.
El establecimiento de un modelo económico que ha terminado por convertir la agricultura en agronegocio, que favorece la producción a gran escala para desplazar la producción familiar y de autoconsumo, que mira a la tierra como mercancía y no como madre nutriente, busca, persigue la destrucción del modelo de vida campesino. El capitalismo es, por eso, esencialmente anti ecológico y depredador del campo.
Es por eso que más de setenta centros de educación alternativa reunidos en el Encuentro Nacional de Escuelas Campesinas, entre los cuales se encuentra la Escuela de Agricultura Ecológica U Yits Ka’an de Maní, decidieron, en la asamblea de 2012, lanzar la iniciativa de celebrar el Día del Campesino y la Campesina. Este año, por primera vez, U Yits Ka’an pone en práctica ese acuerdo celebrando dicha efeméride el próximo sábado 7 de septiembre.
Confluirán en Maní todos los grupos de campesinos y campesinas asociados al trabajo de la escuela: los alumnos y alumnas de las subsedes donde semana a semana se imparte instrucción agroecológica, las comunidades que trabajan en el rescate del cerdo criollo y la abeja melipona, la medicina tradicional y las artesanías, las y los campesinos que producen hortaliza orgánica en granjas ecológicas, maestros y maestras de las instituciones asociadas a U Yits Ka’an, como la UADY y el CRUPY de Chapingo, todos reunidos para reflexionar en la situación del campo yucateco y de las y los campesinos mayas que trabajan y viven en estas tierras peninsulares.
Al conversar sobre sus fortalezas y debilidades, sobre sus dolores y las amenazas que se ciernen sobre ellos, al compartir sus logros y sus experiencias exitosas, las y los campesinos que participarán en Maní este sábado 7 de septiembre, podrán ofrecer un diagnóstico actualizado de la situación de los campesinos y campesinas en la península, harán escuchar sus voces de advertencia y compartirán sus estrategias de supervivencia. Tenemos mucho que aprender de ellos/as.
Presentación del libro Minegra. Las mil y una noches de Mary, de Gaspar Jesús Azcorra Alejos. Mérida, Yucatán, agosto de 2013
Agradezco al Padre Azcorra su invitación a participar en la presentación de este libro, primera obra narrativa de largo aliento que el autor publica. A decir la verdad, no sé si sea yo la persona adecuada para presentar este libro. Sucede que soy amigo del autor desde hace muchos años y no es esa la situación ideal para hacer un comentario objetivo sobre la obra. Cuando esto ocurre, y un amigo presenta la obra de otro amigo, se corren dos riesgos: que la visión crítica deje de serlo y se convierta en un repaso tan placentero, que el autor no se sienta tocado ni por el pétalo de una rosa. El segundo peligro, menos frecuente, estriba en que el crítico, para demostrar su independencia de los afectos, se abalance sobre la obra para destrozarla, como si esto fuera la señal segura de su autonomía. Trataré de evitar ambos extremos.
Minegra tiene una larga historia. La primera lectura la hice en un manuscrito tripartita. La segunda lectura ha sido en esta edición que ahora tengo en las manos. Cuando el Padre Azcorra me solicitó la primera lectura, la obra llevaba un subtítulo: novela corta. Las tres partes del manuscrito eran lo suficientemente voluminosas como para que, unidas, ya no cupieran en la clasificación que el autor proponía. Las batallas del desierto, de mi admirado José Emilio Pacheco, una de las más entrañables novelas cortas que haya yo leído, tiene poco más de 60 páginas. La obra de Azcorra Alejos terminó en 231, con la posibilidad de que en un futuro próximo el autor le añada muchas páginas más. Supongo que esa cantidad de material escrito habrá disuadido al autor a continuar subtitulándola “novela corta”.
Lo primero que tengo que decir es que no estoy seguro de que Minegra sea una novela. En el sentido clásico de la palabra, la novela se distingue por su carácter abierto y su capacidad de contener elementos diversos en un relato de mediana o alta complejidad. Por eso la novela le concede al autor una gran libertad para poder establecer historias cruzadas, integrar nuevos personajes, alterar el orden de tiempos y espacios y hasta introducir dentro del relato mayor textos de naturaleza diversa, como ocurre con algunas de las novelas de Mario Vargas Llosa o Julio Cortázar.
Por eso no estoy seguro de que la obra de Chucho Azcorra pueda ser clasificada como novela. No sé si la nueva subtitulación de Minegra (Las mil y una noches de Mary) se deba al comentario que yo le entregué por escrito al autor después de mi primera lectura y que él terminó colocándolo en la contraportada, en donde señalo la obra como “emulación de las Mil y Una Noches”, pero me parece que el género al que pertenece Minegra es justamente el que corresponde a la célebre obra oriental de origen medieval: recopilación de cuentos que utiliza la técnica del relato enmarcado.
El relato enmarcado en la obra del padre Azcorra es sencillo: una niña tiene una muñeca y conversa con ella contándole cuentos. La relación de afecto entre la muñeca y Mary, su dueña, se extiende a lo largo del tiempo, lo que da lugar a la subdivisión interna de la obra en infancia, adolescencia y juventud. Esa es la trama breve de conjunto. Lo que constituye el grueso de la obra, en cambio, son los cuentos que Mary le cuenta a su muñeca.
Si contamos solamente la primera parte de la obra, que corresponde a la infancia de Mary, encontramos al menos catorce relatos de distintos estilos. Algunos son simples recuerdos de experiencias en la escuela, otros son historias que involucran animales (pez, león, pájaro, perro, gato…) otros, más elaborados como el cuento del Charro Negro o de la familia de robots que los terrícolas mandan a un viaje espacial, uno, el cuento de los caballos, que incluye cuartetos infantiles en verso, otros más introspectivos como el del niño de las tres agresiones y alguno de naturaleza onírica como el cuento de los frijoles. Sería interminable enumerar los cuentos de las otras dos partes de la obra. Baste estas menciones para dar cuenta de la diversidad temática de Minegra y justificar el encuadre clasificatorio que propongo.
La propuesta no deja de ser arriesgada. La sucesión de cuentos podrá parecer cansada a cierto tipo de lectores, pero tiene la ventaja temática (no tipográfica) de poder suspender la lectura al terminar un cuento y continuarla más tarde con otro sin que deba repasarse el marco de referencia. La manufactura de los cuentos es dispareja y va desde relatos simplicísimos hasta elaboradas construcciones que incluyen referentes externos, como el relato del león que hace directa alusión a un relato contenido en la Biblia, en el libro de los Jueces. Y no es la única alusión bíblica que contiene el libro. Pero esta disparidad temática y estructural no es necesariamente un elemento en contra de la obra sino que puede considerarse parte de sus activos.
Quisiera señalar, para terminar, dos elementos que me parece que empequeñecen la obra. Uno debido al autor y otro al editor. Hay un excesivo uso de las comillas, que sirven tanto para señalar una expresión inusual, un vocablo en otra lengua, como para dar un tono distinto a lo que se enuncia. Lo que podría ser un recurso estilístico válido pierde su peso a fuerza de repeticiones innecesarias. Así sucede en la sección de la adolescencia, en la página 75, donde en un párrafo de cinco líneas encontramos tres palabras entrecomilladas: chapeado, tronquitos y finados. O el extremo al que se llega en la página 93, donde se entrecomillan por separado dos palabras contiguas, sustantivo y adjetivo (“abogado” “marrullero”). Habrá que buscar una manera menos repetitiva de subrayar los matices en la escritura.
El segundo elemento son la gran cantidad de detalles o errores tipográficos que pueden encontrarse en la obra. Pongo como ejemplo lo que sucede en la página 81, donde el diálogo se representa por la sucesión de guiones:
– ¡Cállate! le contestó Elvira con un susurro.
– Si quieres puedo seguir contando ¿Te acuerdas cómo terminó todo? Todos ebrios, menos el primo que te llevó a lo oscuro. ¿Cómo sabes tanto? Yo todo lo olvidé.
– Y sé más todavía
El problema, como puede verse en una lectura atenta del párrafo anterior, es que la frase “¿Cómo sabes tanto? Yo todo lo olvidé” corresponde a Elvira y no a la persona con quien conversa. Pero esto confunde al lector porque, sin haber sido separada por un guión, pareciera parte del discurso inmediatamente anterior. Y muchas otras cosas por el estilo.
A veces siento nostalgia por la antigua corrección de pruebas, que constituía la base del prestigio de una editorial o de un medio de comunicación escrita. Hoy hemos abdicado ante la tecnología deshumanizada y dejamos que el sistema corrector de las computadoras haga el trabajo que antes hacía un ojo aguzado y una inteligencia perspicaz. Los resultados son desastrosos, particularmente en la prensa escrita, antes considerada modélica en el arte de escribir. Lo mismo puede decirse de las editoriales, antes afamadas compañías que se ocupaban de lo que daba en llamarse cuidado editorial y que consistía en hacer que un libro se librara de las maléficas erratas. Era esto tan complicado que, desde que el texto entraba para su corrección hasta que quedaba listo para la impresión, pasaba generalmente por cinco lecturas o procesos de revisión. Hoy hay muy pocas personas que hagan ese trabajo y, menos aún, editoriales que lo paguen. Somos ya bichos extraños los que no podemos leer sin un lápiz o una pluma en la mano para señalar las erratas de un libro.
Y como esto va asumiendo el tono de la queja de un viejo del siglo pasado, mejor aquí le paro. Jesús Azcorra ha lanzado su propuesta. La pelota está ahora en la cancha del lector y la lectora. Gracias y buenas noches.
Con el matrimonio de Javier y Ricardo ante un juez de lo civil, se ha inaugurado una nueva época en nuestro estado. Yucatán se ha convertido en un estado más de la República Mexicana en que el matrimonio entre personas del mismo sexo se ha convertido en una realidad innegable. Si atendemos a lo que sucede en otros estados, es posible que no pase mucho tiempo para que esto termine por convertirse en una realidad común en todo el país, hasta que México ingrese en el número cada vez más creciente de naciones que han legislado a favor del matrimonio universal. No soy adivinador del futuro, es solamente que me parece una tendencia irreversible. Cuestión de tiempo.
La formalización de la unión de Ricardo y Javier ante la ley es el fruto de una batalla desigual emprendida desde hace muchos años por un grupo numeroso de organizaciones civiles. Yucatán es el primer estado en el que se pugnó por el matrimonio universal, antes incluso de que fuera una realidad en el Distrito Federal, aunque hubo organizaciones locales que prefirieron ir tras las sociedades de convivencia y se escindieron del movimiento mayoritario. Alguien deberá escribir ordenadamente esta historia, que data ya de varios años. Pero no quiero desviarme del tema que quiero abordar aquí. La unión de Ricardo y Javier, más allá de un asunto privado, ha venido a poner sobre el tapete de la discusión y reflexión públicas la existencia de familias homoparentales. No son, desde luego, Javier y Ricardo las primeras ni las únicas personas homosexuales de Yucatán que comparten sus vidas. Existen numerosas parejas que, sin el reconocimiento de la ley, llevan una vida estable de pareja y conforman familias.
Hay quienes consideran la diversidad sexual como una realidad enriquecedora, una bendición. Para este tipo de personas, el matrimonio de Ricardo y Javier ha significado una buena noticia. Hay también muchas personas que consideran que tal reconocimiento constituye una catástrofe antinatural. Sostienen que el matrimonio entre personas del mismo sexo se alza contra los valores de la familia auténtica y se opone, por ello, a la ley natural. Ambas posiciones tienen argumentos que vale la pena considerar. En un debate abierto es necesario que aprendamos a escuchar voces diversas y a sopesar las razones de ambos bandos. El debate tiene muchas aristas. Sobre algunas de ellas he dado mi opinión en este mismo espacio. Quisiera hoy aludir a la idea, apoyada a veces con argumentaciones religiosas, que sostiene que el matrimonio constituido por personas del mismo sexo no podría ser considerado familia y compartir con las pacientes lectoras y lectores de esta columna, algunas ideas que pueden contribuir a ampliar la discusión.
Nací en una familia de tradición cristiana y estoy agradecido a Dios por ello. Mi familia, como la de tantos, es una familia común, con muchas virtudes y muchos defectos; humana, pues, como todas las familias que me rodean. La vida me ha llevado a conocer familias de todo tipo: nucleares y extensas; monoparentales, biparentales y otras donde la experiencia de paternidad y maternidad ha sido generada por otros miembros familiares como tíos o abuelos; familias conducidas por mujeres solas o varones solos; familias con vínculos legales y religiosos y familias que consideran innecesarias las formalidades jurídicas; familias homoparentales que mantienen relación con hijos/as tenidos en anteriores relaciones; familias donde la realidad del divorcio coloca a los hijos/as frente a una experiencia de relación compleja con la nueva familia del papá y de la mamá… y así podría enumerar muchas más modalidades de familia que conforman el panorama actual, diferente años luz de aquel monolítico modelo familiar de apenas hace un siglo.
Una de las cosas que la vida me ha enseñado es que la clave de la felicidad de una familia (no la felicidad teórica de las pláticas de orientación familiar, sino aquella de carne y hueso, la felicidad posible) no estriba en la conformación de dicha familia, sino en el tipo de relaciones que se establecen entre sus miembros. Y creo que esta conclusión podría ser compartida por cualquier observador desinteresado de los cambios registrados en los últimos años en ésta que es la estructura social mínima, o al menos, la más cercana al proceso educativo de los seres humanos, sobre todo en la etapa de la infancia.
Por eso pienso que pretender que haya un solo modelo válido de familia es un error histórico y sociológico. Y, en el caso de las confesiones cristianas, puede ser hasta un error teológico, si a las fuentes de nuestra fe nos referimos. Me alegra mucho que el credo, consenso difícilmente logrado en la historia de la iglesia católica, no incluya “creo en la familia”, y mucho menos en determinado tipo de familia. Quisiera que todas las familias, como quiera que estuvieran conformadas, iluminaran su experiencia relacional con las enseñanzas del evangelio. Pero no creo que eso se logre haciendo de la defensa de un solo tipo de familia una bandera que genera exclusiones y consagra desigualdades.
Para no hablar del Primer o Antiguo Testamento, las Escrituras judías, en donde las familias que aparecen están muy lejos de corresponder al reciente modelo de familia nuclear (pensemos solamente en la poligamia), la misma tradición cristiana no es unánime en lo que toca a la consideración de la familia. Hay, cuando menos, dos tradiciones que se debaten en los textos bíblicos neotestamentarios. Existe, sí, la tradición deuteropaulina en la que el hagiógrafo, deseoso de insertar a las comunidades cristianas en la sociedad grecorromana de finales del siglo I, incorpora a su reflexión las tablas de deberes o códigos domésticos que trataban de modelar las relaciones del hogar de acuerdo con las normas de decencia prevalecientes en dicha sociedad. El molde de la época llamaba a los esclavos, a las mujeres y a los niños, a someterse a sus amos, a sus maridos y a sus padres, respectivamente (Efesios 5,21 – 6,9; 1Tim 2,9-15; 6,1-2), apuntalando el modelo de familia patriarcal vigente y que continuó siendo mayoritario durante muchos siglos en el occidente cristiano.
Pero existe otra tradición, que se reclama al Jesús histórico según los evangelios, bastante menos benévola con la tradición patriarcal de las familias. Hay testimonios de cómo el anuncio del evangelio viene a traer división y no unidad en el seno de las familias (Lc 12,51-53), testimonios de relativización de la estructura patriarcal (Mt 23,9) e incluso de rechazo a los vínculos familiares (Mt 8,21-22; Lc 9,61-62) y, todavía más desconcertantes, están las palabras de Jesús relacionadas con su familia (Mc 3,31-35). Si a esto añadimos la experiencia de las difíciles relaciones de Jesús con su propia familia, tal como nos la narran los evangelios (Mc 3,21; 6,4; Jn 7,5), se nos ofrece un panorama en el que, si algo queda claro, es que para Jesús, máxima revelación de Dios para los cristianos, ni la familia es intocable, ni lo más importante, ni las relaciones de parentesco son lo fundamental. Los testimonios sobre la experiencia de Jesús con que contamos son abrumadores: dejó la familia en que vivía, no se casó ni formó un hogar, fue crítico con la institución familiar y con los vínculos de parentesco.
Y no es que Jesús estuviera contra la familia. Deducir esto de los textos que comentamos sería de una simpleza rayana en la insensatez. Lo que pasa es que para Jesús lo más importante, lo verdaderamente fundamental, son las relaciones libres y basadas en el amor mutuo, justo el tipo de relaciones que él describe como esenciales para la vida eterna (Lc 10,25-28). Por eso conforma con sus discípulos un nuevo tipo de familia, y les advierte severamente no repetir en esta nueva experiencia relacional, los criterios de desigualdad que prevalecían en las familias de la sociedad patriarcal de su tiempo (Mt 20,20-28; 23,8-12). Una nueva familia sin el lastre de la figura del patriarca (Mc 10,28-31). Toda familia que se precie de ser cristiana debería ajustarse a los criterios propuestos por Jesús. Pero no cabe duda que para lograrlo, tendría que desmantelar muchos de los condicionamientos socioculturales con que se ha ido conformando a lo largo de los siglos.
Si a esto añadimos datos provenientes de la historia documentada de la iglesia católica, como el hecho de que hasta el año 845 el matrimonio se justificaba entre los cristianos por razones de derecho civil romano y no por argumentaciones teológicas, o que la primera vez que se atribuye al matrimonio un carácter religioso es hasta el Concilio de Letrán, en el año 1139, o que el Concilio de Verona, en 1184, es el primero que se refiere al matrimonio como sacramento (tal como entendemos ahora esta categoría teológica), entonces ponderaríamos más detenidamente los actuales cambios que se suscitan dentro de las familias y tal vez, sólo tal vez, dejaríamos de atribuirlos a fuerzas malévolas (como la revolución sexual y la ideología de género) cuyo único fin sería destruir la civilización occidental. Me temo que las cosas son mucho más complejas que eso. Bienvenido sea, pues, el debate sobre las familias, a condición de que se reconozca que las cosas no son monocromáticas o, apenas, en blanco y negro.
Nils Christie es un sabio. Noruego, de 85 años, ha dedicado su vida al estudio del crimen, sus efectos y su combate. Sociólogo de profesión, sacudió al mundo con la publicación de su obra clásica Los límites del dolor (traducida y publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1984). Su experiencia, combinada con su origen nórdico, ha dado a luz una de las más brillantes reflexiones acerca del dolor infligido en el sistema carcelario y le han permitido hacer comparaciones entre los sistemas penitenciarios de diversas regiones del mundo.
Un reciente número de la revista Letras Libres (171, marzo de 2013) contiene un artículo suyo titulado “El umbral del dolor” y traducido por Ramón González Férriz. En esa entrega, Christie reflexiona acerca del sistema penitenciario noruego, la fallida guerra contra las drogas y la contradicción que existe entre la búsqueda de un estado de bienestar, característica de los países nórdicos, y un instrumento de sanción, la cárcel, cuyo objetivo es infligir dolor a las personas sancionadas. No voy aquí a reseñarles el artículo (se puede tener acceso al texto en www.letraslibres.com) que, además, viene acompañado en la revista por una serie de interesantísimos artículos breves sobre escritores que estuvieron en prisión. Quiero solamente compartirles dos elementos de la reflexión de Nils Christie que me han sacudido y me han hecho pensar.
En la lista de países que más encarcelan, México se encuentra en cuarto lugar, solamente debajo de Estados Unidos, Rusia y Brasil, con 239,941 personas presas, lo que significa 20.7 presos por millón de habitantes. De esa cantidad extraordinaria de personas encarceladas (sobre todo si la comparamos con Noruega, el país con menos gente en la cárcel: 3,575 en todo el país), el 40.3 % se encuentra en prisión preventiva, es decir, que se trata de personas cuya culpabilidad no ha sido todavía probada. En esto último somos campeones absolutos a nivel mundial. Y no obstante estas alarmantes cifras, el drama de la impunidad sigue siendo uno de los más acuciantes en nuestro país. Lo que, en materia de lógica elemental, confirma el refrán –en las cárceles mexicanas más apropiado que nunca– “ni están todos los que son, ni son todos los que están”.
El primer impacto que registro en la lectura del artículo de Christie es la mirada echada a la cárcel como un lugar cuyo objetivo es infligir dolor. No puede esperarse otra cosa de la cárcel, dado que su objetivo es punir, es decir, castigar. Interrogados los presos de la cárcel más avanzada de Noruega, una pequeña isla del fiordo de Oslo, sobre si una vez cumplida su sentencia, cuando estuvieran a punto de ser liberados, se les ofreciera quedarse unas semanas más como en una especie de vacaciones normales de verano y, además, gratis, qué responderían, se oyó un murmullo que se convirtió en clamor: ¡no, nunca! A partir de su larga experiencia Nils Christie concluye que “incluso fragmentos del paraíso se convierten en el infierno si se utilizan como parte de una ceremonia de degradación, si quienes son enviados ahí saben que su estancia tiene como objetivo herirles y avergonzarles… las cárceles están hechas para el dolor , independientemente de las condiciones materiales en nuestros Estados. Ser condenado a ingresar a la cárcel es ser condenado a la mayor degradación”.
Esta situación plantea una disyuntiva no fácil de resolver, sobre todo para quienes se dedican a la promoción y defensa de los derechos humanos. Sabemos que la impunidad favorece la comisión de delitos y la violación de derechos humanos. Estamos en la línea, pues, del combate contra la impunidad. Pero somos conscientes de que en las cárceles, no sé si en todas partes, pero sí en nuestro país, se castiga más la pobreza que el delito. Los principales violadores de derechos humanos y los delincuentes que mayor daño han causado a este país, andan libres por las calles, mientras que en nuestras prisiones se hacinan quienes tienen problemas de adicciones o han robado un teléfono celular. El sistema carcelario no roza, ni con el pétalo de una rosa, el misterio de iniquidad en que se ha convertido el mundo gracias a un sistema socioeconómico y político deshumanizante y productor de desigualdades.
Además, la utopía que sirve de brújula a las y los activistas de derechos humanos es la construcción de una civilización de respeto a la dignidad de cada persona, lo que implica la búsqueda del mayor nivel de felicidad posible para cada ser humano que habita este planeta. Para muchas organizaciones de derechos humanos, particularmente las de inspiración cristiana, la reducción del dolor es uno de sus referentes fundamentales. Si algo constata una lectura crítica de los evangelios es que Jesús de Nazaret dedicó una buena parte de su vida y su actividad a paliar dolores y combatir sufrimientos… ¿cómo conjugar esto con la búsqueda de castigo y la prolongación de un sistema carcelario cuyo objetivo prioritario es degradar y hacer sufrir?
Una segunda inquietud que me despierta la lectura del artículo de Nils Christie parte de una reflexión que me sacude. Sostiene Christie que hay una reciente tendencia a civilizar muchos conflictos: “cuando alguien se porta mal, puede considerarse un delito, un acto que exige castigo. Pero también es posible verlo como un conflicto, un acontecimiento que hay que describir, comprender y por el que finalmente hay que resarcir… muchos implicados en Noruega (en esta nueva aproximación al combate al delito) comienzan a estar más interesados en saber, en comprender, que en infligir dolor a la otra parte. Infligir dolor debería ser la última alternativa posible a la hora de crear sociedades en las que valga la pena vivir…”
Digo que me sacude porque, justo ahora que comienza el tiempo de la escuelita zapatista, alcanzo a intuir que los noruegos están llegando a la mismísima conclusión a la que llegaron, ya desde hace varios siglos, muchos de los pueblos originarios, que han tenido la sabiduría de construir mecánicas de sanción que persiguen comprender y solucionar el conflicto más que simplemente hacer sufrir. Ahí está la tarea aún por hacer de valorar los sistemas normativos de justicia de las comunidades mayas, tan amenazados en su supervivencia por el sistema judicial y penal que nos rige, y de replantearnos si no sería una puerta de salida a este hoyo perverso en el que se ha convertido nuestro sistema penitenciario mexicano.
Me encanta la sensatez de Jesús de Nazaret. La parábola leída este domingo en todas las iglesias católicas del mundo me parece sobria, inteligente, cuestionante (Lc 12,32-48). Puesta por el evangelista en el contexto de una solicitud, rechazada por Jesús, de constituirse en mediador en asuntos de herencia, la parábola tiene una resonancia especial. Es una experiencia común, no sólo en la época de Jesús sino también en la nuestra, que la herencia pueda dar al traste con la armonía familiar. Familias antes unidas se desmoronan ante los pleitos que las herencias suelen suscitar. Jesús no quiere ser administrador de herencias. Prefiere concentrarse en lo esencial: recomendar a sus discípulos tener un corazón libre ante los bienes de este mundo.
La parábola de Jesús se comprende mejor si conocemos cuál era la situación de desigualdad social que campeaba en su tiempo en Israel, de manera particular en la zona de Galilea. Menciona Antonio Pagola en su reflexión dominical que, mientras en las ciudades de Séforis y Tiberíades crecía la riqueza, en las aldeas aumentaba el hambre y la miseria. Los campesinos se quedaban sin tierras y los terratenientes construían silos y graneros cada vez más grandes. El texto de la parábola a la que hacemos alusión no es la única ocasión en que Jesús se refiere a esta dolorosa situación: también lo hace en la parábola conocida como de los “empleados de última hora”, ésta de tradición mateana (Mt 20,1-15), en la que se ve a un propietario que sale a buscar trabajadores en ¡cinco ocasiones! Y siempre encontró a gente esperando empleo. La dura realidad era que los propietarios, unos pocos latifundistas, acumulaban la tierra que, según una vieja tradición israelita, debería estar repartida entre todas las familias.
La situación de desigualdad que se trasparenta en el evangelio era producto de uno de los azotes más grandes de la época de Jesús (y también de la nuestra): las deudas. Familias enteras perdían su patrimonio ahogados por la implacable falta de piedad de los prestamistas. Cuando una familia terminaba perdiendo todas sus propiedades, no había más remedio que vender la propia fuerza de trabajo e, incluso, vender la libertad de la propia familia, como lo muestra la parábola de Mt 18,21-37, que señala cómo el acreedor determina que “como (el deudor) no tenía con qué pagar, el señor (acreedor) mandó que lo vendieran a él, con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara con eso”.
A esta luz, la actitud del hombre que tiene una cosecha sobreabundante y que solamente piensa en cómo agrandar sus graneros, resulta profundamente insensible. Volvamos a Pagola: “Un rico terrateniente se ve sorprendido por una gran cosecha. No sabe cómo gestionar tanta abundancia. ‘¿Qué haré?’. Su monólogo nos descubre la lógica insensata de los poderosos que solo viven para acaparar riqueza y bienestar, excluyendo de su horizonte a los necesitados. El rico de la parábola planifica su vida y toma decisiones. Destruirá los viejos graneros y construirá otros más grandes. Almacenará allí toda su cosecha. Puede acumular bienes para muchos años. En adelante, solo vivirá para disfrutar: ‘túmbate, come, bebe y date buena vida’… Este hombre reduce su existencia a disfrutar de la abundancia de sus bienes. En el centro de su vida está solo él y su bienestar. Dios está ausente. Los jornaleros que trabajan sus tierras no existen. Las familias de las aldeas que luchan contra el hambre no cuentan. El juicio de Dios es rotundo: esta vida solo es necedad e insensatez… La desigualdad es, sencillamente, la última consecuencia de la insensatez más grave que estamos cometiendo los humanos: sustituir la cooperación amistosa, la solidaridad y la búsqueda del bien común de la Humanidad por la competición, la rivalidad y el acaparamiento de bienes en manos de los más poderosos del Planeta”.
A la atinada reflexión de José Antonio Pagola quisiera añadir un dato que no emerge de los evangelios, sino del conocimiento actual de lo que conocemos como “crisis ecológica”. Una lectura de la parábola del rico insensato hecha desde la situación actual de catástrofe del ecosistema en la que nos encontramos, podría darle a la parábola una nueva óptica.
En efecto, los cambios monumentales que tendrían que hacerse por los países para frenar el deterioro del ecosistema se antojan imposibles en el marco del sistema económico neoliberal en el que vivimos. Ya Antonio Turiel lo señala con acierto: “Es evidente que en el marco de un sistema de economía de mercado, el capital privado no acometerá una inversión tan grandiosa y de tan dudosa o nula rentabilidad”. Jorge Reichmann (Agenda Latinoamericana 2013, pp. 142-143) expone con lucidez que las exigencias de rentabilidad propias de un sistema socioeconómico basado en el lucro y la acumulación terminan siendo incompatibles con la preservación de una biósfera habitable. Y esto por un dato muy sencillo: la naturaleza intrínsecamente expansiva del capitalismo choca con los límites de una biósfera finita. El capitalismo es, en palabras de Reichmann, “una máquina infernal… con su sueño de crecimiento indefinido de la producción y del consumo, es una revuelta contra los principios de la realidad… nos ha situado ya a un paso del colapso civilizatorio”.
Hace algún tiempo, los que trabajamos en la Escuela de Agricultura Ecológica “U Yits Ka’an”, de Maní, Yucatán, fuimos acusados de encubrir nuestra filiación socialista bajo el ropaje ecológico. Nos llamaban sandías: verdes por fuera y rojos por dentro. Me temo que no andaban tan desencaminados, ellos en sus críticas y nosotros en el camino que desde hace muchos años decidimos seguir. La realidad va demostrando cada vez más que para hacer frente a la grave crisis ecológica a la que hemos empujado al planeta se necesita, de manera indispensable, poner límites al libre mercado, reducir el poder del capital, desterrar la mercantilización de la naturaleza. La economía no puede estar exenta de criterios de sustentabilidad y de justicia. Y el sistema neoliberal en el que vivimos es intrínsecamente depredador.
Ha llegado la hora de reconocer, junto con el investigador belga Daniel Tanuro, que el calentamiento climático y, más en general, la crisis socio-ecológica en la que estamos metidos, pone inevitablemente sobre la mesa la cuestión del cambio del sistema socioeconómico. Es indispensable comenzar a hablar claramente de un necesario ecosocialismo o “civilización de la sobriedad compartida”.
Una primera consecuencia de esto sería el ensayo de nuevas prácticas de consumo, personales y colectivas. Consumo responsable, le llaman los especialistas. No soluciona el problema, pero nos coloca en la vía correcta. Y de nuevo los clásicos revelan su profundidad. San Juan Crisóstomo subrayaba con énfasis: esos zapatos que tienes en tu armario y que te sobran, se los estás robando a un pobre. Sí, aunque los hayas comprado con un dinero legítimamente obtenido. Porque Dios hizo todas las cosas para todas las personas y tú posees de sobra algo que a alguna persona le está haciendo falta. Un principio que, de aplicarse, haría que desaparecieran tantos ricos insensatos como los de la parábola de este domingo pasado.
P.D. Desde este rincón del Mayab, este oscuro y mínimo espacio de opinión perdido en la selva cibernética, saluda a la escuelita zapatista. Una oportunidad más para que todas y todos aprendamos de la lucha indeclinable de los pueblos por la libertad.
En 1947, once años antes de que yo viera la luz, nació el primer canal de televisión en México. No tengo el registro exacto de cuándo dieron inicio las transmisiones de televisión en Yucatán y mucho menos cuándo las familias pudieron comenzar a adquirir televisores. Hay, sin embargo, un recuerdo que me acompaña: cuando yo tenía alrededor de cinco años (1963) una catequista de la parroquia, Hilma Maury, que vivía a solo una cuadra de mi casa, compró una televisión. En varias cuadras a la redonda debía ser la única persona que había adquirido el aparato, porque abría su casa para que todos, especialmente niños y niñas, pudieran gozar de aquel espectáculo que se antojaba milagroso: de una caja grande puesta en lo más alto de un estante, salían imágenes y sonidos que nos transportaban a otros lugares y otros tiempos.
Hilma Maury, fiel colaboradora de la parroquia de san José de la Montaña, había decidido sacarle provecho a su televisor en beneficio de la iglesia. Así que, alrededor de las cuatro de la tarde, cuando los niños y niñas habían terminado ya de hacer sus deberes escolares (Hilma se aseguraba con los papás de que así fuera), la casa se abría y los infantes llegaban en tropel y, sentaditos en las bancas sin espaldas en las que sábado a sábado recibían la doctrina cristiana (porque la casa de Hilma Maury era también un centro catequístico), podían ver la programación infantil por alrededor de una hora, siempre y cuando dejaran un donativo que se echaba a la alcancía con la imagen de un anciano san José.
Yo era uno de esos niños hambrientos de imágenes. Con la asiduidad que permitía mi ahorro (me daban diez centavos para gastar en la escuela, lo que nos alcanzaba para un vaso de horchata y alguna galleta en el recreo… bastaba con tomar sólo la horchata y abstenerse de la galleta para que los cinco centavos sobrantes fueran a terminar en la alcancía del viejito san José) me convertí en fanático de la televisión. Pronto encontré la manera de asistir a las funciones diarias sin tener que depositar en la alcancía el donativo que me correspondía entregar. Voy a contarlo aquí porque, estoy seguro, dentro de poco tiempo no podré ya recordarlo.
Resulta que entre los programas que ofrecía la televisión en el único canal de transmisión con que se contaba en aquellas épocas, estaban las caricaturas de Popeye el Marino, en blanco y negro, por supuesto. El problema era que las caricaturas llegaban habladas en inglés y subtituladas en español. La mayoría de los niños de mi edad no podían todavía leer los subtítulos, así que se conformaban con mirar las caricaturas e interpretarlas según lo que iba ocurriendo. Nadie de nosotros podía saber que el HELP que constantemente lanzaba Olivia cuando era atacada por Brutus, era una llamada de auxilio. Hasta que en una ocasión, a petición de mi compañero de banco, William Solís, comencé a leer en voz alta los subtítulos. De repente, todos los niños y niñas, con la mirada absorta en la pantalla, comenzaron a pedir que yo tradujera lo hiciera en voz alta, de manera que todos pudieran escucharlo y entender así mejor lo que ocurría en la pantalla.
Hilma Maury, ni tarda ni perezosa, pensando en los niños que terminaban yéndose de la función aburridos cuando no podían entender los diálogos, me llamó aparte. Me dijo que si yo iba todas las tardes y leía en voz alta los subtítulos, podía entrar sin tener que dejar el donativo requerido en la alcancía de san José. Ese fue mi primer empleo, a los cinco años de edad, que duró hasta que la televisión hizo su gloriosa aparición en mi casa. Para entonces yo tenía ya ocho años, uno antes de que el homo sapiens pusiera su pie en la luna.
Todo esto viene a cuento porque acabo de ver en el cine la película El Llanero Solitario. Me hizo recordar el programa que, semana a semana, veía yo en la televisión en los años de mi infancia. El grito de “¡Hayo, Silver!”, seguido de la música de la Obertura de Guillermo Tell, anunciaban el inicio de aventuras insospechadas en las tierras del Oeste norteamericano. La película, lo imaginarán ya a partir de todo lo antecedente, me dejó un buen sabor de boca. Pero, además de los recuerdos de infancia, me llamó la atención su vertiente crítica. Y a eso quiero referirme.
Desde hace algunos años se ha venido conformando una convicción colectiva común, evidenciada por hechos cada vez más públicos y publicados: los gobernantes ya no gobiernan. Las fuerzas que se ocultan detrás del poder económico terminan por imponer sus leyes. La OMC, el FMI, el Banco Mundial, dictan sus recetas y los gobiernos nacionales no tienen más remedio que obedecerlas. Ante esta dictadura del mercado, las elecciones aparecen como simples juegos distractores.
La imagen del gobernante recibiendo órdenes de los grandes dueños del capital queda transparente en la película El Llanero Solitario. No sólo en el momento en que el empleado de la compañía de ferrocarriles le espeta al Ranger: “si no puedes con el cargo, yo me encargaré de encontrar otro que sí pueda…”, sino a lo largo de toda la película en la que queda al descubierto que los aparatos oficiales de gobierno están al servicio del gran capital. En el filme todos parecen resignarse a esa situación: el que tiene el dinero manda. Todos, menos el Llanero Solitario que, desertando de la idolatría de las leyes, al descubrir que es apenas una careta tras la cual se oculta la dictadura del mercado, se convierte, junto con Toro, su fiel acompañante (aunque en la película, viéndolo bien, no se sabe bien a bien quién acompaña a quién), en un forajido, un fuera de la ley, un rebelde.
La película me recordó lo que Manuel Vicent señalaba en un reciente artículo en El País: “Detrás de los políticos de cualquier bando están los que mandan de verdad: entes económicos difusos e intocables cuyo armamento invisible desarrolla una contundente capacidad de fuego cuando las circunstancias lo requieren. En la Gran Depresión del 29 del siglo pasado los banqueros y grandes industriales se arrojaban al vacío por la ventana, porque su ruina era personal e intransferible. Hoy solo se suicidan los pobres. Puede que un obrero en paro al que han desahuciado se queme a lo bonzo en la puerta de la empresa, pero detrás de la razón social que se exhibe en la fachada no existe ningún rostro concreto, imputable. Los políticos solo son la sábana de estos fantasmas. El poder económico que gobierna el mundo desde el otro lado del espejo necesita que en cierto modo los políticos sean corruptos porque la corrupción política encubre la suya propia, el desprecio con que se sacia el público a los intocables les sirve de parapeto. ¿Quién es Barak Obama sino un ser que ocupa la Casa Blanca con la única misión de vender con voz de blues las órdenes que recibe? En teoría se trata del hombre más poderoso del planeta que no ha podido eliminar la cárcel de Guantánamo, que da por bueno que en nombre de la seguridad haya una red de espionaje mundial y acepta que en el Despacho Oval pueda haber un grillo detrás del retrato de George Washington. Los políticos están ahí para que la burla que volcamos en ellos dé salida franca a la frustración social. En su espejo mediocre se refleja nuestra mediocridad…”
Todo esto me recordó la película El Llanero Solitario, la más reciente producción de Disney.
He regresado verde. Repleto de verde. Henchido de verde. Verde los pulmones y verde el corazón. El verdor de Nicaragua se me ha metido por las pupilas, se ha alojado entre mis entrañas, me ha trastornado el cerebro. Uno nunca vuelve el mismo cuando regresa de Nicaragua, la Nicaragua heroica de la lucha contra la dictadura, la Nicaragua forjada con una impresionante cantidad de santos/as laicos/as, la Nicaragua del bosque perenne. Estoy verde, sí, (Charly García dixit), pero verde de Nicaragua.
Pasé cinco días en las montañas de Estelí. La Garnacha fue el lugar del encuentro de delegados y Delegadas de la Palabra de varias diócesis nicas. Compartimos el estudio de los evangelios de Mateo y Lucas, nos reímos con los ocurrentes noticieros nocturnos, estudiamos, trabajamos y oramos juntos. Al amparo de un sacerdote Hermanito de Jesús, de la espiritualidad del gigante Charles de Foucauld, fuimos y vinimos por los textos evangélicos como por nuestra casa, alimentando nuestro espíritu, fortaleciendo nuestra hermandad, redirigiendo nuestra estrategia pastoral.
Debo esta visita a Nicaragua a la generosa invitación del equipo Teyocoyani, misioneros/as laicos/as enteramente dedicados/as a la evangelización. Su entrega es ejemplar, su camaradería contagiosa, sus atenciones exquisitas. Pienso, sin temor a equivocarme, que un equipo con esta propuesta y esta visión amplia y de largo plazo es absolutamente singular en el panorama evangelizador y pastoral de nuestros países latinoamericanos. Es el fruto maduro de una iglesia martirial.
Terminado el taller, gocé de la hospitalidad de mi amigo, el Dr. en Teología José Argüello. No es la primera vez que la casa que comparte con su esposa, se convierte en mi casa. Amo la Nicaragua que me hizo conocer José Argüello: la de la Laguna de Apoyo en Catarina, en el Departamento de Masaya, con su mirador y su música típica. Ahí pude constatar cómo la pintura primitivista que ha hecho célebre el archipiélago de Solentiname no es una creación imaginaria, sino el retrato casi puntilloso de una vegetación exuberante que esconde, aquí y allá, rastros de tejas rojas. Experimenté también el momento mágico en que el cielo, a la caída de la tarde, baja y regresa a posesionarse de la laguna, protegiéndola así de la oscuridad de la noche.
Amo la Nicaragua del poeta Leonel Calderón, cuya hospitalidad gocé una tarde memorable. Hombre de sangre libanesa y nicaragüense, apóstol del verso, poeta católico e ilustrado. Amo la Nicaragua de Michéle Najlis, poeta también y compañera, amiga dulce y frágil, entrañable. Amo la Nicaragua de las letras gloriosas, la amada de Julio Cortázar, la de los cuentos completos de Rubén Darío, su gloria nacional, de Ernesto Cardenal y su luminoso verbo místico y revolucionario, de Fernando Cardenal, su hermano, sobrio y puntual en sus memorias tituladas “Sacerdote en la Revolución”… Amo esa Nicaragua que esconde un poeta tras cada portón desvencijado
No piense el paciente lector y/o lectora de este espacio semanal, que las gratas experiencias vividas en Nicaragua obturaron mi visión crítica. Oscuro es el momento por el que pasa la patria de Sandino. Ha dejado, sí, la guerra en el pasado, pero como en muchos otros países de esta Patria Grande que es la América, la batalla contra la corrupción hecha gobierno, contra el abuso y la injusticia, contra la pobreza y la discriminación, está lejos de haber sido vencida. Nicaragua es como el Jacob de la leyenda patriarcal: ha peleado con Dios y ha vencido, pero se arrastra hacia el futuro con la llaga quemante del toque divino. Y así va, como bien señalara el Padre Alonso Schökel en su comentario al texto del Génesis: “De la lucha sale el hombre (Nicaragua, digo yo) cojeando, pobre peregrino hacia la tierra prometida”.
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