En medio del destierro, a las orillas / del Tigris y del Éufrates, gemelos / ríos que bañan a la Mesopotamia, / el pueblo desgranaba sus dolores: / “Lejos estamos de la tierra nuestra. / ¿Cómo cantar una canción folklórica / sin sentir que se llenan las entrañas / de una bilis amarga y de unas locas / ganas de blasfemar y de incordiarnos?”
Este COVID es como aquel destierro / que al reino de Judá desnudó el alma / dejándola vacía y en silencio, / sin sacerdotes, templo o sacrificios / que mitigaran su dolor, su rabia. / ¿Cómo cantar, en medio del desastre? / La esperanza parece sofocada, / la vida languidece en cuarentena, / como a Judá nos duelen las entrañas / y se acelera el pánico en las calles. / Y no hay aquí más Ciro a quien gritarle / “bendito sea el que viene”, porque el alma / se trasvena ante la gris pantalla / llena de cifras escalofriantes: / tantos han muerto hoy, tantos esperan / la muerte en el silencio de sus camas, / tantos han ya perdido sus trabajos, / sus ganas de vivir, sus ilusiones, / tantos doctores fueron apedreados / y tantas enfermeras ninguneadas, / tantos ancianos parten sin remedio / y tantos fiambres se escoran en los huecos, / trincheras de derrota, / del lejano Ecuador hasta los parques / de una Nueva York indescriptible.
Y, sin embargo, el canto del destierro / trasvasó su dolor y se hizo salmo / –quizá el más hondo de todo el salterio– / en base a la memoria de los gozos / sentidos otros tiempos. / Hoy nos toca a nosotros la encomienda / de recordar, en medio del encierro / los gozos primitivos: el del tacto / acariciando pieles sudorosas, / o el gozo de la copa que entrechoca / su néctar de delicia en el ensueño / de repartir salud, bien y alegría, / o el sabor de una boca en la mejilla / una, dos o tres veces, según sea / la geografía lejana de aquel beso…
Por eso suena hoy en lontananza / un anuncio vital, la profecía / que puede sacudir nuestros encierros / con el dulce sabor de la esperanza: / el sepulcro, mis hermanas y hermanos, / ya no tiene cadáver. / Aquél que recorrió con pies morenos / los valles de la antigua Palestina / más vivo está que jamás lo estuviera, / más presente que nunca / y su brisa de abril, su primavera, / es capaz de sembrar vida en la muerte / y corazón do se cosechan piedras.
Les anuncio la Pascua porque dentro / de la semipenumbra del futuro / se agazapa también la sierpe antigua: / salir de la corona más mezquinos, / más ávidos de amparos religiosos / y menos de Evangelio, más seguros / y menos despojados de certezas, / para decirlo pronto: más pasado, / en lugar que el COVID haya servido / de bautismo de fuego y de una nueva / creación, y de un tenaz renacimiento / que termine con el antropoceno / y lo destierre por fin hasta el abismo / negro del basurero de la historia.
Basta apuntar certero, entre los signos / de dolor y de miedo, el flamígero / dedo que marca la ruta del mañana: / más convicción de fe y menos adornos / de torpe religión supersticiosa, / más generosidad, menos olvido / de los pobres, y más benevolencia / hacia la Madre Tierra, nuestra hermana, / más compasión y más misericordia, / más cuidado común que justiprecie / nuestra razón sentiente. Sólo somos / Tierra que piensa y ama, humus de luz.
¡Jesús resucitó! Y eso nos basta / para ser adelanto del abrazo, / para llenar de luces la tormenta / y de flor colorida, el tapabocas.
(La disposición del texto en verso -a la forma métrica y su representación gráfica me refiero- no pude hacerla en este espacio. Rebasa con mucho mi casi analfabetismo cibernético. Se la dejo de tarea… Coloco aquí abajo la única representación que me permite este medio… o la única que alcancé a descubrir, que no es lo mismo, pero es igual -Silvio dixit-)
En medio del destierro, a las orillas
del Tigris y del Éufrates, gemelos
ríos que bañan a la Mesopotamia,
el pueblo desgranaba sus dolores:
“lejos estamos de la tierra nuestra
¿cómo cantar una canción folklórica
sin sentir que se llenan las entrañas
de una bilis amarga y de unas locas
ganas de blasfemar y de incordiarnos?”
Este COVID es como aquel destierro
que al reino de Judá desnudó el alma
dejándola vacía y en silencio,
sin sacerdotes, templo o sacrificios
que mitigaran su dolor, su rabia.
¿Cómo cantar, en medio del desastre?
La esperanza parece sofocada,
la vida languidece en cuarentena,
como a Judá nos duelen las entrañas
y se acelera el pánico en las calles.
Y no hay aquí más Ciro a quien gritarle
“bendito sea el que viene”, porque el alma
se trasvena ante la gris pantalla
llena de cifras escalofriantes:
tantos han muerto hoy, tantos esperan
la muerte en el silencio de sus camas,
tantos han ya perdido sus trabajos,
sus ganas de vivir, sus ilusiones,
tantos doctores fueron apedreados
y tantas enfermeras ninguneadas,
tantos ancianos parten sin remedio
y tantos fiambres se escoran en los huecos,
trincheras de derrota,
del lejano Ecuador hasta los parques
de una Nueva York indescriptible
Y, sin embargo, el canto del destierro
trasvasó su dolor y se hizo salmo
–quizá el más hondo de todo el salterio–
en base a la memoria de los gozos
sentidos otros tiempos.
Hoy nos toca a nosotros la encomienda
de recordar, en medio del encierro
los gozos primitivos: el del tacto
acariciando pieles sudorosas,
o el gozo de la copa que entrechoca
su néctar de delicia en el ensueño
de repartir salud, bien y alegría,
o el sabor de una boca en la mejilla
una, dos o tres veces, según sea
la geografía lejana de aquel beso…
Por eso suena hoy en lontananza
un anuncio vital, la profecía
que puede sacudir nuestros encierros
con el dulce sabor de la esperanza:
el sepulcro, mis hermanas y hermanos,
ya no tiene cadáver.
Aquél que recorrió con pies morenos
los valles de la antigua Palestina
más vivo está que jamás lo estuviera,
más presente que nunca
y su brisa de abril, su primavera,
es capaz de sembrar vida en la muerte
y corazón do se cosechan piedras.
Les anuncio la Pascua porque dentro
de la semipenumbra del futuro
se agazapa también la sierpe antigua:
salir de la corona más mezquinos,
más ávidos de amparos religiosos
y menos de Evangelio, más seguros
y menos despojados de certezas,
para decirlo pronto: más pasado,
en lugar que el COVID haya servido
de bautismo de fuego y de una nueva
creación, y de un tenaz renacimiento
que termine con el antropoceno
y lo destierre por fin hasta el abismo
negro del basurero de la historia.
Basta apuntar certero, entre los signos
de dolor y de miedo, el flamígero
dedo que marca la ruta del mañana:
más convicción de fe y menos adornos
de torpe religión supersticiosa,
más generosidad, menos olvido
de los pobres, y más benevolencia
hacia la Madre Tierra, nuestra hermana,
más compasión y más misericordia,
más cuidado común que justiprecie
nuestra razón sentiente. Sólo somos
Tierra que piensa y ama, humus de luz.
¡Jesús resucitó! Y eso nos basta
para ser adelanto del abrazo,
para llenar de luces la tormenta
y de flor colorida, el tapabocas.
Entre la avalancha de memes y de mensajes que recibimos en relación con la pandemia COVID 19 han llegado algunos que relacionan textos bíblicos con sucesos aparentemente extraordinarios. Por lo que he podido revisar, los hay de dos clases: los que tienen que ver con fechas (“¡Qué casualidad! ¡Qué grande es nuestro Dios! El gobierno arregló el cierre el 26 de marzo de 2020 y el versículo bíblico Isaías 26,20 dice: ve a casa, pueblo mío, y cierra las puertas. Escóndete un poco hasta que pase la ira… ¿no es sorprendente?…) y los que son acrósticos (la palabra COVID y junto a cada letra mayúscula se pone una palabra que forma al final una frase bíblica).
Sería fácil, usando la simple lógica, evidenciar la ingenuidad de tales propuestas de interpretación bíblica. En el primer caso, el de las fechas, ¿por qué Isaías y no otro libro que tenga también la cita 26,20? ¿No tendría, además, que ser la cita 26,2020? El segundo caso es más evidente aún: el acróstico está formado de manera arbitraria, de manera que casi cada versículo de la Biblia podría servir para ello, bastaría que tuviera entre sus palabras algunas que comenzaran con C-O-V-I-D. Son lecturas mágicas, descontextualizadas, ingenuas… Sí, aunque sea un padre o un pastor el que las hubiera mandado. Estas líneas quieren ser también un llamado a la sensatez teológica y espiritual.
Pero no es mi propósito solamente desmentir estos mensajes que, seguramente con buena intención, intentan presentar como extraordinario algo que es una simple ocurrencia. Más bien quiero aprovechar para comentar un primer elemento que nos puedan dar garantía de que una determinada lectura o uso de la Escritura merece nuestra atención y/o podemos considerarla legítima. El desmantelamiento de una lectura ingenua, poco crítica, puede servir para que nuestra fe salga un poco más adulta de esta emergencia sanitaria que estamos enfrentando.
Una primera cosa que debemos recordar siempre es que los libros de la Sagrada Escritura no fueron escritos en español. Lo que nosotros tenemos en nuestras Biblias son traducciones hechas desde las lenguas originales: hebreo, griego y arameo. Y por muy bonita y cuidadosa que nos parezca una determinada traducción (hay decenas de traducciones de la Biblia al castellano), no hay que olvidar nunca que el texto original es el que da legitimidad última a cualquier traducción. Aún más, tal texto no puede ser traducido ni interpretado adecuadamente sin que el análisis de sus giros, accidentes y sintaxis de la época permitan que el texto original exprese su propia voz. Un texto histórico, nos recuerda James Dunn, “es como una planta; su sentido llano no puede ser sacado del texto olvidando que está arraigado al contexto en el que se generó.”
Es por eso que siempre que citamos un texto antiguo (y la Biblia es literatura antigua) tenemos que preguntarnos algunas cosas sencillas para intentar comprender su sentido. No son los textos bíblicos aerolitos caídos del cielo o salidos directamente de la boca de Dios. Por eso tenemos que preguntarnos: ¿Quién lo escribió? ¿Por qué lo escribió? ¿Para quién lo escribió? ¿Qué tipo de lenguaje usa? Y no es que las respuestas a estas preguntas nos arrojen inmediata o automáticamente el significado que el texto quiere transmitir. La Biblia es literatura antigua, sí, pero no solamente eso. Es también una palabra que tiene sentidos que se prolongan en el tiempo, mensajes válidos para todas las épocas. Es cierto. Pero también es cierto que es el texto histórico, comprendido en el contexto de su época, el límite más allá del cual las lecturas posteriores pueden volverse inverosímiles o ilegítimas.
Pero no hay que angustiarse. Eso no quiere decir que solamente las personas que dominan el hebreo y el griego antiguos puedan comprender la Biblia. Afortunadamente, los equipos de traducción que están detrás de casi todas las Biblias que pueden conseguirse en las librerías religiosas, han hecho un valioso trabajo de investigación para ofrecernos una traducción que respeta el sentido del texto original y su contexto. Y cuando no pueden hacerlo en el texto mismo, incluyen alguna nota explicativa que nos lo aclara a pie de página. Pero debe quedar claro que es del todo ilegítimo andar tomando uno u otro versículo de la Biblia para afirmar que es una revelación que tiene que ver con el COVID 19 y que fue escrito justamente para explicar un suceso que está ocurriendo hoy. Eso es ignorar las normas básicas de la interpretación y sólo favorece una fe infantil y supersticiosa.
Para comprender el mensaje de Isaías 26,20, volviendo a nuestro ejemplo inicial, es indispensable situarlo en la sección del libro profético al que pertenece: el apocalipsis de Isaías (caps. 24,1 al 27,13), que es una serie de oráculos e himnos que se refieren a acontecimientos de los siglos V y IV a.C. (¡no al coronavirus!) y que insisten en la infidelidad del pueblo, la acción de los enemigos de Israel y cómo el pueblo encuentra su salvación solamente cuando pone su confianza en el Señor. Is 26,20 no puede leerse como un verso aislado, sino como parte de este conjunto que, por cierto, continúa con la reparación de las culpas del pueblo y la proclamación de la reivindicación que realizará Dios: “Vienen días en que Jacob echará raíces, Israel florecerá, producirá frutos y sus productos llenarán el mundo” (Is 27,6). No es, pues, un mensaje de condena o de castigo, sino una experiencia del pueblo antiguo de Dios de la que también nosotros podemos sacar una enseñanza.
Queremos que la Biblia, en especial el evangelio, siga siendo para nosotros alimento de vida plena. Es posible superar estas lecturas ingenuas y acercarnos con una mirada más crítica y menos mágica a los textos bíblicos. Tenemos que permitirle al texto que nos hable, con toda su riqueza de contenido, y en esa actitud de escucha profunda podremos entablar con él un diálogo que enriquezca nuestras vidas y les dé un nuevo sentido. Pero es un diálogo que solo será posible si estudiamos un poco el texto, si nos acercamos a él con mirada crítica, si nos disponemos para aprender de la sabiduría antigua sin pretender manipularla. Provocar ese diálogo integral tendría que ser la tarea de la pastoral bíblica, es decir, de todo acompañamiento que se pueda ofrecer al pueblo de Dios para una la lectura bíblica más completa.
Esta reflexión nos lleva a plantear también un problema más amplio, espinoso, pero de abordaje indispensable. Se trata del papel mismo de la religión ante contingencias como la que estamos viviendo. Hasta los no creyentes estarían dispuestos a aceptar que ciertas ideas religiosas pueden ser eficaces para apuntalar actitudes constructivas. Se supone, por decir algo, que una persona religiosa tendría que estar más proclive a las acciones de solidaridad humana, que tendría una actitud permanente de cuidado hacia sus semejantes y hacia la naturaleza… pero ya sabemos que no siempre es así.
A nuestra fe cristiana le hace falta evangelio, le hace falta aprender de la osadía de Jesús frente a la religión de su época. Ya al principio de la pandemia, cuando la iglesia tomó la decisión de dar la comunión en la mano, como acto de prevención contra el contagio, pudimos encontrarnos con algunos grupos, afortunadamente minoritarios, que por un falso sentido de respeto se negaban a recibir la comunión de esa manera. Hay quienes prefirieron, incluso, dejar de recibir el sacramento por conservar una costumbre litúrgica de menor importancia. Más tarde, ya con las disposiciones de reclusión obligatoria en las casas, se han difundido a través de la red mensajes religiosos que revelan una concepción de la enfermedad que Jesús mismo había declarado superada: que la enfermedad es una especie de castigo por los pecados (Jn 9,2-3). Entiendo que en el fondo de tales discursos se encuentre un deseo de aprovechar la enfermedad para promover un cambio de vida, pero eso no deja de desnudar que todavía creemos en un Dios que, desde el cielo y lleno de ira, reparte enfermedades al por mayor y se regocija en mandar pestes y desgracias. Un Dios muy lejano al Dios de amor que Jesucristo anunció en el evangelio.
Quizá por eso me gustó tanto la manera como Leonardo Boff, se refirió a la función de la espiritualidad en su artículo más reciente: “Somos seres con espiritualidad. Descubrimos la fuerza del mundo espiritual que constituye nuestro estrato más profundo, donde se elaboran los grandes sueños, se hacen las preguntas últimas sobre el significado de nuestra vida y donde sentimos que debe existir una Energía amorosa y poderosa que impregna todo, sostiene el cielo estrellado y nuestra propia vida, sobre la cual no tenemos todo el control. Podemos abrirnos a Ella, acogerla, como en una apuesta, confiar en que Ella nos sostiene en la palma de su mano y que, a pesar de todas las confrontaciones, garantiza un buen final para nuestro universo, para nuestra historia, a la vez sapiente y demente, y para cada uno de nosotros. Cultivando este mundo espiritual nos sentimos más fuertes, más cuidadores, más amorosos, en fin, más humanos.”
Si la religión sirve para esto, para hacernos más cuidadores y más amorosos, sea bienvenida. Si, en cambio, sirve solamente para infundir miedo y reforzar nuestras actitudes discriminatorias, sirve para muy poco y más le valdría ser barrida de la historia. No lo olvidemos: no es cualquier Dios en el que creemos, sino en el Dios de aquel judío de Nazaret al que llamamos mesías y salvador.
Llevamos ya cerca de 25 años de haber sido sembrados en estas tierras del sur de Yucatán. Hemos apostado por la agroecología como el vértice que puede permitirnos a todos, especialmente a los pueblos mayas de Yucatán, alcanzar un cierto grado de soberanía alimentaria y contribuir así al cuidado de la Casa Común y a una agricultura más ética, más sana, más sustentable.
A partir de muchas experiencias distintas hemos llegado a constatar que el modo de vida del pueblo maya, su resistencia a las múltiples opresiones y desprecios contra los que tiene que luchar, es un buen norte en nuestra navegación hacia el Buen Vivir. Insistimos, junto con muchos especialistas en el campo de las ciencias biológicas y agroecológicas, en que mostrarán mayor resiliencia aquellas comunidades y grupos humanos que cumplan con tres requerimientos importantes: tener la habilidad de cultivar su propia comida, usar la menor cantidad posible de energías no renovables y mantener un fuerte tejido social. Creemos que estas tres características pueden permitir al Sapiens sobrevivir en medio de la catástrofe ambiental que ha creado con su modo de vida.
Recientemente, el enfrentamiento de la pandemia de COVID 19 ha sido ocasión de reflexión para nosotros. Queremos compartirles, desde la dirección de U Yits Ka’an, nuestro pensamiento para abonar la discusión que tenemos que seguir manteniendo en la búsqueda de mejores condiciones de vida para nosotros y para el planeta. Nuestras reflexiones están alimentadas e iluminadas por la carta magna de la ecología integral, la Carta Encíclica del Papa Francisco sobre el Cuidado de la Casa Común, conocida con el nombre de Laudato Si’ (en adelante LS)
Nuestras reflexiones
Lo primero que notamos es que, por vez primera, estamos constatando que vivimos en una aldea global y comenzamos a descubrirnos como parte de un todo que nos rebasa. Seguir manteniendo el antropocentrismo, denunciado por LS 115-136, es negar una de las verdades que ha alcanzado a comprender ya la ciencia: que la especie humana, con su peculiaridad de razón, libertad e inteligencia emocional, no es un factor externo al conjunto o que pueda desarrollarse con independencia. La naturaleza toda –dentro de la cual hemos de mirar a la especie humana–, con sus ciclos y sus ritmos, tiene una sabiduría inscrita en su misma estructura. Ignorar que en la naturaleza todo está interconectado y que nuestras acciones tienen consecuencias en muchos ámbitos fuera de lo humano, es fuente de un modelo de conducta que aleja al ser humano de su vocación fundamental: ser guardián y custodio, administrador responsable de los bienes que Dios ha creado para todas y todos.
Un segundo elemento que consideramos importante es el reconocimiento de que hemos traspasado todos los límites. Nos rehusamos a admitir que la Tierra es un ser vivo. Recordemos la sabiduría de las y los campesinos mayas que saben muy bien que, para que la tierra pueda darnos la comida que necesitamos, ella también necesita ser alimentada por nosotros. No se trata solamente de la teoría de James Lovelock: la situación actual nos recuerda hasta qué punto es esencial que recuperemos la mirada de la Tierra como un ente que busca también sobrevivir y que, a través de sus propios mecanismos, se deshace de aquello que le estorba o le impide la continuación de la vida.
Un tercer punto es que la crisis ocasionada por la aparición del COVID 19, apunta el rumbo más acelerado del deterioro de la vida humana no a partir de elementos externos (diluvios, asteroides que chocan contra la tierra, catástrofes hollywoodenses) sino de elementos microscópicos, invisibles al ojo humano, pero capaces de causar muerte y destrucción aceleradas como producto del modelo de vida que llevamos. Estamos generando nuestra propia destrucción. Pensamos que crisis de este tipo anticipan las predicciones de los científicos que sostienen que a partir del 2030 comenzaremos a resentir poderosamente las consecuencias del deterioro del medio ambiente. Nuestra falta de escucha y la pobreza de las medidas acordadas para resolver el problema ambiental, ha ido acelerando el deterioro de nuestra calidad de vida y pone en riesgo la supervivencia de nuestra especie.
Un cuarto elemento a considerar, situado en el centro de nuestro interés como organización agroecológica, es el del sistema alimentario. Está ya comprobada la inviabilidad del actual sistema que favorece y privilegia los monocultivos y los traslados de productos desde largas distancias. No solamente favorece las emisiones de CO2 que incentivan la crisis climática, sino que nos aleja de la fuente de nuestra alimentación, desplaza los productos que se cultivan de manera respetuosa con el medio ambiente y concentra el dominio de los alimentos en manos de las empresas transnacionales. La perversidad de este sistema de producción alimentaria mundial radica en la consideración de la alimentación como un negocio y no como un derecho humano.
Si el coronavirus se mira solamente como una enfermedad más a combatir, aun cuando establezca medidas sanitarias y modifique algunos patrones de interacción humana, dejará intacta la realidad estructural que lo permitió. Es cierto que la pandemia ha sido ocasión para actos de humanidad que nos conmueven: médicos/as y enfermeros/as en los hospitales, artistas cantando en sus balcones, héroes y heroínas anónimas… pero lamentablemente se necesita mucho más que heroísmos individuales. Consideramos que lo que está ocurriendo es una buena oportunidad de plantearnos la problemática de conjunto y tomar decisiones que favorezcan un verdadero cambio de rumbo.
¿Es posible tal cambio de rumbo? En U Yits Ka’an apostamos por tal posibilidad, aunque lo hacemos desde un realismo que puede a veces parecer pesimista. Este modelo de desarrollo basado en la actual relación ser humano – planeta, está condenado al fracaso. Solamente con un esfuerzo conjunto podremos responder a este desafío. Esto significa un auténtico cambio de paradigma que implica una verdadera conversión ecológica, la modificación de patrones de producción y de políticas públicas, y decisiones encaminadas al cambio individual pero también al estructural de la sociedad. Llevamos bastante tiempo acostumbrados a vivir en medio de desechos, de aguas contaminadas, de aire enrarecido. Y no hacemos nada para cambiar. En U Yits Ka’an estamos convencidos que nuestra especie humana, con todos sus defectos, merece darse una nueva oportunidad. Esa oportunidad pasa por comenzar a considerarnos cada vez más como partes de un todo, implica superar la idolatría del dinero y los capitalismos de signos diversos, por construir una ciudadanía más planetaria en la que los derechos de la especie humana y de la madre tierra sean respetados.
¿Quién dijo que todo está perdido? En U Yits Ka’an continuaremos en el terco empeño de construir, desde la sabiduría del pueblo maya, un nuevo equilibrio planetario, que respete la sabiduría de los ciclos naturales y devuelva a la producción y consumo de alimentos su dimensión humana y ecológica. La tradición judía proponía el descanso sabático como elemento fundamental para la plenitud humana e incluía en tal descanso a la tierra entera. En la espiritualidad maya, el Chikín es el rumbo del tiempo que evoca el descanso y la regeneración. La pandemia del coronavirus nos ofrece la oportunidad de reconsiderar la importancia de respetar los ciclos regenerativos de la Madre Tierra y dejar de someterlos a nuestro arbitrio, siempre hambriento de lucro. La tierra, el planeta entero está cansado: la especie humana tiene que parar su frenética carrera y regresar al respeto de los ritmos propios del planeta.
Queremos terminar con las palabras de Jürgen Moltmann, un teólogo que nos impactó en nuestros tiempos juveniles y que hoy, a sus 93 años, con extraordinaria lucidez, acaba de decirnos: “Si sabemos que no vamos a sobrevivir, seguramente no haremos nada. Si tenemos la certeza de que vamos a sobrevivir a pesar de todo, tampoco haremos nada. Solo cuando consideramos que el futuro está abierto a ambas posibilidades, tendremos la fuerza para hacer lo que debemos hacer… El eterno SÍ de Dios a la creación terminará por reafirmar nuestra existencia, incluso a pesar de nosotros mismos”. (The Tablet, 21 de marzo de 2020: disponible en www.thetablet.co.uk)
Atilano Ceballos Loeza, director
Raúl Lugo Rodríguez, secretario
8M
Uno bendice la aparición de los drones, porque es como tener un satélite a tu disposición.
La marea parece incontenible. Los colores se mezclan, predominando el morado y el verde. Son kilómetros de manifestantes en un ambiente de fiesta. Las multitudes de la CDMX son especialmente llamativas, pero ha sucedido lo mismo en varias ciudades del país. También en Mérida, la cantidad de mujeres reunidas en la marcha es significativa. Otro dron registra la toma del monumento a la patria rodeado en su totalidad de mujeres y los vídeos caseros de la marcha circulan en las redes. En Tekom, municipio maya del oriente del estado, por segundo año consecutivo, hay también una marcha de mujeres, aunque no aparezca en los medios ni haya dron que la registre.
El 8 de marzo se ha convertido en una inflexión anual que moviliza a las mujeres de todo el mundo. Otra fecha significativa cierra el año, el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. El año comienza y termina con un mismo grito de igualdad, de respeto a la dignidad, de no discriminación. Las mujeres cimbran el muro del patriarcado y le van haciendo grietas. Levantan su voz de denuncia y ponen sobre la mesa de discusión los privilegios masculinos que sustentan el actual sistema de inequidad e iniquidad. El movimiento feminista ha ido afinando cada vez más su puntería y sus demandas comienzan a ser percibidas como tarea de todas y todos. No son parcelas de poder lo que se busca, sino la dinamitación de una estructura que ha sostenido y perpetuado la desigualdad.
Y me meto hacia dentro y descubro cuánta dinamita todavía hace falta para desmontarme y reconstruirme frente a esta marea feminista.
Poeta, guerrillero, místico
Tengo miedo de comenzar a vivir aquella frase que pronunciara La Doña en alguna de sus últimas entrevistas: “Mi memoria es hoy un cementerio”. El 1 de marzo, a las 15.26 horas, un mensaje venido desde Nicaragua de parte de la poeta Michèle Najlis me avisaba que había fallecido Ernesto Cardenal, “murió el poeta, a las 3.05, como Jesucristo”, me dijo.
Cada vez se me va haciendo más frecuente este sentimiento de orfandad. Alguna vez quise ser místico como Cardenal, entrar al monasterio (aunque nunca estuve seguro si hubiera elegido los trapenses o los cartujos), vivir para contemplar. Otra vez quise ser guerrillero, para transformar la dramática realidad que causa tanto sufrimiento a los más pobres. La revolución nicaragüense, con Ernesto Cardenal en el Ministerio de Cultura, fue un acicate a mis pretensiones. Quise ser también poeta, tras las huellas de Neruda, de José Emilio y, desde luego, de Ernesto Cardenal. Triplemente huérfano, he perdido al poeta, al guerrillero y al místico sin alcanzar a ser yo ninguna de las tres cosas.
En las benditas tierras nicaragüenses, en el año 2011, visité el centro cultural patrocinado por Cardenal y pude comprar, bajo el consejo de mi dilecto amigo José Argüello, teólogo también nicaragüense, algunos libros de Cardenal, con teología mística de altos vuelos.
El 2 de marzo, a pesar de la avalancha de noticias y homenajes, el día amaneció sin luz.
Uno entiende el encono de Daniel Ortega y Rosario Murillo en el funeral de Cardenal sólo cuando, además de considerar la posición inquebrantablemente crítica de Cardenal hacia el gobierno de la pareja, lee el poema que el teólogo y guerrillero nos legó para ser publicado una vez que hubiera muerto. Se los comparto.
CON LA PUERTA CERRADA
Ernesto Cardenal
(fragmento)
Y cómo es que apareció cuando apareció
el Hijo de Dios bien desarmado
el lector fácilmente puede imaginarlo
Habrá sido extraño ver a Jesús
en medio de pobres enfermos y mujeres
liderando el Movimiento de Jesús
el manto no muy nítido que digamos
lavado por su madre lavandera
una tal María
Carpintero de ciudad en Cafarnaúm
tecnos en griego
de donde viene Técnico y Tecnología
“Y ustedes quién dicen que soy yo”
porque tal vez él mismo no sabía
Un Dios hecho carne
la calumniada carne
Y nosotros parte del Cuerpo de Cristo
junto con nuestros muertos queridos
como un hecho biológico
Jesús polvo de estrellas como nosotros
producto del Big Bang como nosotros
Dios se unió al hombre despojándose de Dios
No nos reveló religiosidad sino humanidad
Encarnado en lo humano reveló a Dios
No en el Templo
Jesús iba al monte a orar
y oraba a Dios (Abbá Papá)
Hay una diferencia entre Dios y Jesús
no son la misma persona sino dos personas
Jesús oraba a Dios
La Trinidad muy clara: Dios Triple
El amor mutuo exige otro
el amante que comparte el gozo
y eso es la Trinidad
amor compartido y amor supremo
Nacido en una cueva y muerto en una cruz
Excomulgado de los Santos Lugares
“Maldito el que cuelga de una cruz”
La cruz ahora hecha por un orfebre
de oro y pedrería colgada al pecho de un obispo
Estaba distinto resucitado
y costaba reconocerlo
Atravesó las paredes y era el mismo
pero transformado
Era el mismo pero no el mismo
cuerpo espiritual dijo San Pablo
No lo reconoció la Magdalena
“Decime dónde lo has puesto”
Se aparecía con la puerta cerrada
en otra forma de vida y no un fantasma
las llagas aún frescas de donde brotó mucha sangre
no como un ser radiante
sino como un humilde humano comiendo pescado
No un resucitar para morir después otra vez
sino que Dios lo levantó de los muertos
y lo sentó a su derecha
para decirlo en lenguaje arcaico
Dios ahora llamado Abbá
el Dios del universo y de buenos y malos
Dios Padre era aún un Dios neolítico
Abbá cambió el concepto de Dios
y Abbá el nuevo nombre del Dios moderno:
un diferente monoteísmo
Asesinado por la religión
los religiosos lo mataron
los pecadores y las putas entrarían antes había dicho
los intocables llevados a la mesa como amigos
los que no eran para estar en la mesa
La nueva era era de la compasión
Jesús mismo era la Buena Nueva
La buena noticia de que Dios nos ama
Cuántas veces mirando el cielo nocturno
se preguntaban ¿qué serán ellas?
No estamos solos en un universo
en el que aparecimos sólo por azar
(¿Todo lo existente sólo por azar?)
“Una evolución consciente de sí misma”
Los átomos se hicieron seres humanos
y el universo no será un accidente sin propósito
sin algo que dé sentido a nuestras vidas
Su mandato muy difícil: hacernos más humanos
hermano nuestro con una humanidad real
cagaba como nosotros
pero era Dios
Dios humano con lo común de todo ser humano
Compañero en la muerte
y más allá de ella
Para quien no había diferencias religiosas
No vi templo
dice el Apocalipsis
La sagrada materia que dijo Chardin
sagrados cuerpos encarcelados
muertos heridos golpeados
Con calibres de AK-47 dentro del ano
después sin poder caminar
las cárceles llenas y las calles vacías
Una cárcel con el nombre del campamento de Sandino
Y también el niño Conrado desangrándose
porque a los médicos se les prohibió atenderlo
Y murió diciendo “Me duele respirar”
A todo el país nos duele respirar
el país entero en manos de una loca
la del estéril bosque de árboles de hierro
y en manos de un presidente sin huevos
gobernado por ella
Pero también un Papa heroico digno de Dante
que rehusó habitar el Palacio Pontificio
con catorce aposentos
diciendo cuando se los mostraron
“Como para que duerman catorce y no uno”
Y antes el Cardenal Arzobispo de Buenos Aires
sin cocinero porque se cocinaba él mismo
Y el tupamaro presidente uruguayo
Che-Mujica
también cocinándose él mismo
Expulsado de Nicaragua sin la medalla ofrecida
Bienaventurado Laureano Mairena
que no vio a Tomás Borge envilecido
La revolución perdida
En el actual régimen de terror y mentira
la familia ha deforestado el país
indefensos en la globalización
El único animal vestido
Toda vida come
pero sólo por éste es el sabor de las comidas
foie gras caviar
hamburguesa hot dog
El vino tinto
y el amarillo como lo calificó Neruda
Y el único animal que conoce a Dios
Un Dios no indiferente a la economía nacional
y un Dios que se despojó de Dios
y ya no era omnipotente ni omnisciente
Tal vez encarnó en el Homo sapiens
en el tiempo equivocado y el lugar equivocado
ante judíos y romanos desarmado
Jesús no recurrió a Dios para evitar la cruz
no pidió la legión de ángeles
En la creación como él la ha creado
incapaz de impedir un terremoto
el poder es una tentación
Hay atributos que son del César y no de Dios
Hablar de un Dios crucificado era blasfemia
y un Dios pobre absurdo
los privilegiados vieron el fin de sus privilegios
para Jesús todos iguales
y todos igual de cerca de Dios
Un Dios único: el mismo de todas las religiones
Jesús no fue cristiano
sino con una religión para todos
universal
que nos une a todo el universo
un universo penetrado por Dios
en el que la materia se conoció a sí misma
Un Cristo no sólo de nuestro planeta
sino de todo el universo
antes astronómicamente muy limitado
por quien fue creado todo lo que existe
aun seres inteligentes muy distintos
si los hay
en el que todo se une
y unido se une a Dios
todo enlazado con todo
lo finito abrazado con el infinito
fuimos necesarios para Dios
Es un Dios que abraza
Y me ha abrazado
(Quédense, mis queridos/as (y pocos/as) lectores, con esta frase final: Dios nos ha abrazado. Acaso así nos sintamos más unidos/as al poeta que ahora está en el cielo).
Leonardo Boff es un filósofo y teólogo brasileño. Encarna en su persona, para quienes lo hemos seguido desde nuestra lejana juventud, el modelo del estudioso que tiene siempre los pies sobre la tierra y que, sin apoltronarse en sus conocimientos adquiridos, está siempre atento a lo que sucede, interpreta los signos de los tiempos y su voz cobra carices proféticos indispensables para los tiempos que vivimos.
Formado en la perspectiva contextual de la teología de la liberación, tuve a Boff como autor de cabecera en mis años de estudios. El Seminario Palafoxiano de Puebla me concedió en 1979 un reconocimiento académico que incluía, entre los libros que me regalaron, el titulado “Gracia y Liberación del Hombre”, de Leonardo Boff. Durante los tres años siguientes bebí como desesperado todos sus libros y, de la mano del entonces profesor de teología dogmática, P. Lázaro Pérez, hice varios trabajos académicos sobre su obra. Recuerdo con especial afecto un librito, “Los sacramentos de la vida y la vida de los sacramentos”, que alcanzó a unir de manera magistral el contenido teológico con un lenguaje de resonancias poéticas.
Uno de sus libros, “Iglesia, carisma y poder”, colmó la paciencia de quienes, en lo alto de la cúpula vaticana, consideraban la teología de la liberación, no como la aplicación a este continente de los principales postulados de la renovación conciliar, sino como una doctrina peligrosa por su cercanía con la política y el marxismo. La involución eclesial y la persecución a la disidencia teológica llegaron a su punto más elevado. Con todas las salidas cerradas, Leonardo renunció al ejercicio de su ministerio de presbítero sin renunciar a su pasión por el Reino de Dios predicado por Jesús y terminó por abandonar la orden franciscana a la que pertenecía, sin olvidarse del sueño del pobre de Asís.
A partir de entonces, su tarea teológica se ha orientado de manera preponderante a la consideración de los temas que tienen que ver con la ecología y el cuidado de la Casa Común. Viejo profeta, de barba blanca y abundante, se ha convertido en compañero de camino de quienes aspiran a la supervivencia de la especie, tan amenazada en nuestro tiempo. Desde lo alto de su experiencia, como voz que clama en el desierto, denuncia la depredación capitalista y su estela de desastres medioambientales y anuncia la posibilidad de un cambio radical, si como humanidad, somos capaces de modificar patrones de pensamiento y de conducta. Hay muchas personas que ven, en la Laudato Si’, un eco de su pensamiento y de su lucha por la vida.
Leonardo Boff escribe una columna semanal. La que ha publicado esta semana me parece especialmente pertinente, por lo clara y contundente. Por eso lo tengo hoy de columnista invitado. Cedo el espacio para que los lectores y lectoras de este espacio virtual, se deleiten con sus palabras.
El nuevo paradigma requiere una espiritualidad diferente y una ética propia
Columna del 2020-02-22
Varias amenazas se ciernen sobre el sistema-vida y el sistema-Tierra: el holocausto nuclear, la catástrofe ecológica del calentamiento global y de la escasez de agua potable, la catástrofe económica/social sistémica con la radicalización del neoliberalismo que produce una acumulación extrema a expensas de una pobreza asombrosa, la catástrofe moral con la falta general de sensibilidad hacia las grandes mayorías sufrientes, la catástrofe política con el resurgimiento mundial de la derecha y la corrosión de las democracias… Tal como están, la Tierra y la Humanidad no pueden continuar así, a riesgo de sufrir un Armagedón ecológico-social.
Centrándonos en el escenario reciente de Brasil: las fuertes lluvias de febrero de 2020 con inundaciones desastrosas que afectaron a varias ciudades del país y paralelamente incendios terribles en Australia, seguidos inmediatamente por inundaciones no predecibles. Tales eventos extremosos son signos inequívocos de que la Tierra ha perdido ya su equilibrio y está buscando uno nuevo. Y este nuevo podría significar la devastación de porciones importantes de la biosfera y de una parte significativa de la especie humana.
Esto va a suceder; simplemente, no sabemos cuándo, ni cómo. El hecho es que ya estamos en la sexta extinción masiva. Hemos inaugurado, según algunos científicos, una nueva era geológica, la del antropoceno, en la cual la actividad humana es responsable de la destrucción de las bases que sostienen la vida.
Los diferentes centros científicos que monitorean sistemáticamente el estado de la Tierra atestiguan que, de año en año, los elementos principales que perpetúan la vida (agua, suelos, aire, fertilidad, climas y otros) se deterioran día a día. ¿Cuándo va a parar esto?
El 29 de julio de 2019 se alcanzó el Día de la Sobrecarga de la Tierra (el Earth Overshoot Day). Significa que, en esta fecha, se han consumido todos los recursos naturales disponibles para ese año. A partir de ese día, dentro de la contabilidad del año en curso, la Tierra entra en números rojos, y en descubierto bancario: ¿cómo llegar a diciembre? Si insistimos en mantener el consumo actual, tenemos que aplicar la violencia contra la Tierra obligándola a darnos lo que ya no tiene o no puede reemplazar. Su reacción a esta violencia se expresa por los diversos fenómenos ecológicos y sociales ya mencionados, especialmente por el aumento de dióxido de carbono y metano (23 veces más dañino que el CO2) y por el crecimiento de la violencia social, ya que la Tierra y la humanidad constituyen una única entidad relacional.
O cambiamos nuestra relación con la Tierra viva y con la naturaleza o, según Sigmund Bauman, “engrosaremos el cortejo de aquellos que se dirigen hacia su propia tumba”. Esta vez no disponemos de un Arca de Noé en la que nos podamos refugiar.
No tenemos otra alternativa, sino cambiar. Quien crea en el mesianismo salvador de la ciencia es un iluso: la ciencia puede mucho, pero no todo: ¿detiene ella los vientos, contiene las lluvias, limita el aumento de los océanos? No basta disminuir la dosis y continuar con el mismo veneno, o sea, sólo limar los dientes del lobo; él seguirá siendo feroz.
Necesitamos asumir urgentemente un tipo diferente de relación con la naturaleza y la Tierra, contrario al modelo dominante. Hace falta decir que se necesita un nuevo paradigma de producir, distribuir, consumir y vivir en la misma Casa Común. El cambio exige construir algunos pilares que sean los cimientos que soporten el nuevo paradigma. De lo contrario, repetiremos siempre lo mismo y de peor manera. Es como si quisiéramos curar las heridas de la Tierra cubriéndola con venditas.
Primero: una visión espiritual diferente del mundo y su correspondiente ética. Esto, a mi modo de ver, no tiene necesariamente que ver con la religiosidad, sino con una nueva experiencia de la realidad, una determinada sensibilidad y un espíritu diferente. Y la alternativa es esta:
– o nos relacionamos con la Naturaleza y la Tierra como si fueran un baúl de recursos para nuestra explotación y uso, queriendo someterlas a nuestros propósitos (éste es el paradigma actual),
– o nos relacionamos sintiéndonos parte de la Naturaleza y de la Tierra, adaptándonos a sus ritmos, no encima sino al mismo nivel que todas las criaturas, con la conciencia de cuidarlas y protegerlas para que continúen existiendo y dando a la comunidad de Vida, de la que somos miembros, todo lo que necesitan para vivir y para seguir co-evolucionando. Este es el paradigma alternativo que implica respeto y veneración, ya que formamos un todo orgánico dentro del cual cada ser tiene un valor en sí mismo, independientemente del uso que le demos, pero relacionado siempre con todos los demás.
Esta nueva sensibilidad y espiritualidad diferentes, constituyen el nuevo paradigma, que pueden dar lugar a otro tipo de civilización, integrada en el conjunto, y otra forma de habitar la Casa Común. Sin esta sensibilidad/espiritualidad y su traducción en una ética ecológica, no podremos superar el caos “caótico” actual. Reiteramos firmemente: todo dependerá del tipo de relación que establezcamos con la Tierra y con la naturaleza: ya sea de uso y explotación, o de pertenencia y convivencia, respetuosa y cuidadora.
Segundo: rescatar el corazón, el afecto, la empatía y la compasión. Esta dimensión del pathos ha sido descuidada en nombre de la objetividad de la tecnociencia. Pero en ella anidan el amor, la sensibilidad hacia los demás, la ética de los valores y la dimensión espiritual. Si no hay lugar para el afecto y el corazón, no hay razón para respetar la naturaleza y escuchar los mensajes que, en este caso, son enviados por las inundaciones y el calentamiento global. La tecnociencia ha producido una especie de lobotomía en los seres humanos que ya no sienten sus gritos. Se imaginan que la Tierra es una simple despensa de víveres infinitos al servicio de un proyecto de enriquecimiento infinito. Un planeta finito no soporta un proyecto infinito. Debemos pasar de una sociedad industrialista y consumista que agota la naturaleza, a una sociedad que conserva y cuida toda la vida y ejerce un consumo responsable y compartido. Debemos articular el corazón y la razón para estar a la altura de la complejidad de nuestras sociedades.
Tercero: tomar en serio el principio de cuidado y de precaución. O cuidamos lo que queda de la naturaleza, regeneramos lo que tenemos devastado e impedimos nuevas depredaciones, como el MST que se propuso en este 2020 plantar un millón de árboles en las áreas asoladas por el agronegocio, o nuestro tipo de sociedad tendrá los días contados.
La precaución exige que no se tomen medidas ni se realicen experimentos cuyas consecuencias no puedan controlarse. Además, la filosofía antigua y moderna ya ha visto que el cuidado pertenece a la esencia humana, y más: que es la condición previa necesaria para que surja cualquier ser. También es la guía anticipada de toda acción. Si la Vida, también la nuestra, no se cuida, enferma y muere. La prevención y el cuidado son decisivos en el campo de la nanotecnología y de la inteligencia artificial autónoma. Ésta, con sus algoritmos de millones de datos, puede tomar decisiones, sin que lo sepamos, y penetrar en arsenales nucleares, activar las ojivas y lanzarlas, poniendo fin a nuestra civilización.
Cuarto: el respeto a todos los seres. Cada ser tiene valor intrínseco y tiene su lugar en el conjunto de los seres. Incluso el más pequeño de ellos revela algo del misterio del mundo y del Creador. El respeto impone límites a la voracidad de nuestro sistema depredador y consumista. Quien mejor formuló una ética de respeto fue el médico y pensador Albert Schweitzer (+1965). Él enseñaba: la ética es la responsabilidad y el respeto ilimitado por todo lo que existe y vive. Este respeto por el otro nos obliga a la tolerancia, que es urgente en el mundo y entre nosotros, particularmente bajo el gobierno brasileño de extrema derecha que alimenta el desprecio por los negros, los indígenas, los quilombolas, las personas LGBT y las mujeres.
Quinto: actitud de solidaridad y de cooperación. Esta es la ley básica del universo y de los procesos orgánicos. Todas las energías y todos los seres cooperan entre sí para mantener el equilibrio dinámico, garantizar la diversidad y que todos pueden co-evolucionar. El propósito de la evolución no es otorgar la victoria a los más adaptables, sino permitir que cada ser, incluso el más frágil, pueda expresar virtualidades que emergen de aquella Energía de Fondo o Fuente que hace ser todo lo que es, que sostiene todo en cada momento, de donde salió todo y a la que todo vuelve. Hoy, debido a la degradación general de las relaciones humanas y naturales, debemos, como proyecto de vida, ser conscientemente solidarios y cooperativos. De lo contrario, no salvaremos la vida ni garantizaremos un futuro prometedor para la humanidad. El sistema económico y el mercado no se basan en la cooperación sino en la competición, la más desenfrenada. Por eso crean tantas desigualdades, hasta el punto de que el 1% de la humanidad tiene el equivalente al 99% restante.
Sexto: es fundamental la responsabilidad colectiva. Ser responsable es darse cuenta de las consecuencias de nuestros actos. Hoy hemos construido el principio de la autodestrucción. El dictamen categórico es entonces: actúa de manera tan responsable que las consecuencias de tus acciones no sean destructivas para la vida y su futuro y no activen la autodestrucción.
Séptimo: acometer todos los esfuerzos posibles para lograr una biocivilización centrada en la Vida y en la Tierra. Todo lo demás se destina a este propósito.
En fin, el tiempo de las naciones ha pasado. Ahora, en el contexto de un nuevo paradigma, es hora de construir y salvaguardar «el destino común de la Tierra y la Humanidad». Su realización sólo se logrará si construimos sobre los pilares mencionados. Entonces podremos vivir y convivir, convivir e irradiar, irradiar y disfrutar la alegre Celebración de la Vida.
La Revista Cultural Centroamericana llamada Carátula, publicó en su número 94 algunos poemas de La Hija del Viento, poemario de Michèle Najlis, junto con un comentario titulado: Hija del Viento: un poemario sobre Dios, escrito por el Obispo Auxiliar de Managua, Mons. Silvio José Báez. El ilustrativo comentario del Obispo es de dimensiones que sobrepasan el espacio de esta columna, pero recomiendo vivamente su lectura. Puede verse en www.caratula.net/edicion-94-poesia
La sección dedicada en la revista a la poeta nicaragüense, cristiana a carta cabal, dilecta amiga y también narradora y teóloga, está precedida por unas palabras provenientes del músico e islamólogo Halil Bárcena, que desde la tradición mística musulmana, la tradición sufí, nos deja constancia de su aprecio por la concreción literaria de los poemas de Najlis:
“Son breves los poemas que Michele Najlis, poetisa de largo recorrido, nos brinda en este su último libro. Semejan eso que los sabios sufíes, los iniciados espirituales del islam, denominan perlas de sabiduría, que son algo así como la mínima expresión de lo máximo. Los poemas de Najlis son breves y ponderados en el uso de la palabra cual perlas sufíes. Nada sobra en ellos, nada les falta, rasgo inequívoco de que nos hallamos ante una poetisa de verdad cuya verdad son sus poemas. Y en eso, justamente, consiste la gran poesía: en decir mucho con bien poco, como La hija del viento”.
Entre poesía y mística hay una relación que tiene que ver con la naturaleza de ambas: nombrar lo que no puede nombrarse, aludir a aquello que no puede ser apresado por las palabras, referir experiencias hondas e intransmisibles. El poeta, en este caso la poeta, labra siempre en el mar y el poeta místico lo hace en el mar del espíritu. Es inevitable por eso que la palabra que nombra lo inefable use las expresiones propias del amor, del erotismo, que entre las experiencias humanas es aquella que más nos acerca a lo innombrable. La poesía mística es siempre una poesía amorosa.
Pondré aquí solamente dos párrafos del comentario de Silvio Báez que ilustran lo inusual de un poemario de este tipo en nuestros tiempos. Después, para gozo del lector, pondré los poemas publicados en la revista Carátula, que nos hacen apreciar, así sea a partir de una probadita, la hondura espiritual de estos poemas y la fuerza poética que encierran.
Dice Don Silvio Báez: “No es usual en nuestra época encontrar un libro de poemas que nos queme las manos y nos haga –utilizando una expresión muy querida a la autora de libro y ya usada por el profeta Oseas: «hacer girar» o «dar vuelta» al corazón–. Somos herederos de la Modernidad, que ha tenido como rasgo original un fuerte antropocentrismo. Ya se le considere como la época del descubrimiento de la dignidad humana y de los derechos fundamentales de la persona; o como el momento de la conquista de la autonomía de la razón; o como el tiempo de la aparición de la igualdad entre los seres humanos; o como la etapa del desarrollo del individualismo y de la búsqueda del bienestar para todos; o como la época de la liberación de la servidumbre de la naturaleza, la Modernidad no ha sido ciertamente una época histórica caracterizada por la afirmación de la experiencia de Dios.
“Es más, hablar de la Modernidad es hablar de secularización, fenómeno que significa sobre todo la toma de conciencia de la autonomía y del valor del mundo y de la vida en él, frente a la necesaria referencia y sometimiento a los agrados propios de las épocas sacralizadas. ¿No es atrevido publicar una serie de breves poemas, que traslucen una experiencia inefable y transformadora del Misterio? ¿No es atrevido hablar de experiencia interior, de viento que empuja y quema, del vino divino que embriaga las entrañas, en una sociedad como la nuestra, que debe enfrentar tantos urgentes y graves retos frente a una descomposición política y social de proporciones gigantescas y un país que una oligarquía se empeña en construir y describir exclusivamente centrado en la ilusión de un progreso económico que a la larga favorecerá solo a unos pocos?
“Pues bien, Michèle Najlis se ha atrevido a compartirnos su más íntima experiencia y ha puesto en nuestras manos un libro de poemas que nos ponen delante de la «Presencia» por excelencia. Presencia que nos precede, presencia que nos da continuamente el existir y en la cual vivimos y hacia la cual –queramos o no, lo sepamos o no–, nos encaminamos. Estamos ante un fascinante librito que narra «poéticamente», –entre otras cosas, el género literario más adecuado para hacerlo– una historia de amor. Un libro que habla del amor, del amor descubierto, anhelado y sufrido, pero del amor que da sentido y plenitud a todo cuanto existe. Un libro de poemas sobre Dios. Del Dios que es amor. Amor recibido, amor sufrido, amor que es viento y fuego”.
Dejo hasta aquí los comentarios y abro la puerta a los poemas de Michèle Najlis. En la tradición del versículo bíblico, estos poemas / aforismos llegan al alma y nos dejan llenos de la nostalgia de Aquel, como decían nuestros abuelos mayas, “cuyo nombre se dice como un suspiro”.
Él,
cuyo nombre
impronunciable
quema.
A quienes generosamente
me han acompañado,
animado y soportado
en este no-camino
1
¿A dónde me llevarán tus alas?
2
Amando a la intemperie
sin tregua ni resguardo
como el noble samurai
que lucha con su sombra
y muere.
¿Consolarás mi corazón
herido de Tu herida,
sin saberlo?
5
Fuego de amor quemando la memoria.
Fuego de viento
inasible
insaciable.
Fuego de amor en la memoria
7
Perdida de mí
me busco en Tu silencio.
12
Odio las manos del aire
que me arrebatan Tu aliento
13
Fuego sobre fuego
¿por qué ardes?
Viento sobre viento
¿por qué lloras?
Sobresalto de amor
¿por qué no me despiertas?
14
Tu vino en mis entrañas
embriagándote.
26
Herida de Tu Amor
¿a dónde iré mientras no muera?
29
Olvidar para poderte amar
Cegarme para poderte ver
¿Dónde me llevarán mis pasos
en este laberinto de la nada?
32
Si yo te olvido, Amor
¿quién se acordará de mí?
¿quién me llevará en la palma de su mano?
35
Si dejo de buscarte
¿encontrarás la entrada
de mi jardín secreto?
38
Soy
la hoja
que cae
y el viento que la sostiene.
41
¡Este amor
cuya carencia
abrasa,
cuya presencia
incendia!
42
En mí y no estando.
En mí y sin saberte.
¿Cuándo podrás al fin ¡oh Dios!
mirarte con mis ojos?
44
Quedé sola
con mi sola soledad a cuestas.
Entonces
sin saberlo
sin que nadie lo dijera
oí Tu Nombre
en mi silencio.
Dice Roberto Cruz Arzabal (Letras Libres 243, “El mito letrado”, pp. 70-71), que para darle sentido a la distinción entre personas que leen y personas que no, construimos relatos que justifican nuestras prácticas. Lo hacemos no solamente con el hecho de leer, sino con casi todas las experiencias que conforman nuestra manera de vivir y convivir. Ya lo había planteado Harari en “Sapiens”, ese libro de historia de la humanidad que se convirtió en bestseller, cuando afirmó que la posibilidad de que un simio inteligente haya llegado a la cumbre de la pirámide animal se debe principalmente al hecho de que es capaz de crear relatos explicativos, invenciones que dan sentido a nuestra vida y la humanizan, en el sentido estricto de la palabra.
Dice Cruz Arzabal en su artículo, “lo que en la conversación había sido una pregunta práctica, se devela muy pronto como una pregunta metafísica: ¿a los cuántos años te diste cuenta de que eras uno de los que leen?… el relato que nos contamos sobre cómo nos hicimos parte del club de los que leen es una disposición, una manera ritualizada en la que deseamos explicar nuestra pertenencia a un campo específico de relaciones…”.
A estos relatos son a los que se refiere el crítico literario bajo la denominación que da título a su artículo: el mito letrado. Así que he decidido compartir aquí mi relato que, como todo relato de origen, se remonta hasta la infancia, esa bruja que, después de Freud, se ha convertido en la causante de (casi) todos nuestros males y de algunos de nuestros bienes.
El primer registro tiene que ver con Hilma Mauri, una antigua catequista de la parroquia de San José de la Montaña, que vivía a escasos cien metros de mi casa de infancia. En la esquina de las calles 54 con 83, la casa de Hilma Mauri se me figuraba una de esas casas de fotografía norteamericana: una reja amplia seguida de algunas escaleras hasta llegar a la puerta principal de la sala. Además de ser el hogar de Hilma Mauri, aquella casona albergaba los sábados un centro de catecismo al que acudían decenas de niños del rumbo a aprender el ABC de la religión católica.
Pues bien, tendría yo unos seis años, eso quiere decir, a despecho de revelar mi edad, el año 1964, y la televisión era un aparato que no estaba todavía al alcance de todas las familias. La casa de Hilma Mauri fue una de las primeras en el rumbo en tener televisión. El aparato, de pantalla cóncava y en exclusivo blanco y negro, estaba situado en la sala de la casa, justo en el rincón del lado izquierdo de la entrada, colocado sobre un mueble alto que nos obligaba a todos a tener que levantar la mirada al sentarnos frente a él.
Hilma Mauri era una catequista consciente de las diferencias sociales y con ganas de remediar el abismo, en ese entonces feroz, entre quienes tenían televisión y quienes no la teníamos. Por eso ponía la televisión al servicio de todos los niños y niñas del rumbo. A las cinco y media de la tarde, una vez terminada la clase vespertina en la escuela de las Medina, la Benito Juárez, – única escuela con solo tres cursos (párvulos, primero y segundo de primaria) y dos maestras (Paulita y María)– cualquier niño del rumbo podía llegar a casa de Hilma a ver la televisión. Las bancas del catecismo estaban ya a esa hora convenientemente colocadas para que hubiera cupo para todos… con una salvedad que a continuación refiero.
Catequista al fin, Hilma Mauri ponía, en la entrada de la casa, una alcancía en la que cada niño o niña que quería disfrutar de un rato de televisión debía poner un donativo para la parroquia de San José. Lo hacía porque, me comentó una vez, “además de que es poca la gente que ayuda a la iglesia, yo uso para que ustedes vean la televisión las bancas destinadas al catecismo. De lo contrario no tendría tantas sillas para todos los que vienen a ver la tele. Así que en algo que salga beneficiada la parroquia…”
Una realidad difícil de comprender en estas épocas en que contamos con cientos de canales, es que la televisión tendría, en aquellas épocas, solamente dos o tres canales. Así que no era cosa que uno pudiera elegir qué ver, sino sentarse y ver qué le tocaba a uno presenciar en la pantalla. El canal 3, probablemente el decano de la televisión en Yucatán, reproducía la programación del Telesistema mexicano. A veces nos tocaba ver una serie de programas navideños en el mes de julio, con nieve y todo, pero eso a quién le importaba: la televisión era, sí señor, una puerta a otros mundos.
Uno de los programas que más gustaba a la chiquillada, yo entre ellos, eran las caricaturas de Popeye el Marino. No entendíamos bien por qué razón esa extraña hierba (no conocí la espinaca en vivo sino hasta los diecisiete años) daba tanto vigor al marinero, pero nos encantaba el enfrentamiento de Popeye con Brutus y su loco enamoramiento por aquella flaca llamada Olivia Olivo.
Voy al punto del mito letrado. Las caricaturas de Popeye estaban en inglés, así que venían con subtítulos en español. Yo llegaba temprano, ponía mi donativo en la alcancía, y me sentaba a ver las caricaturas de Popeye. Al escuchar mis carcajadas, algunos me pedían que les explicara de qué me estaba riendo. Entonces caí en la cuenta que muchos de los niños de mi edad no sabían leer los subtítulos.
Mi suerte había sido distinta. Mi tío Raúl nos traía de la Ciudad de México, que era donde vivía, nuestros regalos de navidad. Durante muchos años él fue nuestro Santa Claus particular. Debido a que en una ocasión mi mamá le contó a su hermano que ella me había descubierto, a los cuatro años y medio, leyendo el periódico, mi tío Raúl le traía regalos a todos mis hermanos, mientras que a mi me traía solamente libros. Así leí El Conde de Montecristo, los Tres Mosqueteros, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días y algunas otras novelas de Julio Verne. Desde la infancia quedé marcado y supe que leer sería mi vida.
Pero el relato de cuándo comencé a saber que era del grupo de los que leen se dio justo frente a la televisión, en casa de Hilma Mauri. Una de aquellas tardes, compadecido de mis compañeritos iletrados, comencé a leer los subtítulos en voz alta, para que todos pudieran reírse junto conmigo. Al día siguiente, al llegar a casa de Hilma Mauri puntual para mi cita con Popeye el Marino, Hilma no permitió que yo echara mi colaboración en la alcancía que para ello tenía destinada. Me detuvo la mano, me devolvió el dinero y me dijo: “tú lees los subtítulos a tus compañeritos por lo que ya no tienes que pagar tu entrada”. Mi deleite se duplicó: no era solamente un gozador de las aventuras de Popeye sin tener que pagar, sino que había conseguido mi primer trabajo: leer subtítulos a los que no sabían leer. A los seis años caí en la cuenta, por primera vez, que formaba parte de los que leen. Me alegra sobremanera que haya sido leyéndole a los demás.
A: 26 de octubre de 1922
Z: 18 de diciembre de 2019
El legado
De mi madre aprendí a caminar, no sólo en el sentido de que ella me tomó de la mano cuando quise, en mi primer gesto de audacia infantil, dejar de gatear y convertirme en uno de aquellos animales que caminan sobre dos pies, sino que me enseñó a hacer de la caminata un ejercicio placentero. Fue así caminando, a los seis años, colgado de su mano y apoyando mi sien en sus caderas, que me pregunté por vez primera por qué las mujeres caminaban con una cadencia distinta de la de los hombres. Hacerme esa pregunta y mirar a otras mujeres caminar fue una sola y la misma cosa. Desde ese entonces quedé fascinado por las mujeres, para decirlo con las palabras de Joaquín Sabina, “en cuyas caderas no se pone nunca el sol”.
La recuerdo ahora, valiente y luchadora, buscando cómo hacerle para ayudar a su marido en el gasto, para comprar los libros, para pagar las deudas. La miro hacer gelatinas y queso napolitano, vender ropa para niños, luchar consigo misma para poner los precios sin que los pobres dejaran de comprarle. La miro zurciendo calcetines, marcando las ropas de sus hijos para que no se le confundan, inventando modas con retazos de tela de cortina, ahorrando a duras penas para celebrar los quince años de su primogénita.
De ella aprendí el amor filial. La vi gastarse y desgastarse en el servicio de su madre anciana, criarla y bañarla cuando el peso de los años convirtió a su madre en la abuelita de la canción de Cri Cri. La miré llorar cuando en la penumbra de la estancia se acercó a su madre anciana y ésta no la reconoció: “¡qué vas a ser mi hija… si yo no me he casado!” Y, aun en medio de los peores momentos de la demencia senil de su madre, nunca descubrí una falta a la exquisita caridad con que la atendió en sus últimos años.
Fue también ella la que me contagió el amor fraterno, no sólo por su preocupación por sus propios hermanos, sino por aquellos días en que, a las seis de la mañana, me levantaba de la hamaca y me arrastraba poniéndome un regalo entre las manos, para cantarle las mañanitas al hermano que cumplía años. Pero esas desagradables desveladas se compensaban cuando el del cumpleaños era uno, y me dormía entonces desesperado porque ya fueran las seis de la mañana y mis hermanos me despertaran con sus cantos y sus regalos.
De ella aprendí el amor a Dios y a la vocación sacerdotal. También tomado de sus callosas manos fue que dije por vez primera a un sacerdote ejemplar: “yo quiero un traje como el de usted”, para escuchar de respuesta: “pues tienes que entrar al seminario”. La recuerdo sentada en la hamaca, meciéndose con los pies, mientras sus manos desgranan el rosario, con cincuenta penas ocultas, cincuenta dolores de esos que solamente conocen las que son madres. La miro haciendo “La caminata de la Encarnación” o alguna otra de esas devociones antiguas de desconocidos orígenes. Un día me confesó que fue la fuerza de su oración la que logró que yo cambiara mi motocicleta, después de tres accidentes sin mayores consecuencias, por el primer Volkswagen usado que pude conseguirme. Para mí, el mayor logro de esa extraña oración fue poder marcharme de casa sin dejarla a ella con el ¡Jesús! en la boca.
De ella aprendí el amor a los pobres. No dejaba nunca que alguien que llamara a su puerta para pedir limosna se fuera sin un taco. Una imagen imborrable es la de una mujer acercándose al mostrador de la tienda de abarrotes para comprar pan francés. No entendía a mis pocos años el misterio que rodeaba a esa mujer, ni por qué todos callaban o desviaban la mirada cuando ella se acercaba. Ni siquiera entendía qué quería decir prostituta o qué significaba “trabajar en la zona”. Cuando mi madre le dio las cuatro barras de pan a la mujer, ésta, bajando los ojos de vergüenza, le dijo “ahí me lo apunta…”. Nunca la vi apuntar nada en su lista de deudores. Cuando me vio mirándola con ojos de “no entiendo por qué no apuntas la deuda”, se volteó hacia mí para justificar su caridad: “es que es muy pobre y tiene una hija enferma”.
Cuando pienso en todas las batallas que tuvo que dar, y en la decisión inquebrantable con que las enfrentó, me preguntó desconcertado cómo es que después, ya entrada en la vejez, no podía escoger ningún platillo del menú, o no sabía decidirse por un color de ropa, o titubeaba largas horas frente a la estufa pensando en qué comida haría para el mediodía. Es como si las grandes decisiones de la vida, esas en las que se basa la sobrevivencia de un amor matrimonial o de un hogar con hijos, la hubieran dejado indefensa ante las decisiones cotidianas, pequeñas, intrascendentes.
De madre pasó a abuela con gran donaire. Quería que sus nietos se casaran ya mayorcitos, como ella: a los 29 años, para que gocen su juventud. Decía que no le pesaban los años, pero no olvido aquella frase que repetía cada vez que la conversación se desviaba hacia el tema de las edades de los asistentes: “Esa es conversación de cocheros”.
Las manos de mi madre
Cuando no era una cosa, era la otra, pero mi madre siempre encontraba algo qué vender: vestiditos para niñas, ropa interior de mujer, desodorantes y perfumes, flanes y gelatinas, un queso napolitano que fue durante muchos años la envidia de cuanta repostera lo probaba, juguetes en abonos para la navidad, etc., etc.
La vida no era fácil, es cierto. Yo nunca entendí por qué, al responder a la pregunta “en qué trabaja tu papá”, y decir: “tenemos una tienda”, la gente pensaba automáticamente que éramos ricos. La realidad de los tendejones de esquina es muy distinta a lo que la mayoría de la gente piensa: normalmente los tenderos viven sobregirados, sobre todo si, como hacían mis padres, daban fiado a medio vecindario. Los sábados de quincena eran buenos días de recuperación económica y de inversión inmediata. Los hijos salíamos en bicicleta hacia el mercado a hacer las compras que resurtirían la tienda para otros quince días: veinticinco kilos de maíz, un saco de azúcar, seis paquetes de cigarros. Con cuatro hijos en la escuela, solía yo escuchar de cuando en cuando la queja: “nos estamos comiendo la tienda”.
Entonces surgía el ingenio de mi madre para sacar alguna ganancia extra. Un aparador especial lucía las prendas de vestir, los regalos y las curiosidades. “Se lo puede llevar hasta en tres pagos”, era la fórmula invencible en la tarea del convencimiento al cliente, que en la mayoría de los casos era la clienta. Y vuelta a los abonos y al apuro por resurtir el aparador. Las ganancias más inmediatas venían, en cambio, de la venta de gelatinas, flanes, refresco de cebada perla, y el queso napolitano que se vendía en rebanadas y que estaba estrictamente prohibido para los de casa.
El más álgido momento de esta batalla campal por la supervivencia llegaba cuando se acercaba la navidad. Todavía de pantalones cortos y de la mano de mi madre, me asomaba a la famosísima tienda Farah de la calle ancha del bazar. Mi madre escogía los juguetes con exquisito olfato comercial: “Estas muñecas seguro que se venderán”. Y junto con algunos juguetes caros, mi madre se preocupaba siempre por llevar juguetes baratos, pero vistosos, “ya ve usted, don Abdala, que hay gente que con trabajo le alcanza…”. La tienda se llenaba, ya desde el mes de octubre, de aquel singular muestrario. Entonces comenzaba el desfile de los padres de familia que iban a apartar el juguete que querían: “usted escoge y lo va pagando poco a poco, pero recuerde que entregamos solamente los juguetes que se hayan terminado de pagar”, decía mi madre. Y la gente acudía feliz a ese casero sistema de apartado, y llegada la navidad la casa era un pandemónium. Entre ponerle los nombres a las cajas, checar si todo estaba pagado y hacer la entrega de los juguetes a las horas más inverosímiles del día, apenas si nos quedaba tiempo para bañarnos antes de la cena navideña. Siempre había algunas personas que no alcanzaban a llevarse los juguetes y trasladaban la entrega para el año nuevo o la fiesta de los reyes magos, así que, invariablemente, nuestra fiesta navideña estaba adornada con hermosísimos juguetes ajenos y sin abrir.
Mi madre fue una gran trabajadora, sí señor. Siempre anduvo empeñada en extrañas empresas comerciales que casi siempre le dejaban más pérdidas que ganancias. De tienda de abarrotes pasó a tienda de regalos. Y cuando ya no hubo necesidad que trabajara y la tienda de regalos se cerró, ella siguió vendiendo Fuller y Avon, cobrando y entregando mercancía. Así percibí desde niño las manos de mi mamá: trabajando. Con las mismas manos me acariciaba por las noches o me peinaba con un fijador verde después del baño. Pasando el tempo vi sus coyunturas expandirse como efecto de una artritis que, gracias a Dios, pudo controlarse a tiempo. Cuando la enfermedad se hizo presente, las manos de mi mamá tenían siempre una bolita de plástico que jugueteaban como ejercicio terapéutico. A las tres de la tarde, en cambio, las manos de mi mamá estaban siempre llenas de aves marías.
En una ocasión mi madre se lastimó una mano. Ya bastante mayor, por una inconfesable herencia, mi mamá se empeñaba siempre en lavar los trastes: “cómo voy a estar sentada mientras otros hacen todas las cosas”, suele decir. Pues bien, lavando un vaso, éste se quebró y le hizo una cortada en el dedo meñique, de esas cortadas que no son profundas ni peligrosas, pero que ¡aaah! cómo duelen. Cuando me mostró la herida miré de cerca las manos de mi madre. Vi en ellas la marca de muchos años, las huellas de la mercancía de la tienda, de la ropa zurcida, de los flanes y las gelatinas, de los perfumes y de la ropa de niña. Tengo que confesar que nunca he visto manos más hermosas.
A nadie como a ella le convienen aquellos versos de una canción de la Negra Mercedes Sosa: “Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire, / historias de cocina entre sus alas heridas de hambre. / Las manos de mi madre saben qué ocurre por las mañanas, / cuando amasan la vida, horno de barro, pan de esperanza. / Las manos de mi madre me representan un cielo abierto, / un recuerdo añorado, trapos calientes en los inviernos. / Ellas se brindan cálidas, nobles, sinceras, limpias de todo: / ¿cómo serán las manos de quien las mueve gracias al odio? ¡no las conozco! / Las manos de mi madre llegan al patio desde temprano, / todo se vuelve fiesta cuando ellas juegan junto a otros pájaros / que aman la vida y la construyen con los trabajos, / arde la leña, harina y barro, / lo cotidiano se vuelve mágico, / se vuelve mágico”.
Los ojos de mi madre
En el atardecer de su vida su mirada, de casi ochenta primaveras, se concentraba en enhilar la aguja. La nieta mayor sería la propietaria de aquel milagro que una tarde se extendió ante mis ojos. Con retazos de tela de cortina mi madre había cosido sin descanso una colorida sobrecama. Se preguntaba cómo luciría sobre la cama, si las medidas eran las correctas, si acabaría la labor antes del cumpleaños… Abeja laboriosa, mi madre escondía sus penas entre el olor de telas nuevas y sin usar. La sobrecama iba entretejiendo su inaudito colorido mientras yo contemplaba sus manos laboriosas y encallecidas.
En el ayer del recuerdo, enmarcado en una fotografía antigua, se dibujan los anteojos de aristas puntiagudas, dando el toque sesentero al rostro de mi madre. Más tarde, después de operada, los lentes fueron invisibles (intraoculares, les llaman los oftalmólogos) y suplieron de manera sobrada las deficiencias que dejaron a su paso las cataratas. Con anteojos o sin ellos, los ojos de mi madre se desgastaron siempre cosiendo para otros: las valencianas de mi padre, el zurcido sin fin de mis calcetines infantiles, el botón pegado velozmente sobre la camisa del uniforme escolar, ya puesta, los bajos posteriores del pantalón de mezclilla que amenazaba con pararse solo (“voy a esconderte ese pantalón para que no vuelvas a ponértelo nunca…”), la bolsa para mi ropa sucia en los lejanos tiempos del seminario. Por las tardes, remendando la ropa detrás del mostrador de una tienda de esquina. Después, en la tarde de su vida, cosiendo sobrecamas para sus nietas. Ojos desgastados entre lágrimas e hileras. Los ojos de mi madre.
El ombligo
Desde hace años, algunos historiadores han insistido en la necesidad de observar y narrar lo que ellos llaman “microhistoria”. Los libros de historia suelen contarnos las grandes hazañas de los héroes, las batallas memorables, las guerras que cambiaron al mundo (aunque ninguna lo haya cambiado de veras), etc. Pero siempre pasa desapercibida la historia cotidiana, la que se teje en el interior de los hogares, en el calor de las cocinas, en las relaciones interpersonales, en las angustias familiares.
Sin embargo, las vidas de quienes somos seres comunes y corrientes, de los que no estamos a la altura de los grandes héroes sino que somos mitad ángeles y mitad demonios, aunque muchas veces no merezcan ser escritas, son las que realmente hacen la historia. Como decía una célebre canción de Silvio: “los hombres sin historia son la historia”. Todo esto viene a cuento porque la despedida de mi madre se convierte en una oportunidad de reflexión, día de microhistoria.
El ombligo es la marca que nos recuerda el íntimo lazo que un día nos uniera a nuestras madres; es señal de unión y memoria de dolorosa separación, secreto testimonio de dependencia. Sí, nuestras madres marcan nuestras vidas; somos un poco su prolongación y ellas nuestra raíz. Aprendemos a hablar pronunciando las sílabas de su nombre y nos encorvamos de ancianos como queriendo encontrar de nuevo la forma de su vientre. Ella está al principio y al final de nuestras vidas. Quizá por eso, todas las cosas que se refieren al origen y al destino final están tan llenas de maternidad: la madre tierra, la lengua madre y, hasta la madre patria (¿por qué no “matria”?).
La madre es una síntesis: ternura y fortaleza, pasión y calma, celos y generosidad. Es la imagen más cercana de Dios, que -como enseñaba Juan Pablo I- es más madre que padre. Su presencia en nuestras vidas nos habla de lo imprescindible que resulta la mujer en nuestra historia, en esa historia que se escribe en libros de hazañas, sí, pero también en la microhistoria que se desarrolla en nuestro barrio y en nuestro corazón.
Hoy quiero honrar la vida de mi madre que nos deja, rendir un homenaje a su fecundidad, esa fecundidad que significó mucho más que tener hijos. La muerte de doña Socorrito es una excelente oportunidad para que yo deje, al menos por un momento, de hablar de política o de religión, y despida con el corazón agradecido, desde esta columna, a la autora de mi ombligo y de mi microhistoria: mi madre.
Para Paco Marín
Es curioso que el adjetivo efímero no tenga el sustantivo correspondiente. De finito puede encontrarse finitud; de caduco puede encontrarse caducidad; de fugaz, fugacidad. Pero la palabra efímero no tiene sustantivación. Como si su fuente etimológica (del griego bizantino ephemerós, ‘que dura un solo día’) se estrechara aún más y no le alcanzase ni siquiera el tiempo de pasar del adjetivo al sustantivo.
La condición humana está sujeta al tiempo y al espacio. Nunca antes, como en esta época de avances tecnológicos, habíamos tenido tan en cuenta el paso del tiempo. Yuval Noah Harari, un escritor de moda, señala con acierto lo bizarro que resulta que en nuestros días tengamos presente la cuenta del tiempo por doquier: en el teléfono, en el reloj de mano o de pared, en la grabadora, en la radio, en el automóvil y hasta en el horno de microondas. Vivimos como impasibles observadores del paso inexorable del tiempo. La experiencia de nuestra caducidad está siempre a la mano. Nos vamos junto con el tiempo. Como menciona José Emilio: “Mi único tema es lo que ya no está / Y mi obsesión se llama lo perdido / Mi punzante estribillo es nunca más / Y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida sería de piedra.”
Dicen que el deseo de aprisionar el tiempo es tan fuerte que ha hecho nacer tecnologías avanzadas para suspenderlo, para no dejarlo ir, para eternizarlo. Eso y no otra cosa es la escritura, prisión de la palabra. O los discos, que preservan voces y música. O la pintura y la fotografía, que intentan enjaular el instante supremo de belleza. El arte como remedio de la finitud, como vacuna contra la caducidad. Lo efímero tiene una hija ilegítima: la nostalgia.
“El de edad quisiera ser un niño / y el rapaz se raspa sus pelusas en flor”, suena Silvio en su canción. Vivimos entre el pasado y el futuro, lo que fuimos y lo que queremos ser. Porque el presente es efímero y no se puede aprisionar, se desvanece de nuestras vidas como el agua se desliza entre las manos. Quizá por eso los budistas apuntan a la iluminación como a forma más elemental y consagrada de “estar en el presente”. Con extraordinaria simplicidad lo dice Osho: “Compréndelo: eres incapaz de moverte en el presente. En el presente no existe el tiempo. El presente siempre es un único instante. Nunca estás en dos momentos al mismo tiempo.”
Hay artes que, a diferencia de otras, consagran el momento presente. Las obras maestras de estas artes no pueden conservarse porque son efímeras, finitas, caducas. No existen en sí mismas, solo acontecen. Me refiero a las artes escénicas: danza, música y, entre todas ellas, la celebración del presente único e irrepetible: el teatro. Me dirán que la partitura, la coreografía y la dramaturgia remedian la fugacidad de la obra artística. No estoy de acuerdo. Estoy contento, sí, de que la dramaturgia vaya conquistando el espacio literario que le corresponde, que las detalladas instrucciones de los coreógrafos intenten establecer las normas de la danza y que las limpias páginas pautadas se llenen con las pulcras notas musicales y sus anotaciones marginales. Pero ningún manuscrito pautado es igual a un concierto ejecutado un viernes por la noche en el recinto del Peón Contreras, ni se repite igual el Lago de los Cisnes aunque se monte cinco sábados seguidos en el Lago de Chapultepec. El teatro, paradigma de las artes escénicas, es –con todo– un mundo aparte. El acontecimiento teatral es único e irrepetible. Tiene que ver no solo con el texto, sino con la conjunción de dirección, actuación, sonido, desplazamientos, gestualidad y muchas cosas más. Por eso es la celebración por excelencia del presente, de lo efímero. Para ser fieles a la honda significación que una obra de teatro ha tenido en nuestra vida, tendríamos que mencionar no solamente que hemos visto la obra, sino qué día preciso, con qué actores, en qué teatro, bajo qué dirección. Cada puesta en escena es una epifanía.
El pasado 20 de noviembre recibió la Medalla Yucatán el actor, director, dramaturgo y poeta Paco Marín. La medalla se ofrece, a decir de la Secretaria de Gobierno, que fue quien entregó el reconocimiento, a personas cuya trayectoria enaltecen el nombre de Yucatán. La vida artística de Paco Marín está llena de méritos conquistados a pulso y ha logrado acuñar un nombre, que se pronuncia siempre relacionado con el arte teatral, conocido y valorado más allá de las fronteras peninsulares. De mirada amplia y horizonte generoso, Paco Marín convirtió su premiación personal en una evocación poética del valor del teatro, esa casa abierta para todos y todas, que ofrece espacio a la emoción y a la denuncia, al recogimiento y a la explosión de gozo, al sueño y a la crueldad de nuestra realidad cotidiana.
De las puestas en escena surgidas del talento de Paco Marín podría decirse lo que José Emilio dice de la poesía: “Otros hagan aún el gran poema, / los libros unitarios, las rotundas / obras que sean espejo de armonía. // A mí sólo me importa el testimonio / del momento inasible, las palabras / que dicta en su fluir el tiempo en vuelo. // La poesía anhelada es como un diario / en donde no hay proyecto ni medida.”
Con su estética propia, su dirección atinada, su palabra poética al vuelo, Paco Marín es un icono del teatro en Yucatán y México y es un hombre entrañable, para quienes tenemos la fortuna de ser sus amigos. Estoy muy contento por el reconocimiento que se le ha otorgado. Estoy contento por Paco, estoy contento por Yucatán, estoy contento por el teatro.
La dimensión digital de la comunicación humana va en aumento. Cada vez surgen más canales en la red digital y sus diferentes plataformas y la batalla por los públicos se desarrolla, sobre todo, en las plataformas de uso común, sobre todo whatsapp y Facebook. La comunicación social, sea a través de estos medios digitales como los convencionales, representa siempre una oportunidad para compartir contenidos, pero entraña algunos riesgos que un buen comunicador tendría que tratar de enfrentar a toda costa: compartir contenidos falsos, relajar el control de sus fuentes, evitar esparcir rumores, ofrecer contenidos con cierto grado de objetividad (aunque ya sabemos, después de Gadamer, lo que eso significa), etc. El resto lo hará el público consumidor. Los comunicadores serios permanecen y ganan credibilidad; aquellos, en cambio, que se suben a la ola de la comunicación para montarse sobre el escándalo del día, terminan por hablar consigo mismos y contribuyen a promover una desorientación de la que, no lo duden, hay beneficiarios con nombre y apellido y que pueden descubrirse con cierta facilidad.
Esto que digo de la comunicación digital en general puede decirse, con ribetes peculiares, sobre la transmisión de contenidos religiosos por las redes sociales. No dudo que la creciente presencia de sacerdotes, religiosos y laicos católicos que mantienen alguna columna o video semanal en las plataformas digitales se deba a un deseo de compartir la fe y a un ardor misionero que ve en las redes sociales un medio de evangelización. No pongo en duda la intención apostólica de quienes emiten sus opiniones sobre asuntos religiosos en las redes sociales. Sin embargo, pienso que no hay que olvidar que los riesgos que anoto en el primer párrafo de este artículo también están presentes en este ámbito.
La reciente celebración del Sínodo sobre la Amazonía nos ha dado a muestra de lo relevante que es, sobre todo para el sector que consume este tipo de comunicaciones, la transmisión de contenidos religiosos y la sensatez y ponderación que debe prevalecer en quienes los transmiten. Por eso decidí escribir esta carta dirigida a quienes han asumido este tipo de trabajo. El Sínodo de la Amazonía se inscribe en la larga marcha de renovación que arrancara a partir del Concilio Vaticano II, momento privilegiado de la acción del Espíritu Santo en la historia reciente de la iglesia. Podríamos discutir largamente sobre si los últimos treinta y cinco años de pontificado previos al Papa Francisco fueron de aliento o de bloqueo de la renovación conciliar, pero eso es asunto de otro momento y otros foros. Quienes no reconocen la acción del Espíritu en el Concilio Vaticano II, liderados en su inicio por Monseñor Marcel Lefebvre, se han separado cismáticamente de la iglesia desde hace ya varios años y, a pesar de las concesiones y buenos oficios desarrollados por el Papa Benedicto XVI, han decidido permanecer en el cisma. Para ellos, como sabemos, el último Papa legítimo fue Pío XII.
Recuerdo esto porque, entre la enorme cantidad de desatinos teológicos sostenidos por muchos influencers religiosos en estos últimos tiempos, ha circulado la falacia de que el Papa auténtico es Benedicto XVI y que Francisco sería una especie de administrador que se ha extralimitado en sus encomiendas. Una especie de reedición del “sedevacantismo” lefebvriano. No voy a ocuparme ahora de argumentar contra esta insensatez ya desmentida por el mismo Papa emérito desde hace varios años (www.larepublica.ec/blog/gente/2016/09/09/benedicto-xvi-rompe-silencio). La menciono solamente ejemplificar los extremos a que ha llegado un cierto tipo de comunicación. Otro ejemplo extremo: después de una larga y farragosa perorata para decir las obviedades que dice no querer decir, un presbítero colombiano acusa al Papa de apostasía en las redes sociales. ¡Al Papa! No sé si será consciente de que al hacerlo, bordea el cisma.
Y es que algunos portales electrónicos y canales de televisión por internet han asumido, desde ya, una posición cismática. Se cuidan de no mencionar ni siquiera el nombre del Papa, pero atacan todo lo que dice y plantea. Algunos otros coquetean con esa posición, sosteniendo que “el humo de Satanás se ha infiltrado en la iglesia”, en una frase de Pablo VI que ha sido usada, sea para los cambios litúrgicos de la Misa (¡Que el mismo Papa Pablo VI promovió!) como para hablar del Sínodo de la Amazonía y así confrontar las propuestas reformistas del Papa Francisco sin más argumentaciones que las potencias diabólicas a las que, curiosamente, prestan tanta atención. Algunas arengas dirigidas a los fieles para motivar una lluvia de reclamos a las nunciaturas apostólicas o la ceremonia del ex vocero de la arquidiócesis de México, redivivo Torquemada, transmitida por él mismo mientras quema una imágenes “diabólicas”, rayan en lo ridículo y moverían a risa, si no fuera por el daño tan grande que hacen a los creyentes. La libertad de expresión dentro de la iglesia, como se ve, puede ser también ocasión para que las pantallas se llenen de basura.
Por eso, más allá de la necesaria discusión sinodal de largo aliento que el Papa Francisco está empeñado en empujar dentro de la iglesia, quiero hacer una reflexión y una sugerencia. La reflexión va sobre el papel del primado de Pedro dentro de la recta teología católica. En mis años de formación (1975-1982) aprendí la función de garante de unidad que desempeña en la iglesia el ministerio petrino. Bajo el pontificado de Paulo VI y todavía bajo el impulso renovador del Concilio Vaticano II, nunca hubo menoscabo en el papel del Papa y el juramento de obedecerlo se tomaba muy en serio. Ni siquiera en los mayores tiempos de efervescencia de la teología de la liberación, ni durante el pontificado de Juan Pablo II en el que se castigó tan severamente la disidencia teológica, había escuchado yo a ningún presbítero insinuar siquiera un atentado a la función del sucesor de Pedro como los que he escuchado en las últimas semanas desde muchas plataformas sociales. Solíamos ser soldados leales. La posición de muchos de los actuales influencers religiosos, algunos de ellos presbíteros católicos, ha rebasado ya la desobediencia y banaliza de tal manera la realidad teológica del primado de Pedro, que los coloca al borde del cisma. Por menos de la mitad de los desatinos que se han pronunciado en estos días a propósito de las representaciones amazónicas de la Madre Tierra, los comentaristas religiosos de las redes sociales habrían sido reconvenidos y sancionados en anteriores pontificados.
Comprendo que los presbíteros que ahora agitan a sus públicos contra el sínodo de la Amazonía, algunos muy jóvenes, hayan sido formados en tiempos de involución teológica y de conservadurismo eclesial. De todas formas, asombra que se escandalicen de los símbolos amazónicos y los acusen de diabólicos aquellos mismos que en sus columnas semanales están dispuestos a arrodillarse delante de cualquier reliquia o promueven la espiritualidad intimista del vidente en turno o de la supuesta aparición mariana de moda. Así que si van a prestar el servicio, como proclaman, de “evangelizar en las redes sociales”, lo menos que pueden hacer es estudiar un poco. La renovación del Vaticano II ha permeado ya todos los campos del saber teológico. Ampararse en las declaraciones de los cinco cardenales desleales y rebeldes, vergüenza del episcopado mundial, es una chapucería que no abona mucho para el esclarecimiento de los temas en discusión. Tendrían que revisar la amplia reflexión teológica que se ha desarrollado a partir de la renovación conciliar en los campos de la teología de la misión, el diálogo interreligioso, la cristología, la exégesis bíblica, el ecumenismo … por no hablar del recurso a los avances de las ciencias humanas (antropología, sociología, psicología) y sus desarrollos. Si desean hacer decorosamente su trabajo, hagan la chamba, por favor.
Me preocupa también, debo confesarlo, el alto grado de ingenuidad con el que se desarrollan los comentarios religiosos en las redes sociales. En primer lugar porque muchas veces se olvida que la teología es apenas un lenguaje sobre lo indecible, lo inefable, el Misterio con mayúscula. Pero, además, porque advierto un cierto candor irresponsable: uno tiene que saber a qué intereses está sirviendo cuando comenta algo. Es evidente, para quien quiera verlo, que el escándalo de las figurillas amazónicas tiene como propósito silenciar los contenidos de la reflexión sinodal. La apuesta parece ser: si calificamos de idólatra la acción del jardín vaticano, eso descalificará al sínodo en su conjunto.
Con la misma enjundia con que se promueven actos de reparación o rosarios pactados a una misma hora, como si Dios tuviera un reloj en su muñeca izquierda, habría que ayudar a los fieles a descubrir el paso del Espíritu en estos grandes acontecimientos del quehacer eclesial. Hay ejemplos excelentes, provenientes de teólogos serios, para abordar los contenidos del Sínodo sobre la Amazonía. Pienso, por ejemplo, en el notable trabajo de Agenor Brighenti, un teólogo que ha dirigido diversas instancias de la academia teológica en la iglesia latinoamericana y que difícilmente podría calificarse de radical, que en unas cuantas páginas nos ofrece un panorama crítico de la historia y los alcances del Sínodo (puede verse en www.religiondigital.org/opinion/Agenor-Brighenti-Sinodo-Amazonia-inaugura-asamblea-ecologia-integral_0_2173882598.html). Pero una reflexión de ese calado implica seriedad en el estudio, capacidad de transmisión, vocación de servicio a la iglesia. Por eso advierto a los influencers católicos: no es conveniente dejarse vencer por la seducción de la superficialidad reinante en las redes sociales, sino ofrecer contenidos sólidos y no solamente piedad a la carta. Nada peor que sacrificar la reflexión seria en el altar de los “likes”. Hay ya demasiado espectáculo en las redes sociales.
La obra del Espíritu, que renueva la faz de la tierra, continuará imparable. El “aggiornamento”, la reforma continua de la iglesia, seguirá su marcha (LG 48). Va, pues, la sugerencia: a los influencers anti Francisco, especialmente los que visten de sotana, si deciden seguir siendo católicos les recomendaría bajar el volumen a su tremendismo conspiracionista (“el mundo se va a acabar”, “la apostasía gobierna la iglesia”, “los masones se apoderan del timón de la barca de Pedro”) y orar mucho y estudiar mucho y pensársela dos veces antes de hablar de cosas divinas ante una cámara de vídeo. Nunca olviden que quienes estamos al otro lado de la pantalla pensamos con cabeza propia. En anteriores pontificados se conminaba a los teólogos disidentes a guardar un año de silencio y de oración. El Papa Francisco es un Papa de otro talante. Sin embargo, si alguno de ustedes ofreciera voluntariamente, como reparación a tanta basura pseudo-religiosa que tenemos que soportar en las redes sociales, un año de silencio, la ofrenda sería recibida con agrado, al menos por este servidor. No se angustien: les aseguro que nuestra fe podrá sobrevivir sin las opiniones que ustedes publican en sus vídeos.
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