Hace unas semanas una persona me comentó que había escuchado, a la salida de un maravilloso espectáculo de teatro-objeto que tuvo lugar en el nuevo local de “La Rendija”, a dos personas de la comunidad judía de Mérida que se felicitaban por la celebración de un año nuevo más. Para sorpresa del testigo del caluroso abrazo, la felicitación hacía referencia a la llegada del año 5773. Acostumbrados como estamos a nuestro calendario, a veces pensamos que nuestra manera de contar los años vale para todo el mundo, pero no es así.
Algunas de las civilizaciones más antiguas, como la babilonia y la griega, empezaron a medir el tiempo a través de años luni-solares, es decir, de la división de un año solar, de 365 días y unas horas más, en meses que coincidían con los ciclos lunares, haciendo meses de 30 días más o menos. Como las cuentas no cuadraban, cada determinado tiempo añadían al calendario algunos días y hasta meses enteros para hacer coincidir las fechas lunares con las estaciones solares.
El calendario de la Iglesia cristiana es la relación anual de las fiestas, los días de los santos y las festividades de la Iglesia, con las fechas del calendario civil en las que tienen lugar. Estas incluyen las fiestas fijas, como Navidad, y las fiestas móviles, que dependen de la fecha de la Pascua cristiana. El calendario más importante de la Iglesia primitiva fue compilado por Furius Dionisius Philocalus hacia el año 354, calculando hacia atrás la fecha probable del nacimiento de Cristo. Este calendario fue reformado en 1582 por el Papa Gregorio VII para conseguir que el equinoccio de primavera cayera siempre en el 21 de marzo. Para ello, Gregorio VII eliminó 10 días del calendario y estableció un sistema de años bisiestos que fue asumido lentamente en toda Europa y está hoy vigente en todo el mundo occidental y en algunas partes de Asia.
El calendario judío, en cambio, procede del antiguo calendario hebreo y ha permanecido inalterable desde el año 900 d.C. aproximadamente. Es el calendario oficial del moderno Estado de Israel y es utilizado por los judíos en todo el mundo como un calendario religioso. El punto de partida de la cronología hebrea es el año 3761 a.C., la fecha en que, según las tradiciones judías y la contabilidad de las genealogías que aparecen en el Antiguo Testamento, señala la creación del mundo. Según la organización judía de los meses, al año nuevo se celebra el primer y segundo día del mes judío de Tishrei, que tiene lugar en septiembre u octubre. Con este día del año nuevo, conocido por los judíos como Rosh Ha Shaná, comienza la observancia de diez días penitenciales, período que finaliza con la fiesta del día de la expiación o Yom Kippur, conocido como el día santo supremo del judaísmo.
Otro calendario religioso fundamental es el calendario islámico, utilizado en casi todos los países musulmanes. Se calcula a partir del año 622 d.C., el día posterior a la hégira, o salida de Mahoma de La Meca para dirigirse a Medina. Por tanto, los musulmanes están, aproximadamente, en el año 1390.
Palabras pronunciadas en la inauguración de la exposición “Arte funerario en Yucatán. Una visión fotográfica”, en el Foro Cultural Amaro, Mérida, Yucatán.
“Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte pensando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando…”
Estamos a las puertas del mes dedicado a los difuntos. Hoy, el arte de la fotografía nos lleva de la mano a la consideración de la muerte. La muerte, sí, esa “tantas veces llamada a mi lado que, al cabo, se ha vuelto mi hermana”. La hermana muerte, la misma de Francisco de Asís que de Silvio Rodríguez. A veces dientuda, a veces elegante, a veces mujer, a veces “el compadre muerte” como en algunas tradiciones mayas, silenciosa o bullanguera, desarrapada o catrina, la muerte, siempre la muerte, inevitable compañera.
Pocos temas hay tan caros a las artes como la muerte. Quizá solamente es superado por el del amor. La muerte es, al mismo tiempo, experiencia de finitud y de caducidad. Los seres humanos somos seres humanos precisamente porque nos acabamos, porque la decrepitud de nuestros cuerpos conduce inevitablemente a la muerte. El temor a la muerte es, en buena medida, el temor a ser olvidados, a no permanecer.
La noche de hoy tenemos una excelente muestra fotográfica de arte funerario. Las artes tratan con la muerte expresando, a veces dolor puro, angustia o rebeldía. Otras veces se trata de un guiño de ironía ante la inútil pretensión de permanencia.
Como quiera que sea, la muerte siempre está presente. Es el piadoso río de la vida que se niega a recorrer la interminable ruta de nuestras narices. Es la sonrisa de siempre que se quiebra en un amargo rictus de agonía. Es el temblor que sacude la piel y la mirada, que disloca las facciones y nos lanza a la noche de la ausencia. La muerte acontece cuando ese piadoso río de la vida se hace piadoso por fin y trastoca su cauce, se derrama en mil cuerpos distintos del nuestro, y nos deja en los ojos de algún otro o de alguna otra, inmóviles, apagados.
En el día de la muerte absorbemos la parte que nos toca de la herencia del ser humano. La muerte es, por eso, absoluta, irremediablemente democrática, porque nos toca a todos. Es la única realidad que quisiéramos que permaneciera mal distribuida o que, como dice Benedetti en su “Embarazoso Panegírico de la Muerte”, alguien la privatizara.
Pero la muerte es, también, puerta abierta hacia el misterio. Puerta hacia la nada, para los no creyentes, puerta hacia otra clase de vida, para quienes tienen alguna clase de fe religiosa. Umbral de lo desconocido, la muerte ha sido también ocasión para el delirio, para la canalización del deseo de eternidad, de suerte que ha dado lugar a algunos de los poemas místicos más importantes de la poesía castellana.
Colosal, errante, sorpresiva, la muerte nos acecha. Podemos mirarla de frente y divertirnos, como hacen las culturas que han alimentado nuestra idiosincrasia mexicana. Podemos evadirla y convertirla en cuento de terror. Lo que no podemos, aunque a veces quisiéramos con toda el alma, es desaparecerla de nuestro horizonte. Es curioso cómo nuestra sociedad es una sociedad que trata de vivir a espaldas de la muerte, rehúye la vejez, cubre la decrepitud con cosméticos, intenta retrasarla gimnásticamente. Y sin embargo, morir es nuestro sino. ¿Por qué no mejor bailamos con la muerte? ¿Por qué no atrevernos a invitarla a un danzón, solazarnos con ella, hacerla nuestra amiga? ¿Por qué no la encerramos en la cárcel de un poema o aludimos a ella a través de las imágenes fotográficas? Para eso estamos aquí en la inauguración de esta muestra fotográfica: para acercarnos al rostro de la muerte sin dejar de admirar el arte visual, de valorar las estructuras arquitectónicas, la desbordante creatividad de los escultores, el devoto cariño de los deudos.
Y es que, como Jaime Sabines, también nosotros seguimos prefiriendo, en lugar de las modernas drogas (o además de ellas), nuestros tres viejos alucinantes: “la soledad, el amor, la muerte”. O, mejor aún, como Miguel Hernández, vamos errantes por la vida heridos de tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.
Acaso solamente así, con arte, la experiencia de la muerte nos será más llevadera. Sean todos bienvenidos y bienvenidas a esta exposición. Que la disfruten.
Daniel Landgrave, in memoriam
Anita recibió la noticia con angustia: el padre Estrella, a cuyo servicio había estado en la iglesia de Tecoh, estaba enfermo, muy enfermo. A una edad tan avanzada, y teniendo solamente una hermana carnal, Anita se ofreció enseguida para acompañar al padre en su enfermedad y auxiliar a la hermana, también ya de edad mayor, en su cuidado.
Es así que Anita abordaba muy temprano en la mañana el autobús hacia Mérida. Ya en la terminal, caminaba hasta el paradero de donde saldría el autobús que la llevaría a la clínica en la que el padre estaba internado. Al llegar, saludaba a la hermana que, después de haber pasado la noche al lado del enfermo, se retiraba para descansar. A veces era al revés, es decir, la que pasaba la noche con el padre era Anita, que era sustituida por la hermana carnal del padre al llegar la mañana.
Anita era soltera. Eso le daba mucha libertad en la distribución de sus tiempos. Vivía cerca del centro de Tecoh, y en su casa vivía también su hermana Augusta con su esposo. Si a Anita le tocaba el turno de día, Augusta la despedía al subirse el autobús, cuando apenas amanecía. Si, en cambio, le tocaba el turno nocturno, entonces Augusta la acompañaba hasta Mérida por la tarde y se regresaba en el último autobús, después de dejar a Anita en la clínica. Eran dos hermanas muy unidas.
Esto es lo que sucedió la madrugada en que el padre Estrella murió. A Anita le había tocado hacer el turno nocturno. Llegó a la clínica a las 7 de la noche y despidió a la hermana del padre, que había pasado con él el día completo. Junto a la cama del padre había un sillón muy cómodo en el que podía pasarse con más o menos confort las horas de acompañamiento. Anita estuvo conversando con el padre Estrella y lo sintió más débil que de costumbre. No obstante, cuando llegó la cena, el padre se tomó todos sus alimentos. Cerca de las nueve de la noche, mientras el padre ya dormía, Anita sacó su misal y empezó a leer las lecturas de la misa del día siguiente. Fue ganándole el sueño, hasta que se quedó dormida.
Cerca de las cuatro de la mañana, Anita escuchó al padre que la llamaba: “Anita, Anita, ¿estás despierta?”. Anita se desperezó extrañada de que el padre la llamara a esa hora. El padre Estrella era hombre de buen sueño, que una vez que se dormía no despertaba sino hasta la mañana siguiente. Anita le contestó: “Aquí estoy, padre, aquí a su lado”. Entonces el padre le dijo: “Vamos a rezar un rosario” y comenzaron la oración como de costumbre: el padre decía una parte del avemaría y Anita le contestaba.
Llegados al cuarto misterio Anita notó que el padre ya no le contestaba. Temerosa de que algo le hubiera pasado, se acercó a la cama para ver cómo estaba el padre, antes de llamar a la enfermera. Notó entonces que el padre Estrella se había quedado dormido, aunque le llamó la atención que sus ojos no estuvieran completamente cerrados, sino sólo como adormilados. Checó que estuviera respirando bien y que el suero siguiera su curso normal hasta llegar a sus venas. Decidió entonces no llamar a la enfermera y, a los pocos minutos, el sueño le había ganado también a ella.
Una media hora más tarde, pasadas las cuatro y media, Anita despertó sobresaltada al escuchar la voz del padre: “Anita, Anita, ya te quedaste dormida y no terminamos el rosario”. Anita despertó y el rezo continuó. La luz pronto señaló que ya estaba amaneciendo y la hermana del padre no tardó en llegar. A las seis de la mañana, Anita ya estaba en el autobús que la conduciría a Tecoh.
No había bajado el último escalón de la escalerilla del autobús cuando Anita miró el rostro de su hermana Augusta. “Vamos rápido a la casa para que te bañes. Hoy sí que no vas a descansar. Me acaban de avisar por teléfono que el padre Estrella acaba de fallecer”. Anita corrió a la casa a arreglarse y muy pronto estaba ya en el autobús de vuelta para Mérida. Tenía una mezcla de sentimientos. Aun cuando el dolor no dejaba de atenazarle el alma, por el cariño tan hondo que sentía por el padre, reconocía que la muerte había llegado a él como un descanso largamente esperado.
Pasaron los funerales. Cuando se cumplieron los ocho días, Augusta llamó aparte a Anita. Apretaba los labios para no llorar cuando le contó a Anita lo sucedido. “No te lo había dicho, para no darte más preocupaciones, pero ahora, en el ochovario del padre, quiero confesártelo. Aquella mañana que recibí el aviso de la muerte del padre, mientras tú venías de camino hacia Tecoh después de pasar con él la noche, nos sucedió algo que ahora quiero decirte. Estaba yo acostada en mi hamaca y, como sabes, enfrente está la hamaca de mi esposo. Detrás del cancel de madera estaba el cuarto que siempre le reservábamos al padre cuando venía a visitarnos. De repente, era ya muy noche, cuando desperté sobresaltada. Detrás del cancel se oían ruidos. Me levanté para mover la hamaca de mi marido y avisarle que se escuchaban ruidos del otro lado del cancel. Para mi sorpresa, mi marido, que ya estaba despierto, me dijo en voz baja: ‘siéntate en tu hamaca, Augusta, y reza. Hace rato que estoy escuchando los ruidos y ya sé qué es: es el padre Estrella que vino a recoger el polvo de sus pies. Siéntate y escucha mientras rezas’. Entonces me asomé detrás del cancel y no vi a nadie. Regresé al cuarto, me senté en la hamaca y pude oír con claridad: las chancletas del padre se arrastraban sobre el piso, algunos cajones se abrían y hasta la mecedora en la que solía sentarse por las tardes se mecía como sosteniendo el grueso cuerpo del padre. ¡Ay Anita! Me dio tanto miedo… Parecía que era una de esas tardes que el padre pasaba en nuestra casa…”
“¿A qué hora pasó eso?” preguntó Anita con ansiedad. “Estoy segura que eran como las cuatro de la mañana, porque vi el reloj…” contestó Augusta. Anita cayó entonces en la cuenta. Fue cuando el padre dejó de contestar el rosario. “Duró como media hora ¿verdad?”. “Así es –contestó Augusta– ¿cómo lo sabes?”. Anita sonrió y prefirió no contarle que a esa misma hora el padre había suspendido el rezo del rosario para continuarlo media hora después. “Se fue a visitar mi casa y a despedirse”, pensó Anita enternecida. Desde entonces, cada Día de Difuntos, hay una lámpara en casa de Anita Medina para recordar al querido padre Estrella.
Este artículo ha sido publicado en la revista Vida Pastoral No. 228 (noviembre-diciembre 2012) México
Introducción
“El acontecimiento guadalupano es un maravilloso ejemplo de catequesis inculturada”. Esta frase, que se ha convertido en un lugar común a fuerza de repetirla, plantea una interrogante fundamental: ¿qué es la inculturación? ¿es un fenómeno buscado, programado, o es algo que sucede aunque uno no lo quiera, de manera casi inevitable? Cuando nos referimos al acontecimiento guadalupano como ejemplo de catequesis inculturada ¿hablamos de la significación que las apariciones tuvieron para el pueblo originario que resultó afectado, o al uso que los misioneros le dieron a dichas apariciones?
El tema va más allá de las pretensiones de esta modesta colaboración. Una magnífica presentación de los alcances antropológicos y teológicos del tema de la inculturación puede encontrarse en el documento que en 1987 publicó la Comisión Teológica Internacional (1). Me limitaré en este artículo a abordar la relación entre la Biblia y la inculturación y extenderé la reflexión a la manera como los pueblos originarios de América leen la Biblia desde su propia cultura.
Israel, un botón de muestra
En la Biblia se entendió siempre al pueblo de Dios como “sociedad de contraste”(2). El pueblo de Dios es aquel Israel que se sabe elegido y llamado por Dios con toda su existencia, con toda su dimensión social. Pueblo de Dios es aquel Israel que, por voluntad de Dios, debe diferenciarse de todos los restantes pueblos de la tierra (Dt 7,6-8). El comportamiento del pueblo tiene que ajustarse a la actuación liberadora de Dios, que lo redimió de la esclavitud de Egipto (Dt 7,11).
Dos son los fundamentos que hacen de Israel un pueblo santo: el primero es el amor de Dios que lo convirtió, entre todas las naciones, en pueblo de su propiedad. El segundo, no menos importante, es el hecho de que Israel queda obligado a vivir en el orden social que Dios le ha regalado y que lo sitúa en fuerte contraste con el ordenamiento social de todos los pueblos restantes (Lev 20,26).
Pero ya desde el Primer o Antiguo Testamento puede percibirse que esta característica no tiene como objetivo hacer de Israel el único pueblo que puede vivir según el querer de Dios, sino que, por el contrario, la finalidad última de la elección de Israel es convertirlo en un botón de muestra de lo que Dios quiere hacer con todos los pueblos de la tierra (Is 2,1-5; 66,18-23; Zac 8.20-23; Sal 87).
De esta idea fundamental arrancan muchas leyendas y tradiciones rabínicas que sostienen que cuando Dios escribió la Ley de Moisés, la escribió en setenta lenguas distintas, para que pudiera ser entendida y seguida por todas las naciones. Al comentar Deut 1,1-3.22, las tradiciones rabínicas presentan a Moisés hablando al pueblo judío, explicándoles lo que la Torá les va a significar en sus vidas cuando entren en la tierra de Israel, pero nos dicen que no sólo habló con ellos en hebreo, sino que también tradujo la Torá en setenta idiomas originales para las setenta naciones del mundo.
Detrás de todo esto se esconde una idea fundamental: la Palabra de Dios está destinada a alcanzar a todos los pueblos y culturas. La cerrazón del nacionalismo judío, criticada no sólo por los profetas y sabios de Israel sino también por el mismo Jesús, termina soslayando esta verdad que más tarde afirmará san Pablo: Dios quiere que todas las personas se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tim 2,3-4). Y las personas no existen aisladas, sino dentro de una cultura. Esto nos recuerda que no se puede absolutizar una cultura, ni siquiera a Israel, como forma única y fija de expresar la revelación de Dios, aunque Israel siga siendo una referencia indispensable y decisiva, precisamente porque en este pueblo se dio la inculturación del mismo Dios en Jesucristo. Por otro lado, tampoco se puede excluir ninguna cultura de su condición potencial de ser de algún modo portadora de revelación, como tampoco se puede conceder a una cultura el privilegio de ser la mediación única de la revelación (3).
Pasado y futuro: las relecturas dentro de la Biblia
Los seres humanos no tenemos más remedio que releer los acontecimientos y textos antiguos a partir de nuestra cultura y nuestro tiempo. No es una simple elección: lo hacemos de manera inevitable. Es a lo que se refieren las afirmaciones que sostienen que no lee la misma Biblia el blanco opresor que el negro oprimido, la víctima que el victimario, el rico del norte que el pobre del sur, el varón que la mujer.
No es extraño encontrar en los profetas relecturas del pasado en nuevos contextos. Así, la salida de Israel de la esclavitud de Egipto se relee desde la amarga realidad del exilio babilónico. Por eso muchos textos del Segundo Isaías (Is 40-55) hablarán del retorno de los exiliados como de un nuevo éxodo (Is 41,17-20; 48,20-21; 52,1-6). Lo mismo puede decirse de la relectura que la comunidad judeocristiana de la primera generación hará, en el acontecimiento de Pentecostés, de la tradición antigua de la Torre de Babel (Hech 2,1-11 relee Gn 11,1-9).
Inculturación y encarnación: Jesús de Nazaret, hombre y cultura
Una buena parte de nuestras ideas acerca de Jesús vienen de reflexiones desarrolladas durante casi veinte siglos. Pero nos ha hecho falta, muchas veces, descubrir en los evangelios a Jesús de Nazaret, campesino judío, maestro itinerante; nos ha hecho falta ver con claridad qué fue lo que su palabra y su acción provocaron entre la gente de su tiempo, en qué conflictos se metió por su fidelidad a Dios, cuáles fueron las causas de su condena a muerte. Cuando hablamos de Jesucristo no podemos olvidar que se trata de un judío, laico, hijo de un carpintero, que iba cada sábado a la sinagoga, que interpreta las Escrituras de acuerdo a las normas de su tiempo. Este hombre singular, planteó a la gente de su tiempo una nueva manera de vivir y de relacionarse con Dios y con los demás. Se hizo de un grupo de seguidores y mostró, en gestos concretos, qué era lo que él entendía por Dios, si había o no que cumplir con la Ley antigua, cuál era el criterio para discernir la voluntad de Dios. Su manera de vivir (palabras y obras) le granjeó seguidores y enemigos y provocó una crisis tal en la sociedad judía, que las presiones en su contra se materializaron en su aprehensión, la realización de un juicio y su condena a muerte.
Para decirlo en pocas palabras: el Verbo, que es Dios y no deja nunca de serlo, se hace plenamente hombre en Jesucristo (Jn 1,1-14; Flp 2,8). De esta manera traduce y realiza, por medio de la encarnación, la forma primordial y más radical de la inculturación. La encarnación se lleva a cabo en un espacio y en un tiempo culturales definidos, y se relaciona dialécticamente con la inculturación. Como nos recuerda Azevedo, “por medio de la encarnación, la naturaleza divina asume la naturaleza humana: Dios se hace hombre; relación de naturaleza con naturaleza. Gracias a la inculturación la naturaleza divina se traduce para este hombre, en este pueblo, en esta cultura, en este grupo humanó en los que se sitúa, en este tiempo y en este espacio, este individuo humano que es Jesús. Gracias a la encarnación, el Verbo hecho hombre en Jesús es un hombre como todos los demás seres humanos. Gracias a la inculturación, el Verbo se hace hombre como son algunos seres humanos, en la realidad diversificada de su cultura y sociedad: los judíos del tiempo de Jesús. Históricamente, en Jesucristo, el Verbo se hizo, igualmente y al mismo tiempo, hombre-como-todo-ser-humano (nivel de naturaleza) y hombre pero-no-como-todo-ser-humano (nivel de la cultura), por ser judío” (4).
Inculturación: reto de las comunidades cristianas primitivas
Sin duda es el libro de los Hechos de los Apóstoles el que nos muestra con mayor claridad el reto al que se enfrentaron las primeras comunidades cristianas. Muy rápidamente, los creyentes se fueron diversificando. De comunidades más o menos homogéneas, con todas las variantes que podía tener la cultura judía de esas épocas, se fue pasando a comunidades mixtas en las que convivían, en un complejo mundo de interrelaciones, cristianos/as provenientes del judaísmo (judaísmo palestinense y judaísmo de la diáspora) y cristianos/as provenientes de culturas y religiones paganas (5).
Hech 15 y la carta a los Gálatas nos dan testimonio de la crisis que la iglesia tuvo que superar en sus inicios: la apertura de la comunidad cristiana a los paganos estuvo a punto de dividir la iglesia de manera irremediable. Es el diálogo, la oración, la acción del Espíritu, la generosidad de las partes, lo que logró que la diversidad fuera asumida aunque haya sido, a decir de Pablo en sus cartas, no sin muchas dificultades. La iglesia, finalmente, aprendió a hacerse judía con los judías y griega con los griegos (Gal 3,28)… siempre fiel a su opción por la unidad en la diversidad, ha seguido encarnándose en las distintas culturas y buscando caminos para que el evangelio las enriquezca.
La Biblia y las culturas originarias en América
La relación entre el evangelio y las culturas no es asunto del pasado. Bajo el espejismo de una cultura global se ha estandarizado solamente el consumo, pero siguen existiendo pueblos que conservan su propia visión del mundo. Hoy, a cincuenta años de la primavera que significó el Vaticano II, los pueblos originarios toman la Biblia en sus manos y la leen desde su propio molde cultural.
Un rico, novedoso panorama teológico, ha venido construyéndose en los últimos años desde la perspectiva de los pueblos indios, lo que reivindica el derecho de cada pueblo a recibir y experimentar la salvación de Dios desde su propio marco cultural. Quiero, pues, terminar dejando la palabra al teólogo indio Eleazar Hernández, que nos comparte su reflexión de creyente, a la vez teólogo e indígena zapoteco, en relación con la Biblia:
“La novedad de la fe cristiana no es la afirmación del Logos sempiterno que organiza el universo, sino que “el Logos se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14); es decir la Palabra con mayúscula se hizo palabra con minúscula, pues “siendo de condición divina… se despojó de sí mismo… haciéndose semejante a los hombres” (Flp 2,6-7). Así la Palabra divina se sometió a la lógica de las palabras humanas y, aunque existía desde el principio y era inaccesible, se hizo audible, visible, tocable y comprensible (cf 1Jn. 1,1), al tomar la carne de una cultura determinada, la cultura judía de principios de la era cristiana. No podía ser de otra manera. La Palabra de Dios no la podemos comprender directamente sino a través de las palabras humanas que hemos elaborado… La Palabra de Dios la recibimos y comprendemos en los recipientes culturales de nuestra experiencia.
Los indígenas entendemos a cabalidad lo que son la Palabra y las palabras. Nosotros nos sentimos palabra del Creador que se puso en pie, tomó conciencia, aprendió a amar y se constituyó en interlocutor del Creador y Formador. En los mitos de creación mesoamericanos, Dios crea la quinta humanidad ‘para tener con quien dialogar’ (cf Pop Wuj). También para que le diera culto: que reconociera que está en tensión a la Palabra…
Los indígenas sabemos que la Palabra de Dios no se puede agotar o reducir a un molde o esquema de palabra humana. La biodiversidad de la naturaleza refleja la voluntad de Dios. La diversidad cultural es una polifonía de voces que alaban al Creador. Ninguna cultura o grupo humano puede lograr una comprensión total de la Palabra de Dios. Todas son capaces de contenerla, pero, al mismo tiempo, por sus límites, todas son insuficientes para abarcarla en su plenitud. Por eso se requiere toda la diversidad humana anterior, actual y futura para ampliar al máximo nuestro conocimiento-contemplación del misterio de Dios y de su Palabra.
El Verbo de Dios, si bien se hizo hombre y judío del primer siglo de la era cristiana, no por eso agotó toda su presencia con lo masculino y lo judío de entonces. Por la encarnación se hizo carpintero, pescador, jardinero, caminante; se hizo hombre y mujer, se hizo judío, griego, romano y también indígena como nosotros. Por eso todas las razas y modalidades del ser humano son necesarias para comprender más el misterio de Dios y de su Palabra. Todas las culturas y los pueblos hacen falta para conocer más ampliamente a Dios.
Las culturas que, por gracia divina, fueron asumidas como vehículo de la Revelación normativa, tienen un carácter paradigmático especial. Hoy no podemos entender la Biblia si no pasamos a través de las culturas en que ella está escrita; si no pasamos a través de la experiencia paradigmática de los pueblos y personas que Dios tomó como sus instrumentos de acción y de comunicación.
La Palabra de Dios entró en esos pueblos, se codificó en sus culturas y lenguajes pero no se agotó en ellos. Cada pueblo y grupo humano que se acerca de nuevo a la Palabra de Dios contenida en esos pueblos la decodifica con su propia experiencia y cultura; y comprende lo antiguo y lo nuevo de Ella; percibe facetas que si bien pueden estar ya en las culturas receptoras de la Revelación, se hacen más patentes al contacto con más y nuevas culturas y realidades humanas.
Los pueblos indígenas del mundo podemos contribuir, con nuestros códigos y experiencia, a una comprensión mejor de la Palabra de Dios y de las palabras de otros pueblos, incluidos también los de la Biblia. Por algo Dios nos creó y nos hizo diferentes: para que también nosotros fuéramos vehículo de su comunicación y de su amor infinito.
Hasta cierto punto las historias que han servido de medios para la comunicación de Dios ya aportaron sus posibilidades de expresarlo, de comprenderse y de comprender a los demás pueblos. Es la hora de los pueblos relegados, de los migrantes, de los excluidos. Con las palabras verdaderas de los pobres se puede reconstruir y releer hoy la Palabra divina. Los indígenas de América y del mundo somos odres nuevos para el vino nuevo del Reino. No nos resignamos a ser la basura desechable, que pretenden que seamos en los sistemas dominantes; nosotros somos, por gracia de Dios y por esfuerzo nuestro y de los antepasados, remedio necesario para el futuro” (6).
Notas:
(1) Cfr. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Documento La Fe y la Inculturación (1987), en Documentos 1969-1996, Veinticinco años de servicio a la teología de la Iglesia, BAC, Madrid 1998, págs. 393-416. Puede verse también la interesante colección de definiciones de inculturación en el ensayo de ACOSTA NASSAR Ricardo, “La inculturación (definición, características, presupuestos, fundamentos teológicos)”, disponible en el portal www.inculturacion.net (visitado el 28 de Agosto de 2012)
(2) El término aparece en LOHFINK G., La iglesia que Jesús quería., DDB, Bilbao 1986, pp. 134-144
(3) Notas de Teología Fundamental de M.C. Azevedo y H Carrier, disponibles en el portal electrónico http://www.mercaba.org/DicT/TF_inculturacion.htm (visitado el 23 de Agosto de 2012)
(4) Ibid
(5) Puede verse un retrato amplio de la diversidad cultural en las primeras comunidades cristianas en AGUIRRE Rafael, La mesa compartida (Sal Terrae, Santander 1994). Capítulo 5: Iglesia e iglesias en el Nuevo Testamento pp. 201-242
(6) Extractos de la exposición de Eleazar LÓPEZ HERNÁNDEZ “Palabra y palabras en la teología indígena”, dictada en el Simposium de Teología India organizado por el CELAM en Riobamba, Ecuador, el 22 de octubre de 2002.
El texto del evangelio que fue leído el domingo pasado en las misas de todas las iglesias católicas del mundo, ofrece la oportunidad de reflexionar acerca de lo que los estudiosos de la Biblia llaman “anacronismo” y que suele ser uno de los matices más relevantes de las lecturas fundamentalistas.
Me refiero a la perícopa que va de los versículos 1 al 12 del capítulo 10 del evangelio de Marcos. Unos fariseos se acercan a Jesús para tenderle una trampa. La pregunta que le plantean tiene relación con un texto de la Ley de Moisés que aprueba el repudio de parte del varón hacia su mujer mediante la entrega de un libelo de repudio o acta oficial de despedida de la esposa. Como las traducciones modernas suelen usar el término divorcio para referirse a esta prescripción de la Ley mosaica, fácilmente las y los lectores hodiernos podemos caer en el error de identificar el “divorcio” de tiempos de Jesús como si fuera equivalente al divorcio de nuestros días. En esto consiste el anacronismo, que ha llevado a conclusiones moralizantes pero que termina por escamotear el sentido del texto original y alejarnos de la intención del Maestro de Nazaret. Ojalá las y los amables lectores de esta columna pudieran tener a la mano el texto. Es posible que algunas de las reflexiones que aquí compartiré sean más difíciles de constatar sin acceso al texto evangélico.
La pregunta que le plantean a Jesús es: “¿Le está permitido a un hombre despedir a (repudiar, divorciarse de) su mujer?”. La pregunta hace referencia al texto de Deuteronomio 24,1, que según la literalista traducción de la Biblia de Jerusalén, dice: “Si un hombre toma a una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa”. Como en otras ocasiones (Juan 8,1-11, por ejemplo), Jesús está siendo puesto a prueba por los especialistas en el estudio de la Ley de Moisés acerca de la particular interpretación que él sostiene de los textos que son sagrados para los judíos
La pregunta es, desde luego, tramposa. No en balde el evangelista señala que le fue hecha a Jesús “con la intención de ponerlo a prueba”. La Ley de Moisés no era para los judíos equivalente a cualquier otro tipo de legislación. Se trataba de la Ley de Dios, es decir, las prescripciones que Dios le había dado a Moisés para conservar la identidad del pueblo judío como “pueblo elegido”. La Ley de Moisés, o Torah como la llaman en hebreo, no era un término que se ajustase solamente a los textos expresamente normativos (prohibiciones, castigos, mandamientos, etc.), sino que era un término que englobaba los cinco primeros libros de la Biblia que hoy conocemos como Pentateuco. Esta Torah, considerada por los judíos como su ley fundamental, era indiscutible. Todos los distintos grupos que conformaban el panorama plural del judaísmo de la época de Jesús (fariseos, saduceos, esenios…), a pesar de sus muchas diferencias, coincidían en considerarla como la columna vertebral de la religión de Israel.
Es extraño, entonces, que la pregunta dirigida a Jesús fuera acerca de si se debía obedecer o no la Ley de Dios. Esto quedaba fuera de toda posibilidad de discusión. Por lo tanto, muchos estudiosos han visto detrás de esta pregunta un interrogatorio dirigido a Jesús para saber en cuál de las dos líneas de interpretación en boga en aquellos tiempos se alineaba Jesús. Explicaré brevemente esto, a riesgo de cansar a mis estimados/as lectores/as, citando la síntesis que nos presenta Joachim Jeremias:
“El derecho al divorcio estaba exclusivamente de parte del hombre. La mujer podía exigir la anulación jurídica del matrimonio sólo en el caso de que el marido se dedicara a uno de tres oficios repugnantes: recogedor de inmundicias, fundidor de cobre y curtidor de pieles, principalmente a causa del mal olor producido por esas actividades. Fuera de eso, no podía exigir el divorcio… En todos los otros casos, el derecho del divorcio estaba exclusivamente de parte del varón. En la época de Jesús, dos escuelas exegéticas, la de Hillel y la de Shammai, discutían acerca del alcance de Dt 24,1, donde se menciona como razón que permite al hombre despedir a su mujer el caso de que éste encuentre en ella “algo vergonzoso”. Triunfó la exégesis de Hillel, que interpretaba el texto en dos sentidos: 1º. Una impudicia de la mujer, y 2º, cualquier cosa que desagrade al marido. Esta opinión redujo a pleno capricho el derecho unilateral al divorcio que tenía el marido”.
La escuela rigorista de Shammai no admitía como causa de repudio sino el adulterio y las malas costumbres, pero la escuela más laxa de Hillel se contentaba con cualquier motivo, incluso fútil, como que la mujer hubiese guisado mal un plato o, sencillamente, que otra mujer le gustase más al marido. Por eso nos explicamos que en el libro del Eclesiástico 25,26 de tradición deuterocanónica, se diga al marido: “Si tu esposa no obedece a tu señal o a tu mirada, sepárate de ella”. Esta aclaración era relevante para distinguir entre el divorcio de nuestros días, un arreglo más o menos pacífico entre dos personas que libremente deciden separarse y romper el vínculo conyugal, y el divorcio o repudio en el tiempo de Jesús, una institución, como puede verse, profundamente inequitativa y símbolo paradigmático –si hay alguno– de lo que significa la sociedad patriarcal.
Pero Jesús no cae en la trampa. Como buen polemista, dirige la discusión hacia lo que él considera realmente fundamental. No se alinea en ninguna de las líneas interpretativas en boga, sino recurre al mismo proceder metodológico que usan sus adversarios para confrontarlos con el sesgado y obtuso acercamiento que tienen hacia las Escrituras sagradas. A partir de un tema particular quiere abordar una cuestión hermenéutica de primera importancia. Por eso Jesús los obliga a citar el texto de donde sacan su pregunta. Los fariseos, ni tardos ni perezosos, le contestan citando el texto sagrado con el que avalan y justifican la situación de profunda inequidad que sufría la mujer.
La respuesta de Jesús es genial. Relativiza, por una parte, el valor del texto sagrado: “Eso lo prescribió Moisés debido a la dureza de los corazones de ustedes…” pero no es la voluntad del Dios del Reino. Ante el mensaje de Jesús, ante su apasionada defensa de las víctimas, incluso la ley de Dios, usada por las autoridades religiosas para justificar desigualdades, ha de ceder. Pero, además, Jesús denuncia la mirada patriarcal que los fariseos lanzaban sobre la Torah cuando les señala que en el mismo conjunto sagrado de textos podría encontrarse la justificación para la igualdad. Y cita entonces los dos relatos de la creación que trae libro del Génesis (Gn 1 y 2). O sea, que deja claro que la misma Biblia puede servir para esclavizar y para liberar y que, más allá de la letra, lo que distingue estas dos posibilidades es la sintonía del corazón del que lee con los sentimientos del corazón de Dios. Y al corazón de Dios le duele la desigualdad que ha hecho de la mujer un objeto en manos del varón y le ha negado una vida libre y digna.
La respuesta de Jesús equivale a lo que santa Teresa de Jesús dice en una de sus obras, si mal no recuerdo, (aquí los estudiosos del teresianismo podrían ayudarme) cuando señalaba que hay personas que leen algunas partes de la Biblia, las que les son convenientes, y omiten leer las otras partes que no les favorecen.
Jesús continúa entonces con su argumentación: “pero en el principio (y cita Gn 1,27) Dios los hizo varón y mujer”. El argumento fundamental de Jesús reside en que, estas palabras del primer relato de la creación, establecen la igualdad fundamental de todas las personas creadas, independientemente de su sexo y/o género. Este espíritu igualitario que una mirada desde el Reino descubre en este texto antiguo, le confirma a Jesús la profunda inequidad que produce la aplicación del texto de Dt. 24,1 tal como lo plantea la interrogación farisea. Los fariseos clavan la mirada en un texto machista y omiten leer desde la perspectiva de liberación otros textos igual de fundamentales. Y como solamente a los varones estaba permitida la lectura de los textos sagrados en aquellas épocas (y en algunos sectores ultraconservadores del judaísmo actual, incluso en las épocas actuales), lo lógico era que la interpretación patriarcal de los textos se impusiera como la única válida. Jesús desenmascara esta lectura, tan lejana a la visión del Reino que el predicaba y a sus gestos, muchos de ellos escandalizantes, de cercanía y trato igualitario a las mujeres.
(Uno no deja de asombrarse que una expresión que Jesús usó para combatir una inequidad ‘En el principio Dios los hizo varón y mujer’ sea usada hoy, paradójicamente, para justificar la desigualdad y avalar religiosamente la discriminación contra las personas homosexuales… pero esa es otra discusión)
Jesús no se detiene ahí: quiere aplicar su interpretación igualitaria a la cuestión del divorcio que le ha sido planteada. Entonces cita un segundo texto, esta vez de Gn 2,24, para abonar a la idea de que en el matrimonio hay escondido un secreto amoroso que va más allá de las lucubraciones machistas a propósito del texto de Dt 24,1, muy conveniente para mantener el dominio masculino sobre la mujer. Y que de igualdad de los sexos se trata, lo confirma el final de la perícopa, en el que, a solas, Jesús continúa con sus discípulos su aproximación hermenéutica (Mc 10,10-12): en una relación igualitaria los derechos y las obligaciones son de ambos. Por eso Jesús establece que ambos cometen adulterio si se casan con otra persona, diciendo esto en una sociedad en la que la única que era castigada por el adulterio era la mujer cuya infidelidad podía llevarla a una muerte violenta (Lev 20,10) mientras que las infidelidades del varón no eran consideradas punibles en manera alguna.
Eso hizo que yo escribiera en otro lugar, hace ya algunos ayeres: “Puede entenderse ahora la carga revolucionaria de la respuesta de Jesús, que arrancó a los varones, en desafío abierto a la ley que Dios diera a Moisés, la posibilidad de despedir a sus mujeres por cualquier motivo. Esto era tanto más grave en la medida en que la mujer israelita era considerada siempre menor de edad, propiedad primero del padre y después del marido. La posición de Jesús a favor de la unidad matrimonial no es solamente una cuestión de moral sexual, sino un acto de justicia hacia la mujer que podría ser repudiada por cualquier motivo. La opción de Jesús, correspondiendo a la intención original de Dios, dejaba a la mujer a salvo de las arbitrariedades del marido” (1).
¡Ah! Este rabino itinerante del siglo I me convence cada día más…
Nota: (1) LUGO – MACIEL, Mujeres de la Biblia. Mujeres para hoy (UPM, México 2004)
Entre al seminario en un Año Santo, el ya lejano 1975. He vivido otros jubileos y aquél, que con un triduo de años, celebrara el advenimiento de un nuevo milenio (1997-2000). Creo firmemente que estos tiempos especiales de reflexión y oración que la iglesia ofrece a sus feligreses pueden ser de mucha utilidad. Creo también que, como todas las iniciativas humanas, están llenos de riesgos.
Pronto iniciaremos el Año de la Fe, decretado por el Papa Benedicto XVI para celebrar los cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II. Es un llamado importante, sobre todo porque hay muy poco del espíritu del Concilio permeando en nuestros ejercicios pastorales. Mis antiguos profesores de historia eclesiástica solían responderme, cuando planteaba yo mi estupor ante lo poco que habíamos caminado en asumir el espíritu conciliar ¡en 1976!, que no debía yo ser impaciente, que los cambios en la iglesia llevaban muchos años.
El consejo era sensato. Venía acompañado de un ejemplo apabullante. Me decían los egregios profesores que el Concilio de Trento había decretado la implantación en todas las diócesis de los seminarios para la formación del clero. Sí, aunque nos parezca extraño, fue hasta el siglo XVI que comenzaron a existir los centros de formación sacerdotal. Pues bien, no fue sino hasta cerca de trescientos años después que el objetivo terminó por ser cumplido en todo el orbe. ¿Qué esperaba yo, imberbe y desesperado, al reclamar que el Concilio Vaticano II fuera plenamente vivido y puesto en práctica cuando solamente habían pasado veinte años de su clausura?
Pero el tiempo pasó. Las diferencias con los tiempos del Concilio de Trento no podrían ser más significativas: después de la revolución tecnológica nuestra noción de tiempo nunca volverá a ser la misma. No se puede argumentar ya de la misma manera con el Vaticano II que como lo hacíamos con el Concilio de Trento. Hoy vivimos en una sociedad global en la que sólo no se entera de las cosas quien no quiere. Y me temo que eso haya pasado con el espíritu del Vaticano II: no queremos aplicarlo. Así de sencillo.
No se explica de otra manera que un concilio que subrayó la colegialidad dentro de la iglesia no haya logrado transformar esta estructura piramidal en la que el Papa sigue concentrando en su persona todos los poderes; que un concilio que abrió las ventanas para que entrara en la iglesia el viento nuevo (según hermosa imagen de Juan XXIII), siga en confrontación con los avances científicos y tache de relativismo cualquier pensamiento diverso. No hay otra respuesta cuando vemos que el decisivo empuje que el Vaticano II dio a la visión de la iglesia como servidora del mundo, abogada de los pobres, transformadora de las estructuras, viva en pleno siglo XXI encerrada en la defensa de sus instituciones y concentrada en un ombliguismo cómodo y poco misionero.
Por eso me parece tan importante la celebración de este Año de la Fe. Es una oportunidad privilegiada para redescubrir la riqueza de la fe cristiana y convertirla en motor de transformación personal y social. Hay muchas señales positivas que deben ser valoradas: el testamento espiritual del Cardenal Martini, con su fina, aunque algo pesimista, visión de lo que falta por hacer en la iglesia. La carta que el valiente arzobispo emérito de Foggia, Mons. Giuseppe Casale enviara a los obispos que se reunirán en el próxima XIII Asamblea Sinodal (del 7 al 28 de octubre próximo) en el Vaticano, exhortándolos a asumir con espíritu conciliar los asuntos urgentes que muchos jerarcas de la iglesia se niegan a enfrentar, siguiendo la obtusa posición que se resume así: lo que no veo, no existe. Si a esto le añadimos la emergencia de un laicado maduro que ha tenido, muchas veces, que emigrar de las instituciones eclesiásticas para, volcados a la transformación del mundo desde la sociedad civil organizada, reencontrar su vocación de seguimiento de Cristo, entonces levantamos con optimismo la cabeza en esta celebración del Año de la Fe y todo lo que puede significar para muchos católicos y católicas de a pie, tan hambrientos de una iglesia más coherente con el evangelio.
El horizonte no está, desde luego, exento de sombras. Algunas facciones conservadoras dentro de la iglesia, pertrechadas detrás de una ortodoxia que, usada como escudo, quisiera regresarnos a antes del Concilio de Trento, no cejan en su empeño por obstaculizar todo lo que huela a espíritu conciliar. “Recuperar el Concilio Vaticano II leyéndolo desde la Tradición de la iglesia” es el eufemismo que usan para negarse a cualquier transformación que cuestione su obsesión por mantener las estructuras de poder dentro de la iglesia. Hay portales electrónicos de supuestos defensores de la fe que rezuman odio contra los teólogos que se atreven a decir su palabra libre. La inquisición no necesita reediciones, y menos desde los medios electrónicos. Estos sectores quisieran que el Año de la Fe se limitara a ser un año de estudio sobre el Catecismo de la Iglesia Católica. Ojalá no lo permitamos.
Quisiera por eso, a manera de confesión de fe que tomo prestada del P, José Antonio Pagola, subrayar que, en este año de la fe, lo importante es volver a Jesús. Dice Pagola: “Según un relato evangélico, estando Jesús de camino por la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos qué se decía de él. Cuando ellos le informaron de los rumores y expectativas que comenzaban a suscitarse entre la gente, Jesús les preguntó directamente: ‘Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?’. Transcurridos veinte siglos, cualquier persona que se acerca con interés y honestidad a la figura de Jesús, se encuentra enfrentado a esta pregunta: ¿Quién es Jesús?. La respuesta solo puede ser personal. Soy yo quien tengo que responder. Se me pregunta qué digo yo, no qué dicen los concilios que han formulado los grandes dogmas cristológicos, no qué explican los teólogos ni a qué conclusiones llegan hoy los exegetas e investigadores de Jesús…
“Lo primero y más decisivo es poner a Jesús en el centro del cristianismo. Todo lo demás viene después. ¿Qué puede haber más urgente y necesario para los cristianos que despertar entre nosotros la pasión por la fidelidad a Jesús? Él es lo mejor que tenemos en la Iglesia. Lo mejor que podemos ofrecer y comunicar al mundo de hoy. Es esencial para los cristianos confesar a Jesucristo como ‘Hijo de Dios’, ‘Salvador del mundo’ o ‘Redentor de la humanidad’, pero sin reducir su persona a una ‘sublime abstracción’. No quiero creer en un Cristo sin carne. Se me hace difícil alimentar mi fe solo de doctrina. No creo que los cristianos podamos vivir hoy motivados solo por un conjunto de verdades acerca de Cristo. Necesitamos el contacto vivo con su persona: conocer mejor a Jesús y sintonizar vitalmente con él. No encuentro un modo más eficaz de ahondar y enriquecer mi fe en Jesucristo, Hijo de Dios, hecho humano por nuestra salvación. Todos tenemos cierto riesgo de convertir a Cristo en ‘objeto de culto’ exclusivamente: una especie de icono venerable, con rostro sin duda atractivo y majestuoso, pero del que han quedado borrados, en un grado u otro, los trazos de aquel Profeta de fuego que recorrió Galilea por los años treinta. ¿No necesitamos hoy los cristianos conocerlo de manera más viva y concreta, comprender mejor su proyecto, captar bien su intuición de fondo y contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano?”
Hasta aquí la reflexión del Padre Pagola. Yo creo que para eso puede servirnos este Año de la Fe. A eso trataré de dedicarle todas mis fuerzas.
Colofón: Les comparto la contundente entrevista que concediera Mons. Giuseppe Casale al periodista Valerio Gigante. Ojalá les levante el ánimo, como a mí.
La soñolienta víspera que precede la celebración, en el Vaticano, del 7 al 28 de octubre próximo, de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos ha sido rota por la carta abierta que un anciano obispo, Mons. Giuseppe Casale, ha querido dirigir a los padres sinodales exhortándoles a afrontar algunos asuntos urgentes que todavía siguen golpeando las puertas de una Iglesia enrocada en la defensa de su jerarquía y de órdenes que se asientan en anacronismos del pasado.
Se trata, escribe Mons. Casale, de reformas todavía no afrontadas y de citas fallidas con las necesidades espirituales profundas de este tiempo: la pobreza, la colegialidad, el ministerio ordenado, las parroquias, la nueva evangelización, la comunidad de base.
Pero Mons. Casale, arzobispo emérito de Foggia, uno de los pocos exponentes del episcopado italiano firmemente comprometido con la Iglesia conciliar, también llama la atención sobre la necesidad, cada día más urgente, de dar testimonio al pueblo de Dios e, incluso, de un seguimiento radical del Evangelio: “los obispos, juntamente con el Papa, tenemos que empezar a dar ejemplo. Al término del Concilio, muchos obispos pidieron que la Iglesia redescubriera la alegría de la pobreza evangélica. La renuncia al lujo exterior y a los títulos honoríficos, la elección de una vida simple y sin lujo, la asunción de la pobreza de padece tanta gente siguen siendo en la actualidad una meta lejana”.
Sobre los temas de esta carta, publicada hace poco por la editorial la Meridiana con el título Desgraciado de mí si no anuncio el Evangelio. Reformar la Iglesia. Carta abierta al Sínodo de los Obispos, hemos hablado con el autor, el obispo Casale.
Valerio Gigante. La colegialidad fue una de las cuestiones más debatidas en el Concilio. Al final de la “Lumen Gentium”, la Constitución en la que se abordaba la función y la organización de la Iglesia, el Papa decidió insertar la célebre “nota explicativa previa” que redujo sustancialmente el alcance de las deliberaciones de la asamblea sobre la colegialidad. Luego vino el Sínodo, que para muchos es una respuesta inadecuada a las demandas que se formularon en la asamblea conciliar. Usted escribe una carta abierta a los participantes en el próximo Sínodo: ¿cree que el Sínodo todavía puede satisfacer la exigencia de una mayor participación del episcopado en el gobierno de la Iglesia?
Mons. G. Casale. La limitación fundamental del Sínodo es su valor exclusivamente consultivo. Sus conclusiones son sometidas a la aprobación del Papa, aprobación que normalmente suele llegar unos cuantos meses después de la conclusión del Sínodo, cuando ya los temas propuestos a su consideración han perdido gran parte de su “urgencia” pastoral.
Gracias también a su composición, el Sínodo, que cuenta con la presencia de personas elegidas por el Papa y de delegados episcopales (representantes de las mayorías de las conferencias episcopales), no siempre recoge las exigencias que realmente vive y formula el Pueblo de Dios. Por eso, más allá de sus buenas intenciones, no proporciona una verdadera fotografía de la auténtica realidad en la que viven las Iglesias locales, de las demandas que proceden de ellas y de sus dificultades pastorales.
Además, la asamblea sinodal acaba siendo una larga maratón oratoria que tiene ocupados a sus delegados durante unos días, desde la mañana hasta la tarde, en complejas discusiones, con intervenciones que se suceden de manera ininterrumpida, en la lengua oficial de la Iglesia, es decir, en latín. Son debates que al final quedan recogidos, de manera deslavazada, en el resumen hecho por la Curia, lo que hace todavía más ineficaces los intentos de sintetizar lo formulado en la asamblea.
Por eso, aunque haya habido tantos Sínodos, generales y continentales, nunca se han visto resultados apreciables. Además, si no es posible una respuesta inmediata a un problema teológico o pastoral urgente, los documentos producidos, que deberían encarnarse en las realidades diocesanas, no pasan de ser, casi siempre, más que papel mojado.
Valerio Gigante. La suya, más que una carta al Sínodo, parecer ser, por los problemas candentes que toca, una carta a la gente…
Mons. G. Casale. Es una carta abierta al Papa, a los participantes en el Sínodo y, sobre todo, al Pueblo de Dios, para despertar entre los creyentes la necesidad y la conciencia de una participación coral en la vida de la Iglesia, por medio de representantes de las comunidades eclesiales locales, comunidades en las que diariamente se viven los problemas que conciernen a los fieles.
Por esto, pongo encima de la mesa, ya desde el inicio de mi carta, las cuestiones a las que me parece que hay que dar respuesta en la Iglesia hoy y de manera urgente.
En primer lugar, el tema de la Iglesia pobre, es decir, el problema de cómo renunciar efectivamente al lujo, al boato, a los títulos y a los privilegios por los que se afanan tantos hombres y estructuras de la Iglesia y cómo interrumpir las relaciones, frecuentemente discutibles, con potencias económicas que gravitan alrededor de la Iglesia y que, a veces, logran condicionar su acción y su gobierno.
Después, pido una colegialidad efectiva: el Papa tiene que ejercer su primacía de manera sinodal. No creo que se debilite el primado del Papa por una mayor implicación de las Iglesias locales; más bien, se enriquecería. Sin embargo, en la actualidad el Papa sólo comparte sus decisiones con los miembros de la Curia romana, una Curia integrada por personas frecuentemente excelentes, pero objetivamente lejanas de la concreta realidad en medio de la que viven las comunidades locales, y al margen de sus ansiedades y desconociendo las esperanzas del Pueblo de Dios.
Está después la cuestión de la búsqueda de la “verdad” que la Iglesia ha de pensar con perspectiva histórica y no con aquella en la que, frecuentemente, habla, que es abstracta y metafísica. La verdad para la Iglesia tiene que ser cada día más la de los pueblos sufrientes que esperan de ella respuestas concretas e inmediatas.
En mi carta también pido ordenar de manera diferente las parroquias: pequeñas iglesias “de condominio”, constituidas por grupos de familias, estrechamente vinculadas al territorio en que se encuentran, de manera que puedan ser signos efectivos y eficaces instrumentos de acción pastoral.
Finalmente, pido la urgente reapertura del diálogo con las comunidades eclesiales de base. Me asombran las atenciones que se están teniendo con los seguidores de Lefebvre y el enorme desinterés, cuando no rechazo y desprecio, por quienes tienen un compromiso diario y encarnado en medio de las contradicciones de la Iglesia y de la sociedad, tal y como sucede en las comunidades de base, a pesar de algunas exageraciones y posiciones radicales que han de ser cuidadosamente evaluadas.
Valerio Gigante. Una parte importante de su carta está dedicada a los “viri probati”, es decir, a ordenar como sacerdotes a varones casados…
Mons. G. Casale. Creo que ha llegado el momento de introducir esta novedad en la Iglesia, y también creo que su exigencia se ha visto fuertemente incrementada en los últimos tiempos; pero en la jerarquía persiste el miedo a que los “viri probati” supongan el fin del celibato. ¡No es así!
El celibato es un regalo, un carisma. El de los “viri probati” es, en cambio, una respuesta a las actuales contradicciones de las unidades pastorales, un expediente administrativo para afrontar únicamente la falta de curas, pero que no aseguran una real y asidua atención pastoral de las comunidades, particularmente de las más pequeñas, con sus riquezas y tradiciones. Las comunidades necesitan un guía que no sea un cura de paso, un “viajero abonado” al reparto de los sacramentos, tan ocupado en la atención a un montón de parroquias y almas que sólo alcanza a consagrar o confesar, a celebrar funerales o bodas.
Se necesitan personas que procedan del interior de las comunidades, hombres casados, con cierta autoridad humana y espiritual que les habilite como personas idóneas para asumir la responsabilidad de ser los “ancianos” (presbíteros) de sus compañeros y capaces de incrementar la vitalidad espiritual de sus hermanos y sus hermanas.
Valerio Gigante. Algunos de los temas que hemos tocado me traen a la mente las palabras de la última entrevista del Cardenal Martini sobre la pobreza en la Iglesia y sobre la Iglesia pobre, y también aquellas otras sobre el retraso de 200 años de la Iglesia. Sin embargo, su visión parece más confiada que la del ex arzobispo de Milán…
Mons. G. Casale. He tenido en grandísima estima a Martini. He sintonizado con él en muchas posiciones que ha ido adoptando a lo largo de los años que ha durado su ministerio episcopal. Él ha finalizado su andadura terrenal con mucho sufrimiento y con un poco de pesimismo respecto a la Iglesia. En su libro Coloquios nocturnos en Jerusalén dijo haber soñado muchas veces con una Iglesia que “hace su camino en pobreza y humildad”, “que no depende de los poderes de este mundo”, “que da cabida a las personas capaces de pensar de manera más abierta”, “que anima, sobre todo, a los que se sienten pequeños o pecadores”. “Soñé con una Iglesia joven. Hoy no me queda ninguno de esos sueños”, concluyó.
Su última entrevista, igualmente, está llena de una amargura que nos tiene que hace pensar profundamente.
Pero yo, a pesar de todo, soy un hombre confiado: creo que el Espíritu irrumpirá en esta nuestra Iglesia y nos enseñará una realidad diferente. Por supuesto, hace falta tiempo. Y tener paciencia. Y es muy probable que en esta espera alguien se vea obligado a pagar por el arrojo y valentía de sus posiciones y propuestas. Le ha sucedido a Martini, les ocurrirá a otros obispos.
Es preciso estar dispuestos. Yo lo estoy y busco testimoniar (vendiendo lo poco que tenía y volviendo a vivir en mi primera diócesis, en la de Vallo della Lucania) una Iglesia que redescubre a Jesús pobre entre los pobres y los simples.
Valerio Gigante. A cincuenta años de distancia de su inicio, ¿qué decisiones conciliares le parecen más incumplidas, cuando no, traicionadas?
Mons. G. Casale. La pobreza es, duda de ninguna clase, el aspecto más incumplido.
Hoy, más que una Iglesia pobre entre los pobres, vemos diariamente una Iglesia que necesita vestirse en Armani para celebrar pomposamente la liturgia.
¡Estamos volviendo atrás, más que redescubrir la sencillez evangélica!
Si no nos liberamos pronto de la esclavitud del dinero y de hacerle la ola al capitalismo financiero globalizado, el demonio, en lugar de limitarse a difundir su humo, dará zarpazos lacerantes sobre el tejido “apolillado” de esta Iglesia.
Nosotros, los obispos, frecuentemente denunciamos los asaltos que proceden de fuera de la Iglesia, del laicismo y de la secularización. Sin embargo, los auténticos peligros proceden del interior, de una Iglesia que sigue perdiendo la luminosidad y la autenticidad del mensaje evangélico.
Conocí a Rosaura Barahona antes de encontrarme con ella personalmente. Prologó un libro de uno de mis mejores amigos, Paco Gómez, sacerdote regiomontano de cuya amistad gozo desde hace más de treinta años. Años más tarde, gracias a la generosidad de Paco que, además de compartir sus bienes, comparte también sus amistades (el mayor bien de todos), entré en contacto con Rosaura y pude conversar con ella y conocer y tratar a su esposo y a parte de su familia.
Rosaura es una rara avis. Intelectual formada en la más prestigiada institución educativa privada de Monterrey es, sin embargo, feminista, crítica, combativa. Licenciada en Lengua y Literatura Moderna con opciones inglesa y española, Rosaura fue docente del Tecnológico de Monterrey por más de 29 años en las áreas de letras y ciencias de la comunicación. Es, sin embargo, mucho más conocida como editorialista ya que desde hace varios años mantiene una columna de opinión en algunos periódicos del Grupo Reforma.
Pupilas de espejo y otros textos es el título de la más reciente producción literaria de Rosaura. Se trata de un libro publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León y el Fondo Editorial de Nuevo León y prologado por el prestigiado escritor Ricardo Elizondo Elizondo.
El texto que da título al libro es un magnífico ejemplo de lo que uno encontrará a lo largo de todas sus páginas: una mirada aguda y tierna echada sobre las realidades circundantes, cercanas, para dotarlas de luz. He aquí que una madre pasa y descubre accidentalmente al hijo adolescente que se mira absorto en el espejo. El moderno Narciso tiene expresión de arrobo. En ese momento de intimidad, compartido sin él saberlo con su madre, el adolescente fija como en un retrato su paso de la edad infantil a la turbulenta adolescencia. La mirada de Rosaura, que atisba, furtiva, ese momento mágico, lo expresa de manera sutil y a la vez contundente: “¿Dos minutos? Menos quizás. Sin proponérmelo, fui testigo de un encuentro contigo mismo. Tus casi trece años se desbocan en la adolescencia que empiezas a cabalgar para pasar de la infancia al mundo de las definiciones. Casi trece años reventando en tus ojos enormes, enfrentados a otros ojos de espejo que te miran mirarte, que te escudriñan mientras te escudriñas, que te quieren descifrar mientras quieres descifrarlos… Como cazador que ve al cervatillo hipnotizarse con su propia imagen antes de beber, te vi hundirte en ti y descubrir tu silencio…”
Las páginas de Pupilas de espejo y otros textos pasan ligeras y dejan honda huella: los recuerdos de la casa familiar de Saltillo revisitada después de 38 años y la persistencia del recuerdo; el milagro del parto; el recuerdo de la cantante regiomontana Magda Montes, recogido en un texto que rebosa nostalgia de los lugares idos; la extraordinaria descripción de lo que puede significar una simple llamada telefónica del ser amado; la crónica hilarante del viaje de los regios a la Isla del Padre, con su abigarrado y divertido desfile de personajes y clases sociales; la evocación del prodigio de protección que una niña puede encontrar en el regazo fuerte de su padre; el testimonio del asombro de quien vuelve a una ciudad donde antes ha vivido largos años, y la encuentra otra, cambiada y el repaso memorioso de aquellos lugares que alguna vez tuvieron hondo significado y que hoy ya no son más (¿quién recuerda, por ejemplo, aquella nevería llamada La Tropical, situada apenas a unos pasos de la Casa de Montejo, en el justo lugar donde tenía su paradero el camión de la 54 Sur y 95 Poniente, en la que se vendían las cremas españolas más sabrosas que haya yo probado en mi vida?)…
El libro de Rosaura Barahona es un prodigio de evocaciones. Bien se merece la obra las palabras de Ricardo Elizondo Elizondo que pueden leerse en la contraportada: “No importa si la prosa de Rosaura Barahona es crónica, relato, cuento, poesía, semilla de novela, guión de comedia bien articulada, editorial, drama, ensayo o texto, lo que importa es que es vida, sangre, brillo de sonrisas, mirada inteligente, grandeza de corazón. Rosaura es una voz que da voz a muchos. Los temas de sus escritos son de la vida cotidiana, de la genérica vida de todos y cualquiera: la familia, los amigos, los colegas, la ciudad, los lugares y momentos que luego se convierten en surcos en la cara del universo, los cables de la sangre, el paso por la vida, lo efímero, lo más efímero, las montañas que se ven desde el patio de su casa, el Cerro de la Silla, el río Santa Catarina, el sepia de la melancolía”.
Le agradezco a Rosaura desde aquí esta delicia de libro, la afectuosa e inmerecida dedicatoria y la sabrosa comida y mejor compañía que disfruté en su casa, en mi más reciente visita a la Sultana del Norte.
Colofón: Para descifrar el significado de la sorpresiva fotografía de un jerarca en el equipo de transición, las malas lenguas cuentan que un Emilio le manifestó al otro Emilio su preocupación por la filiación religiosa del futuro Ejecutivo. El otro Emilio le aclaró al primero que en los libros de bautismos estaba bien escrito el registro del catolicismo del electo funcionario. Es más, que su padrino de bautismo católico fue el vernáculo Totem de mayor veneración priísta. «Hasta hizo la primera comunión», terminó aclarando el otro Emilio al Emilio primero. El otro Emilio, sin embargo, tomó nota de la inquietud y se propuso envíar un mensaje tranquilizador el Emilio primero y a su grey. Dicen que esa fue la causa de la mentada foto y, así ya se entiende, de la posterior renuncia del mencionado religioso al equipo del neogobernante, apenas dos semanas después de su exhibición mediática.
Hay ocasiones en que uno se topa de frente con la muerte. Cualquier cosa puede ser la ocasión: ser testigo involuntario de un accidente, conocer la enfermedad oculta de la vecina de casa, acompañar a algún amigo en su convalecencia junto a una cama o, simplemente, pasar por la puerta de una funeraria.
La muerte es una realidad que, puesta ahí en el lejano horizonte, puede sernos indiferente, pero que pensada de cerca, en la sensación de una enfermedad que te carcome, por ejemplo, se convierte en una obsesión sin remedio. Por eso es que ha sido fuente y material para innumerables obras literarias en poesía y prosa.
Presento ahora, como en paseo de destino incierto, algunos textos de gente famosa sobre la muerte. José Elías Canetti habla de la muerte como si ésta debiera ser concebida siempre como enemiga contra la que hubiera que levantarse en armas:
La extraña idea de Ha: que uno puede luchar contra todo, menos contra la muerte, como si hubiese otra cosa contra la cual deberíamos luchar.
A veces, en cambio, la pensamos como un destino irremediable que permite, cubriéndonos con la sombra de su oscuridad, atisbar la luz en lo que la precede, como insinúa Jordi Llovet:
Ante el triunfo eterno de la muerte, comprenderás que morir un poco antes porque hayas bebido o te hayas drogado, es una futilidad.
O cuando la muerte es vista como el goce final, la llegada a la casa definitiva, como señala en su oración Luis Cardoza y Aragón:
Oh Dios mío ¿por qué me das nueva vida / si una sola muerte me bastaba? / ¿Por qué me diste la vida / Oh, Dios mío, si no es eterna?
O santa Teresa de Jesús:
Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero
Hay un cierto prurito en contra de la muerte. La rechazamos de manera casi instintiva. Conozco personas que ni siquiera la mencionan, o tocan madera cuando lo hacen. De ahí que la literatura que versa sobre la muerte no sea tan popular, como lo señala Enrique Vila-Matas:
Olvidamos la muerte y, a veces, en gestos nada inocentes, olvidamos a los escritores que han situado a la muerte en el centro de su escritura. Algún día, aunque se trata de un libro infinito, alguien escribirá la larga historia de los escritores olvidados. A veces me digo que no es casual que los más rápidamente olvidados sean aquellos cuya obra entera está relacionada con un tema cuyo fantasma ha recorrido, desde los tiempos de Gilgamesh, las mejores páginas de la literatura: la muerte.
Este deseo de esconder la muerte, de hacer como que no existe, se lleva a veces a extremos que se antojan ridículos. Tal es el caso del mundo de Disney, donde se escamotea la muerte y se le trata como si no existiera, como si fuera la enemiga de la felicidad. Lejos quedamos de la manera integradora como las culturas antiguas, entre ellas destacadamente las culturas originarias de nuestro continente, lidiaban con la muerte como si del otro lado de la medalla de la vida se tratase. Así lo asevera Francoise Gaillard:
La muerte en nuestra sociedad no es solamente obscena, es asocial porque denuncia el pacto simbólico de las democracias hedonistas: la felicidad. Es condenada a la extraterritorialidad, relegándola al hospital o a esas antesalas de la muerte que son los asilos de ancianos. El mundo de Mickey no sólo respeta ese pacto: lo restaura. Su promesa de felicidad lleva consigo la inmortalidad en prenda. La cultura popular integraba la muerte. No queda nada de esa cultura en el reino mágico que expurga la muerte de la vida, ignora el sexo, tiene fobia por lo orgánico y ciertamente también por todas las funciones vitales (¡Bambi no tiene agujero en el trasero!), y es víctima de una obsesión por la higiene y la seguridad.
Hay candentes discusiones que rondan la muerte. Una de las más recientes es el de la donación de órganos. Así lo expresa Leszek Kolakowski:
Cada vez con mayor frecuencia se presentan casos de trasplante de diferentes órganos del cuerpo de los recién fallecidos; se escuchan por ahí, incluso, voces de demanda de que sea permitido realizar esos procedimientos en forma rutinaria, siempre y cuando el moribundo antes de expirar no haya expresado su negativa al respecto. Se trata, desde luego, de salvar a los vivientes, un asunto que es por encima de toda duda bueno y loable; sin embargo, confieso que a mí no me agradaría en absoluto que mis seres queridos fueran tratados después de la muerte como un simple almacén de refacciones. ¿Será éste un sentimiento irracional? Tal vez. No obstante, esconde tras él una cuestión importante. Es válido, cuando hay motivo, hablar mal de los muertos, pero tan pronto nos acostumbremos todos a la idea de que sus fragmentos materiales son como una piedra del camino, impersonales, concretos, sin ninguna remisión a nuestra vida espiritual –a pesar de que a veces podrían servir– entonces nos enfrentaremos con el peligro de que también a los vivos los vayamos a querer tratar como a simples repuestos. Y esto sería el fin de nuestra cultura.
O la subsistencia de la pena de muerte en algunos países, como señala Vicente Verdú:
En Europa todavía se piensa en la cárcel como un paso para la reinserción, mientras en Estados Unidos es una forma de punición absoluta. Así se explica la existencia de la pena de muerte en Estados Unidos y el rechazo a ella en Europa. El muerto en la silla eléctrica es, en Estados Unidos, un bien para defender a la sociedad de un enemigo. El muerto es, para la justicia europea, el máximo fracaso de la reinserción.
A mí me gusta, en cambio, una actitud positiva ante la muerte. Me encanta la expresión de Silvio cuando, hablando de la muerte dice: “qué decirle a la muerte tantas veces llamada a mi lado que, al cabo, se ha vuelto mi hermana”. Aceptar que la muerte es solamente el otro lado de un mismo misterio, el de la Vida con mayúscula, me parece la más sabia actitud con que puede enfrentársela. Por eso quiero terminar este paseo con dos citas, la primera del escritor Enrique Serna, y la segunda del admirado poeta Eduardo Lizalde. Quisiera que formaran parte de mi credo personal:
En los instantes de mayor placer espiritual o físico –el sueño, el orgasmo, el éxtasis místico, el chispazo de creatividad– la impresión de haber abolido el tiempo rompe efímeramente las cadenas del alma. En cambio, el sufrimiento físico y la depresión agudizan nuestra conciencia del tiempo y, junto con ella, el deseo de la muerte, en la medida en que nos hace ver la vida como un castigo. Un enfermo de cáncer y un enfermo de hastío pueden soportar el dolor con valentía: lo que no soportan es la humillación de verse convertidos en un cronómetro de cuenta regresiva. Más que la edad, lo que define si alguien es joven o viejo es la mayor o menor atención prestada a ese conteo perentorio: quien lo ignora vive a plenitud hasta el final, quien lo escucha con morbosa curiosidad, como Xavier Villaurrutia o los poetas del siglo de oro, fallece muchos años antes de exhalar el último aliento.
No somos dioses, lo único que nos queda es el disfrute pasajero de los humanos contingentes. En toda actividad poética hay, involuntaria y fatalmente, metafísica: existe el deseo de ser eternos. Sabemos que no podemos serlo, pero los ateos como yo nos conformamos con este espacio reducido, la vida, en el que nos conducimos como condenados a muerte. Todos somos mortales, pero podemos decidir ser vitales, disfrutar de este espacio.
Alguna otra vez retomaré esta discusión conmigo mismo. Al fin y al cabo, y prometo que ésta será la última cita, como bien señalara el poeta nicaragüense Rubén Darío:
La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte.
“Llegó la noche del simún. Las ventanas resistieron horas -vanas horas- hasta el desastre de la casa, casa tirada, de la catástrofe y el cataclismo. Volaron las cortinas y los candiles cantando, los vasos ¡zas! con sonido de sollozo y las faldas del ropero se deshojaron. Él está de pie en la puerta mirando desvencijarse el mundo. El suyo y el mío. Dicen que azotaron al cielo los rugidos y que los pájaros cagaron sangre solidificada sobre los palacios, y que los hombres vestidos de militares cortaron las cabezas de un tajo. El bosque, el río, el mar, todo lo que tiene vida se movía. Y también dicen que Dios se hizo el desentendido, primero por cansancio y segundo porque difícilmente comprende el español…”
Con estas palabras recordaba, en dolorosa memoria, María Luisa, la China Mendoza, a Salvador Allende, el extinto presidente de Chile que el 11 de septiembre de 1973 fuera depuesto en una asonada militar que después consumó un golpe de estado, apoyado técnica y estratégicamente por los Estados Unidos y que instaló una de las más sangrientas y prolongadas dictaduras de la segunda mitad del siglo XX en América Latina.
Yo tenía en ese entonces 15 años. Mi precocidad política hizo que me obsesionara con la figura de Allende y participara yo en cuanto homenaje se rendía a su memoria o en cualquier manifestación que deplorara la dictadura. Devoré el volumen publicado por Editorial Siglo XXI que contenía los discursos y escritos de Allende. Me conmovió Missing, de Costa-Gavras.
Salvador Allende fue, sin duda, un hombre emblemático en los años de mi adolescencia. Su recuerdo encarnaba la posibilidad, cierta aunque fallida, de alcanzar la transformación del sistema capitalista y la transición al socialismo por la vía democrática. El entusiasmo que despertó el triunfo de la coalición Unidad Popular, que postulara a Allende como su candidato, desapareció pronto ante el empecinamiento de los Estados Unidos y de los grupos chilenos de derecha que intentaron –y lograron– estrangular al régimen democrático. Con el paso de los años hemos podido conocer más detalles: las reuniones en Valparaíso de una Cofradía de civiles y militares que organizaron la sedición, la implicación, vastamente documentada, de la intervención de la CIA y del entonces embajador de USA en Chile, Nathaniel Davis, los tres años de estrangulamiento de la economía chilena ordenado por Nixon y ejecutado por el Banco Mundial, la ITT, etc… Conocemos, incluso, detalles precisos de las conversaciones entre los militares que comandaban el golpe de estado, y a través de ellas, la calidad moral de quienes se proclamaban “salvadores de la patria”:
Carvajal: me acaban de informar que habría intención de parlamentar.
Pinochet: no, se tiene que ir a la Moneda él con una pequeña cantidad de gente.
Carvajal:…se retiraron, pero ahí…
Pinochet:…al ministerio, al ministerio…
Carvajal: que se está ofreciendo parlamentar.
Pinochet: Rendición incondicional, ¡nada de parlamentar!, ¡Rendición incondicional!
Carvajal: Bien, conforme, rendición incondicional, y se le toma preso, ofreciéndole nada más que respetarle la vida, digamos.
Pinochet: La vida y la integridad física, y en seguida se le va a despachar a otra parte.
Carvajal: Conforme. Ya… O sea que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país.
Pinochet: Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país. Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando.
Carvajal: Conforme… conforme. Vamos a proponer que prospere el parlamento.
Dice Régis Debray en sus memorias, que Salvador Allende tenía en su escritorio una fotografía dedicada del Che. Debray se entrevistó con Allende en las primeras semanas de su mandato. La dedicatoria del Che rezaba así: “A mi amigo Salvador Allende, que va al mismo fin, por distinto camino”. Todo mundo entendimos que el mismo fin se refería a la revolución. Sabríamos después que el final fue, en cambio, el martirio.
Como cada 11 de septiembre, enciendo hoy una vela por Salvador Allende. Hay muchos escritos y poemas dedicados a honrar la memoria del depuesto presidente chileno. Escojo para cerrar este comentario aquél escrito por Guillermo M. Sinner:
“Hasta nosotros llega el ruido del silencio, de tu silencio oculto en las tinieblas de la muerte. Hasta nosotros llega tu silencio hecho voz en tu sepulcro, pesado como el plomo de las balas. Hasta nosotros llega el clamor del silencio de tus manos, ahogado por los gritos militares. Hasta nosotros llega tu clamor, tu voz y tu silencio… No importa nuestra muerte ni tu vida, ni siquiera tu muerte y menos, mucho menos, nuestra vida. Lo importante es que estás en el silencio inundado de voces, masacrado, hecho carne en el alma del proletariado”.
Y también, desde luego, termino con las postreras palabras del mártir:
“Ante estos hechos sólo me cabe decirle a los trabajadores: Yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos…
¡Trabajadores de mi Patria!: Tengo fe en Chile y en su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!, ¡Viva el pueblo!, ¡Vivan los trabajadores! Éstas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.”
Debo ofrecer una disculpa. He estado enfiestado por la celebración de mis treinta años de presbítero. He gozado mucho del cariño de todas las personas que me han felicitado… ¡pero no he tenido tiempo de escribir el artículo semanal!
Por eso quiero compartirles en esta entrega el artículo de Gustavo Esteva, con el que coincido tanto que podría firmarlo con mi propio nombre. La próxima semana nos vemos.
En la célebre alegoría, ningún cortesano se anima a reconocer que el emperador está desnudo. Todos pretenden lo contrario. Basta decir la verdad para que la superchería se desmorone.
Se desmoronó la superchería de nuestra democracia. De nada servirá negarlo. El documento del Trife no arropará a Peña. Tampoco lo lograrán la “fiesta de la democracia” del PRI y los medios o los sesudos artículos que publicará Nexos para defender “la más limpia, concurrida y vigilada de las elecciones en México”. Ningún cosmético puede ya ocultar la peste de nuestro cadáver democrático.
Como anunció Luis Hernández, llegó la hora cero para el #YoSoy132. Y la empezó bien: una marcha-funeral. El ataúd no simbolizaba la muerte de las instituciones de gobierno, que siguen en operación. Llevaba el cadáver que los jóvenes contribuyeron a producir: la credibilidad del sistema.
Para que funcione la democracia formal los ciudadanos deben creer en ella, creer que ellos eligen con votos libres e informados a sus gobernantes y que esos representantes están a su servicio. Esta institución fue siempre débil en México. Todos sabíamos quién definía el candidato, cómo obtenía sus votos el PRI, qué eran las elecciones… Pura simulación. Pero cuando Salinas dio a la oposición política más concesiones que en los 50 años anteriores, tres semanas después del alzamiento zapatista, se propaló la ilusión de que los ciudadanos podían intervenir en el proceso. Esa ilusión nos costó ya las desgracias llamadas Fox y Calderón. El ataúd que portaban los jóvenes la está enterrando. Nos consta ya que no contamos. Ni siquiera quienes están entre los 19 millones que habrían votado por Peña piensan que de ellos dependió el resultado.
El ataúd contiene algo más. Sabemos también que los procedimientos llamados democráticos producen despotismo. La ropa que están poniendo a Peña no sólo pretende cubrir su falta de legitimidad. Busca encubrir también el carácter despótico del régimen que encabezará, al servicio del uno por ciento, que hemos padecido por demasiados años.
La lucha dejó ya atrás el lodo electoral. Tiene ahora que ocuparse de alterar nuestro régimen de gobierno, apelando al principio constitucional del artículo 39. Si bien se trata de restablecer el estado de derecho, roto desde el poder, no es cosa de volver al que estaba, sino de crear otro nuevo.
Es la hora de la resistencia. Como nos han enseñado los zapatistas, que sea pacífica no significa pacifismo, el cual encierra rendición o cobardía. Significa renunciar a la violencia, sin separar medios de fines y reconociendo que la forma de la lucha prefigura el resultado que se busca.
Como también nos han enseñado los zapatistas, es una resistencia creativa que pone el empeño donde debe estar. No se empieza a construir la nueva casa desde el techo. Comenzamos en los cimientos, abajo y a la izquierda, en las esferas de la vida cotidiana, en la construcción de autonomía, en formas propias de gobierno. Como dicen en el 132, se trata de “tomar la política en nuestras manos”; es cosa de “tomar las riendas de nuestro destino”, dijeron esos mismos jóvenes desde Oaxaca. Todos saben ya que las respuestas sólo pueden venir del “pueblo organizado”, no de la élite; la democracia sólo puede estar adonde la gente está, no allá arriba. Saben igualmente que no será fácil, pero están conscientes de que no hay más opción que des-Peñarse. Lejos de ser salto al abismo, es la forma de no caer en él.
En la ebullición del día, corren todas las iniciativas. Se dice, por ejemplo, que en vez de seguir tocando puertas para que unos cuantos jóvenes logren cruzarlas, podría darse la formación profesional que buscaban todos los “rechazados”mediante la organización autónoma, la misma que enfrentará asuntos de comida –sin esperar la imposible conversión moral de Monsanto o Wal Mart– o de salud, atrapada en una dictadura profesional de negociantes de la enfermedad.
González Rojo recordó recientemente que “en el seno de lo viejo se genera lo nuevo” y que la nueva sociedad no es proyecto para mañana, tras un cataclismo que produzca el cambio; es “asunto de todos los días, en todas partes. Si nos empeñamos en generar lo nuevo dentro de los marcos del mundo obsoleto y criminal que nos ha tocado vivir, podremos ir, saltando, al otro mundo que es posible”.
Es hora de actos revolucionarios, tiempo de acometer transgresiones que establezcan irrevocable y significativamente nuevas posibilidades.
Resistir hoy significa ante todo que no estamos ya gobernados por los de arriba y que abajo, organizados, empezamos ya la creación de una nueva forma de vida y de gobierno. Nada más, pero nada menos.
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