Como cada año, desde hace ya 21, la última semana de enero se realizará la asamblea anual de la Asociación de Biblistas Mexicanos (ABM), a la que pertenezco casi desde su fundación. En esta ocasión la sede será el bello puerto de Veracruz. Durante tres días (de martes a jueves), especialistas en ciencias bíblicas de todo el país estarán reunidos reflexionando sobre los textos sagrados.
La mecánica de la asamblea ha permanecido invariable desde sus inicios. Al final de cada asamblea se elige el tema del siguiente año y la sede del evento. Los participantes de la ABM comienzan a inscribir las ponencias que presentarán para ser discutidas. Llegada la asamblea, durante sus tres días de duración se suceden uno tras otro los/as expositores/as. Después de cada exposición hay un tiempo amplio de discusión del tema por toda la asamblea. La reflexión de cada uno de los tres días es abierta por una conferencia magistral encomendada, por una costumbre que data ya de más de seis años, a algún biblista invitado.
Este año la asamblea es doblemente emocionante para mí. En primer lugar porque tratará sobre un tema de actualidad: la crisis que nos aqueja. A lo largo de estos años las temáticas de la asamblea han sido muy variadas. En ocasiones abordamos algún tema que esté en consonancia con alguna efeméride especial, como fue el caso de 2009 en el que discutimos sobre la persona y mensaje de san Pablo, dado que celebrábamos entonces el año paulino. Otras veces escogemos algún tema bíblico que esté siendo discutido en los círculos teológicos internacionales, como ocurrió en el 2000 (con Mérida como sede), en el que se abordó la cuestión del Jesús histórico.
A mí me gusta más cuando el tema seleccionado tiene resonancias en la vida cotidiana. Y ese me parece que es el caso de este 2010. Y esa es la primera razón de mi emoción. La segunda es que, por un honor inmerecido, he sido invitado este año a ser el conferencista que inaugure los tres días con la ponencia inicial. Ha sido arduo el discernimiento sobre cuáles temas tocaría yo en las exposiciones. La decisión final, que quiero compartir con los lectores y lectoras de esta columna, ha quedado de la siguiente manera.
La primera intervención lleva por título “Babilonia y Jerusalén: crisis axiales en la Biblia”. Hablaré primeramente de un momento de crisis registrado por el Primer o Antiguo Testamento y que es propio de la historia de Israel en cuanto pueblo de la primera alianza, acaso la mayor crisis de toda su historia: el exilio o destierro en Babilonia. Hablaré en segundo lugar, de un momento que definió en buena parte la identidad del pueblo de la Nueva Alianza, la iglesia: la entrada de los no judíos a la comunidad cristiana como miembros de pleno derecho.
Esta conferencia inaugural quiere abordar el tema central de la asamblea: cómo fue que el pueblo del Antiguo y Nuevo Testamento asumieron estos momentos axiales de crisis. Ambas crisis, narradas en los libros bíblicos por voces de autores diversos, marcaron de manera indeleble la experiencia de los dos sujetos sociales (Israel y la iglesia), sus relaciones con Dios, su organización interna y los desafíos de su permanencia en el tiempo. Además, nos proveyeron de algunos criterios que pueden sernos útiles para analizar la manera como estamos enfrentando la crisis por la que actualmente pasamos quienes queremos normar nuestra vida a partir de esta tradición viva de fe que quedó plasmada en los textos sagrados.
La segunda conferencia lleva por título “Crisis económica: respuestas evangélicas y paulinas”. A la luz de la actual crisis económica, que no parece ser una crisis cíclica más, sino que está señalando, con un altísimo costo en vidas humanas y en calidad de vida para los sobrevivientes, la ineficacia de todo un sistema de organización económica, serán abordados los textos en que Jesús habla de la riqueza y pronuncia un juicio sobre ella, distinto a aquella romántica identificación, presente en algunos textos del Primer Testamento, entre riqueza y bendición divina. No podía hacerlo de otra forma quien venía, precisamente, para “anunciar la buena noticia a los pobres”. En la segunda parte se analizará el concepto de autosuficiencia, usado por san Pablo en tres de sus textos, para terminar sacando algunos criterios que puedan orientarnos en el enfrentamiento de la crisis económica por la que atravesamos.
La última conferencia se llama “Movilidad y ecología: dos crisis emergentes”. Entre la multitud de cambios de orden social que se manifestaron en la década de los sesentas, incluyendo la revisión profunda realizada por la iglesia católica, acaso la más impactante desde el tiempo de la contrarreforma, de su vida interior y de su relación con el mundo, escogí dos temas que representan ejes en torno a los cuales se define la vida en estos tiempos de crisis: el desplazamiento de personas de un lugar a otro, con las consecuencias sociales y culturales que esto implica, y la amenaza de la extinción posible de la especie humana debido al deterioro del ecosistema.
En ambos temas, migración y crisis ecológica, se analiza la perspectiva de los autores bíblicos y se confronta con los rasgos actuales de estas dos crisis emergentes, aportando elementos para, por un lado, ofrecer elementos como la hospitalidad y el combate a la xenofobia, que ayuden a mirar la migración ya no sólo como problema sino como oportunidad de enriquecimiento, y por otro lado, ofrecer pistas para superar, desde una lectura ecológica de los textos antiguos, la perspectiva antropocéntrica radical que ha servido de bandera para al proceso de depredación de los recursos naturales.
Habrá otros temas de mucho interés: “Job y la dignidad humana. Una lectura sociológica”, “Descubriendo el mestizaje en la Biblia. Un acercamiento local a la Sagrada Escritura en tiempos de globalización”, “Ante el derrumbe de la esperanza”, “Qohelet, ¿un libro posmoderno?” y muchas más. Será, sin duda, una semana de estudios apasionante.
Nací en una familia cristiana y doy muchas gracias a Dios por ello. Mi familia, como la de tantos, es una familia común, con muchas virtudes y muchos defectos; humana, pues, como todas las familias que me rodean. Conozco familias de todo tipo: nucleares y extensas; monoparentales, biparentales y otras donde la experiencia de paternidad y maternidad ha sido generada por otros miembros familiares como tíos o abuelos; familias conducidas por mujeres solas; familias con vínculos legales y religiosos y familias que consideran innecesarias las formalidades jurídicas; familias donde la experiencia del divorcio coloca a los hijos frente a una experiencia de relación compleja con la nueva familia del papá y de la mamá… y así podría enumerar muchas más modalidades de familia que conforman el panorama actual, diferente años luz de aquel monolítico modelo familiar de apenas hace un siglo.
Una de las cosas que la vida me ha enseñado es que la clave de la felicidad de una familia (no la felicidad teórica de las pláticas de orientación familiar, sino aquella de carne y hueso, la felicidad posible) no estriba en su conformación, sino en el tipo de relaciones que se establecen entre sus miembros. Y creo que esta conclusión podría ser compartida por cualquier observador desinteresado de los cambios registrados en ésta que es la estructura social mínima, o al menos, la más cercana al proceso educativo de los seres humanos, sobre todo en la etapa de la infancia.
Por eso pienso que pretender que haya un solo modelo válido de familia es un error histórico y sociológico. Y, en el caso de las confesiones cristianas, puede ser hasta un error teológico, si a las fuentes de nuestra fe nos atenemos. Me alegra mucho que el credo, consenso difícilmente logrado, al menos en la historia de la iglesia católica, no incluya “creo en la familia”, y mucho menos en determinado tipo de familia. Quisiera que todas las familias, como quiera que estuvieran conformadas, iluminaran su experiencia relacional con las enseñanzas del evangelio. Pero no creo que eso se logre haciendo de la defensa de un solo tipo de familia una bandera que genera exclusiones y consagra desigualdades.
Para no hablar del Primer o Antiguo Testamento, en donde las familias están muy lejos de corresponder al reciente modelo de familia nuclear (la poligamia, lo sabemos, estuvo permitida en Israel hasta muchos años después de iniciado el cristianismo), la misma tradición cristiana no es unánime en lo que toca a la consideración de la familia. Hay, cuando menos, dos tradiciones que se debaten en los textos bíblicos neotestamentarios. Existe la tradición deuteropaulina en la que el hagiógrafo, deseoso de insertar a las comunidades cristianas en la sociedad grecorromana de finales del siglo I, incorpora a su reflexión las tablas de deberes o códigos domésticos que trataban de modelar las relaciones del hogar de acuerdo con las normas de decencia prevalecientes en dicha sociedad. El molde de la época llamaba a los esclavos, a las mujeres y a los niños, a someterse (‘ypotassein’, ‘someterse’, es el verbo griego clave de estos pasajes) a sus amos, a sus maridos y a sus padres, respectivamente (Efesios 5,21 – 6,9; 1Tim 2,9-15; 6,1-2)
Otra tradición, que se reclama al Jesús histórico según los evangelios, es bastante menos benévola con la tradición patriarcal de las familias. Hay testimonios de cómo el anuncio del evangelio viene a traer división y no unidad en el seno de las familias (Lc 12,51-53), de relativización de la estructura patriarcal (Mt 23,9) e incluso de rechazo a los vínculos familiares (Mt 8,21-22; Lc 9,61-62) y, todavía más desconcertantes, están las palabras de Jesús sobre su propia familia (Mc 3,31-35). Si a esto añadimos la experiencia de las difíciles relaciones de Jesús con su propia familia, tal como nos la narran los evangelios (Mc 6,4; Jn 7,5), se nos ofrece un panorama en el que, si algo queda claro, es que para Jesús, máxima revelación de Dios para los cristianos, ni la familia es intocable, ni lo más importante, ni las relaciones de parentesco son lo fundamental. Los testimonios sobre la experiencia de Jesús con que contamos son abrumadores: dejó la familia en que vivía, no se casó ni formó un hogar, fue crítico con la institución familiar y con los vínculos de parentesco.
Y no es que Jesús estuviera contra la familia. Deducir esto de los textos que comentamos sería de una simpleza rayana con la insensatez. Lo que pasa es que para Jesús lo más importante, lo verdaderamente fundamental, son las relaciones libres y basadas en el amor mutuo, justo el tipo de relaciones que él describe como esenciales para la vida eterna (Lc 10,25-28). Por eso conforma con sus discípulos un nuevo tipo de familia, y les advierte severamente para no repetir en esta nueva experiencia relacional, los criterios de desigualdad que prevalecían en la sociedad patriarcal (Mt 20,20-28; 23,8-12). Todas nuestras familias tendrían que ajustarse a estos criterios. Pero no cabe duda que para lograrlo, tendrían que desmantelarse muchos de los condicionamientos socioculturales con que se han ido conformando a lo largo de los siglos.
Si a esto añadimos datos provenientes de la historia documentada de la iglesia, como el hecho de que hasta el año 845 el matrimonio se justificaba entre los cristianos por razones de derecho civil romano y no por argumentaciones teológicas, o que la primera vez que se atribuye al matrimonio un carácter religioso es hasta el Concilio de Letrán, en el año 1139, o que el Concilio de Verona, en 1184, es el primero que se refiere al matrimonio como sacramento (tal como entendemos ahora esta categoría teológica), entonces ponderaríamos más detenidamente los actuales cambios que se suscitan dentro de las familias y tal vez, sólo tal vez, discerniríamos en ellos la llamada del Espíritu y dejaríamos de atribuirlos a fuerzas malévolas (como la revolución sexual y la ideología de género) cuyo único fin sería destruir la civilización occidental. Me temo que las cosas son mucho más complejas que eso. Bienvenido sea, pues, el debate, pero con la condición de que se reconozca que las cosas no son monocromáticas o, apenas, en blanco y negro.
Colofón: Mención aparte merecerían quienes sostienen que cuando se discute sobre la familia, se discute en realidad sobre un modelo de sociedad y de política, y que una política conservadora necesita de un modelo de familia tradicional… pero ese es campo de reflexión de filósofos y sociólogos al que no me atrevo, por incompetencia profesional, a entrar…
Yo admiro al Doctor Douglas Canul. Además de ser un reconocido especialista en oncología, es un activista a favor de los derechos sexuales y reproductivos. Douglas me envía con cierta frecuencia distintos mensajes electrónicos. Interesado en los temas de la sexualidad, me manda opiniones diversas sobre temas discutidos y candentes. Algunos de sus mensajes vienen con un título que revela su contenido: “Los conservadores opinan”. A Douglas le gusta conocer el pensamiento de todos, argumentar a favor o en contra, escuchar el pensamiento diverso y exponer el propio, debatir, pues. Yo admiro a Douglas Canul porque, a pesar de que no está de acuerdo con muchas de las opiniones que me envía a mi dirección electrónica, particularmente aquellas marcadas con la leyenda “Los conservadores opinan”, nunca se le ha ocurrido negar a otros la posibilidad de exponer su opinión. Nunca se lo he dicho, pero esa es una de las cosas que más admiro de él.
Recientemente, un incidente ocurrido en un noticiero matutino ha levantado ampolla. Esteban Arce, un conductor televisivo de mediano éxito, discutió con una invitada suya, especialista en sexología, que intentaba exponer la diferencia entre orientación y preferencia sexual. La discusión derivó hacia el trillado tópico de la normalidad o anormalidad de la homosexualidad y alcanzó una rispidez que fue resuelta con un abrupto y descortés corte de la participación de la sexóloga invitada.
El episodio, que puede fácilmente localizarse en la red, ha desatado las opiniones más diversas, desde aquellos grupos que han abierto un procedimiento de queja contra Esteban Arce ante la Comisión Nacional de Prevención contra la Discriminación (CONAPRED), hasta quienes han alabado su toma de posición calificándola de valiente y comprometida. Me parece que esta polémica, más allá de sus ribetes anecdóticos, nos ofrece la oportunidad de mirar de cerca, aunque probablemente no podamos resolverla del todo, una problemática mayor: la necesidad de armonizar dos derechos que pueden llegar a estar en conflicto, la libertad de expresión y el derecho a la no discriminación.
Esta disyuntiva no se ha presentado solamente en el caso de Esteban Arce, al que acabo de referirme. Hace algunas semanas, a raíz de que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobara por mayoría la ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, se desató una enconada discusión entre las vocerías del PRD y de la arquidiócesis de México. Algunas voces venidas de organizaciones a favor de la diversidad sexual llegaron a proponer interponer denuncias penales en contra del Cardenal de la Ciudad de México y de su vocero.
Estas circunstancias muestran que hay una discusión que aún no hemos dado o que no la hemos dado de manera que lleguemos a una solución asumida por todos: ¿Hay incompatibilidad entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la no discriminación establecido ya en nuestras leyes? ¿Cuáles han de ser las atribuciones y límites del Estado en la regulación del derecho a la libertad de expresión? ¿Debe este derecho ser regulado o toda regulación debe ser considerada como censura inaceptable? ¿El respeto a la no discriminación debe ser logrado a partir de medios educativos o coercitivos? ¿Abarca la definición de discriminación sólo acciones que menoscaban derechos y/o niegan el acceso su disfrute o debe extenderse también a la expresión pública de pensamientos que algún grupo social pueda calificar de discriminatorios? El problema se agrava cuando se tratan temas cono el de la homosexualidad, que tocan fibras muy sensibles y en el que los consensos no están del todo consolidados.
Los lectores y lectoras de esta columna semanal están bastante enterados de mi posición frente al tema. Saben que abogo por una discusión abierta sobre este asunto dentro de la iglesia. No es mi característica defender posiciones eclesiásticas solamente porque sean las oficiales en este momento y considero que un sano debate es necesario. Sin embargo, me opongo a que sean silenciadas por la fuerza las opiniones, salvo que sea la fuerza del convencimiento.
No tengo las respuestas a las preguntas que he planteado antes. Creo que las conclusiones de la ciencia, las decisiones políticas, la argumentación racional, terminarán decantando, en un período que no será breve, las respuestas que lleven a un nuevo consenso sobre temas tan debatidos. Mientras tanto, creo que todas las voces deben oírse y todos los argumentos han de ser considerados y sopesados. Cuando una conclusión comience a ser evidente para la mayoría, será porque las razones que la sostienen sean argumentativamente defendibles y no por la amenaza de ir a la cárcel. Quienes defendemos la libertad de expresión deberíamos tener cuidado de no caer en las mismas actitudes que hemos combatido.
Es por eso que quiero compartir con ustedes el más reciente mensaje que me envió mi amigo Álvaro Olvera. Aunque no lo suscribiría con todos sus puntos y comas (y quien conozca mi manera de pensar seguramente descubrirá las zonas de desacuerdo), me parece que sí arroja cierta luz sobre la perspectiva desde la cual este conflicto de derechos debería ser abordado. Se los paso como materia de debate.
“He estado leyendo los ires y venires del asunto del matrimonio entre personas del mismo sexo. Por supuesto he leído las opiniones del Cardenal Rivera (soy católico) y la alianza que las iglesias evangélicas han hecho con él. Declarar inconstitucional el matrimonio entre personas del mismo sexo es la meta, a la que se han sumado la Barra de Abogados Católicos y seguro se sumará la tropa, como decía mi abue.
Además del asunto de la boda, que ya de por sí seria espinoso, se añade la posibilidad de adopción, lo que vuelve el tema una auténtica bomba en la mayoría de las religiones institucionales, porque no te creas que los “retrógradas” que “quieren acabar con el laicismo” (apoyados por cierto partido de derecha) es la iglesia católica romana. Para nada. Ni el judaísmo, ni el evangelismo, ni el catolicismo, ni el Islam aceptarían, cuando menos no en sus versiones oficiales, que siempre hay algunos más abiertos que otros, pues.
Que alguien se quiera casar con alguien de su mismo sexo, me parece bien; que quieran adoptar… habría que pensarlo para poder dar una opinión que no me salga de la entraña (aunque me inclino por el «no») Pedirle a las religiones, en este caso a la iglesia romana, que no hable, que no se oponga, es pedir de más. Me explico.
La diversidad consiste en que todos y todas tengamos cabida, los mismo derechos, incluso – como dijo magistral y poéticamente aquel indígena en Yucatán, cuando habló a Juan Pablo II – “tenemos derecho a ser diferentes, porque somos iguales”. Las personas homosexuales tienen derecho a pedir el matrimonio, a expresar su opinión respecto al tema y a luchar por ello; el mismo derecho le reconozco yo a la iglesia de oponerse, expresar su opinión y luchar por ello.
Eso es pluralidad, saber que no todos piensan (ni tienen porque pensar) de la misma manera que yo; las iglesias (salvo la anglicana que dicho sea de paso se lleva mis respetos más profundos por su postura respecto al tema de la orientación sexual) tienen un sistema de creencias, una ética y una moral que nace de siglos de vida. Que no nos guste o que se oponga a la nuestra es una cosa, pero que exijamos que esa visión del mundo desaparezca, es otra. Cuando un joven escribe en su pancarta “Cardenal ¿qué te importa si me caso con un igual?” está equivocando el punto. Como institución, la iglesia tiene un rol social que cumplir, y renunciaría a ese rol si se callara.
Que el Cardenal exprese su opinión, y que los evangélicos se unan. Que los abogados y todos los demás fieles católicos se opongan y busquen cambiar las leyes que desde SU visión consideran injustas… ¿No es lo mismo que están haciendo los colectivos gay con esto del bodorrio? Desde MI visión, es lo mismo.
Que los católicos romanos sigan a su líder es sano, que mientras no sea un delito, todos tenemos derecho a hacerlo. Que busquen influir en las leyes es bueno, todos tenemos derecho a lo mismo. Que su postura y la mía sean divergentes es sanísimo para el tejido social, todos tenemos derecho a tener opiniones diversas.
Que un legislador vote a favor o en contra de acuerdo a sus valores morales es lo que yo espero de él (independientemente de dónde sacó esos valores, si del catecismo o de Voltaire), porque pedir al funcionario que separe sus valores de su ejercicio público es absurdo y es fatídico. La corrupción existe y florece precisamente porque los servidores públicos ejercen su función haciendo a un lado sus valores.
Si yo, por ejemplo, creo que el aborto es un crimen NO debo votar a favor por ningún motivo, como no votó a favor de la esclavitud de los indígenas el famoso Bartolomé de las Casas, siguiendo sus valores y aun en contra de la opinión pública y eclesiástica de la mayoría.
Ahora bien, que el Estado incline la balanza no al bien común de un pueblo que necesita crecer, madurar, avanzar en el camino de la democracia y la justicia, sino a compadrazgos, eso es lo que no debemos permitir que suceda ni con esta, ni con ninguna otra ley.
No es la iglesia la que debe callar, es el Estado quien debe poner el bien de todos y para todos por encima de las opiniones particulares. Si esto no sucede y se legisla por otros motivos, sea por miedo a la excomunión o por ganas de “echarse a la bolsa” los votos de la comunidad gay en el 2012, entonces sí hemos fracasado todos. Que hablen los que quieran, que se legisle como se debe, digo yo”.
J. Álvaro Olvera I.
Don Ricardo Ucán es, de nuevo, un hombre libre. El pasado 31 de diciembre salió de la cárcel para reunirse con su familia, en un fin de año que debe haberle sabido a gloria. Todos los medios dieron cuenta del hecho. Por vez primera, en los más de nueve años que llevaba injustamente preso, don Ricardo ocupó las primeras planas.
No quiero repetir aquí los datos del caso, comentados en varias ocasiones en este mismo espacio y disponibles en el informe que el equipo Indignación mantiene en su portal electrónico bajo el título “Los agravios”. Quiero solamente, a la luz de una noticia que nos hace iniciar el año tan gratamente, compartir dos reflexiones que me parecen oportunas.
1. La cara oficial, o la insoportable mezquindad del poder
Después de haber agotado todas las instancias legales en busca de justicia, el caso de don Ricardo llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), organismo de la OEA que se encarga de revisar los casos de violaciones a la Convención Americana de Derechos Humanos en los países que la han firmado y ratificado. Una vez admitido el caso, la CIDH concedió una audiencia en Washington el pasado 5 de noviembre en la que representantes de don Ricardo Ucán y representantes del demandado Estado Mexicano expusieron sus argumentaciones frente a los comisionados como un último paso antes de que la CIDH ofreciera el llamado “informe de fondo”.
La audiencia fue pública, de manera que quienes pudieron verla se habrán hecho su propia opinión. La estrategia gubernamental consistió en repetir el discurso oficial sobre el caso y llevar un vídeo para hacer constar que tanto la defensora de oficio como el juez eran maya hablantes. La falibilidad de la estrategia era de esperarse: no estaba en discusión la capacidad lingüística de los funcionarios, sino si don Ricardo tuvo o no un juicio justo, lo que implica ser juzgado en su propia lengua o con el apoyo de un traductor intérprete, lo cual quienes representaron al gobierno yucateco no pudieron probar, simplemente porque no ocurrió así. Al final de las exposiciones, el Ministro Negrín, a nombre del Estado Mexicano, se comprometió a buscar una solución que permitiera a don Ricardo recuperar su libertad.
Es, sin duda, el resultado de esta audiencia lo que permitió el proceso de acuerdo que culminó con la liberación de don Ricardo. Aunque no haya una declaración expresa de reconocimiento por parte del gobierno de las violaciones cometidas contra los derechos de don Ricardo en el acuerdo firmado por las partes, cualquier persona que conozca los entresijos del caso podría deducirlo legítimamente. Tres ejecutivos estatales, al menos dos legislaturas y el Poder Judicial no habían movido un solo dedo para solucionar el caso, a pesar de representar a fuerzas políticas de signos ideológicos presuntamente diversos. Es la fuerza de la presión internacional la que finalmente obligó al poder gubernamental a liberar a don Ricardo. Querer exhibirlo ahora como un acto de gracia gubernamental se antoja tan infantil que movería a risa, si no fuera porque es la última señal de una empecinada mezquindad que parece sostener que las mentiras pueden llegar a convertirse en verdades solamente porque son oficialmente sostenidas. Pero ese cuento se lo creen cada vez menos personas, acaso solamente, y de manera que podría ser juzgada de patológica, los mismos inventores de las oficiales mentiras presentadas como verdad jurídica.
2. La cara de las solidaridades
Pero la reflexión estaría incompleta si no consideráramos un elemento más que influyó en este final feliz del caso 12.660. La autoridad de la CIDH es solamente una de las piezas de este rompecabezas. Como se explica bien en el comunicado dado a conocer por el equipo Indignación al momento de la liberación de don Ricardo Ucán (y que reproducimos como anexo al final de esta columna), la solidaridad hacia don Ricardo, sobre todo en los últimos cinco años, ha sido muy amplia.
No se trata solamente de las más de 800 firmas conseguidas en un solo mes adhiriéndose a la petición del indulto para don Ricardo, cosa inédita en un estado como el nuestro. Me refiero también al hecho de que Amnistía Internacional haya recogido el caso de don Ricardo en su informe de 2007, y que un Relator de la ONU hubiera escrito de manera personal a los tres poderes del estado solicitando una solución para el caso. Me refiero también a los cientos de cartas llegadas a las representaciones mexicanas pidiendo justicia para don Ricardo, y que llegaron de Alemania, Australia, Estados Unidos y de países tan lejanos como Burundi, en el continente africano.
¿Cómo no recordar también a los artistas locales y nacionales que se unieron para hacer oír la voz de don Ricardo ante el silencio de las autoridades y la falta de atención de los medios? Ofelia Medina, Roberto Franco, Paco Marín, José Ramón Enríquez y decenas de artistas apoyando con su arte a don Ricardo en una tarima de la Plaza Grande… Quizá la lección mayor de la liberación de don Ricardo sea, precisamente, la comprobación del poder de la sociedad civil, esa que mira abajo y a la izquierda.
La liberación de don Ricardo es, sin duda, una buena manera de comenzar el año, no solamente para su familia, que al fin ha podido tenerlo de nuevo cerca, sino para toda la sociedad yucateca. Falta mucho, muchísimo por hacer, pero permítanme ahora, en este pico de alegría, parafrasear al presidente del gobierno español y decir que Yucatán es hoy un poco más decente con don Ricardo libre, porque una sociedad decente es aquella que no humilla a sus miembros.
Colofón: A continuación, el comunicado de Indignación A.C.
Don Ricardo Ucán, libre
Comunicado del equipo Indignación
Mes y medio después de la audiencia que se realizó en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, don Ricardo Ucán Seca está en libertad.
El caso llegó a la CIDH porque a don Ricardo, indígena maya sentenciado a 22 años de prisión por privar de la vida a una persona en defensa de su vida y la de su familia, se le violó el derecho a una defensa adecuada, a contar con intérprete traductor y se cometió contra él discriminación.
Don Ricardo Ucán Seca, detenido desde junio del año dos mil, ha atraído la atención y recibido la solidaridad de organizaciones y personas de México y del mundo. Su caso fue incluido en el informe de Amnistía Internacional sobre el sistema penal mexicano (2007).
En los nueve años que estuvo preso, don Ricardo ha recibido la simpatía de artistas locales y nacionales que han participado en campañas para promover su libertad. Las embajadas mexicanas de lugares como Alemania, Inglaterra, Australia y Estados Unidos han recibido numerosas cartas de activistas de esos países que piden su libertad.
En febrero de 2007 el entonces Relator para Pueblos Indígenas de la ONU, Rodolfo Stavenhaguen, se dirigió a los representantes de los tres poderes del estado solicitando incluir en la legislación yucateca la figura del indulto y concedérselo a don Ricardo Ucán. Dicho exhorto fue ignorado, junto con la petición del Relator de hacer una ley contra la discriminación.
Ese mismo año más de ochocientas firmas reunidas en un solo mes en Yucatán se presentaron ante el Congreso del estado solicitando el indulto para don Ricardo Ucán Seca. En 2008 la CIDH admitió el caso.
Para el equipo Indignación, organización que es copeticionaria ante la CIDH junto con la Red Todos los Derechos para Todas y Todos, el caso de don Ricardo Ucán Seca ha sido emblemático pues exhibe la discriminación que persiste contra el pueblo maya de Yucatán, particularmente en el ámbito de la justicia.
En la audiencia ante la CIDH, realizada el pasado 5 de noviembre, el Estado mexicano se comprometió a encontrar la vía para una solución amistosa al caso. Dicha solución se concreta mediante un acuerdo que implica la libertad inmediata de don Ricardo Ucán por vía administrativa, de acuerdo con facultades del Ejecutivo.
Quienes integramos el equipo Indignación nos alegramos junto con don Ricardo, con doña Donaciana, su esposa, y con toda su familia. En esta liberación reconocemos, valoramos y agradecemos todo el esfuerzo de la sociedad civil local, nacional e internacional.
La libertad de don Ricardo tiene un enorme significado y representa un importante triunfo en el trabajo de lograr que se respeten plenamente los derechos del pueblo maya de la península de Yucatán.
Don Ricardo Ucán puso en evidencia un sistema de justicia que discrimina a los integrantes de los pueblos originarios; les niega un juicio justo, una defensa adecuada y una procuración y administración de justicia en su propia lengua y en respeto de sus sistemas normativos propios. Confiamos en que el caso de don Ricardo Ucán contribuya a modificar estas condiciones y favorezca el reconocimiento y el pleno respeto a los derechos del pueblo maya de Yucatán.
Cuentos de navidad,Iglesia y Sociedad
Mariela se asomó al espejo. “A quién se le ocurre apellidarse Buenrostro con esta cara…” musitó para sus adentros. Eran ya muchos los días durmiendo a la intemperie y finalmente había accedido a acomodarse en la casa de Josefina, su compañera, para no seguir tendida en el duro suelo del palacio de gobierno a pocos días del alumbramiento.
Mariela se enamoró de la causa de san Antonio Ebulá. Siguió atenta los comunicados, devoró las noticias sobre el desalojo hasta que se fueron haciendo cada vez más raras en los medios de comunicación, visitó a los compañeros y compañeras en el plantón permanente en la acera posterior del palacio de gobierno. Ante la mañosa prolongación del conflicto por parte de las autoridades, Mariela, siempre intempestiva en sus decisiones, optó por ir a pasar unos días al plantón para estar enterada de primera mano del rompimiento de las negociaciones registrado apenas en la esquina inferior derecha de la página 7 del periódico de menos difusión en la ciudad de las murallas.
Josefina se prendó de Mariela desde que la conoció. Valiente, la miró no arredrarse después que sufriera la violación de que fue objeto por parte de paramilitares en Ocosingo, mientras regresaba de una reunión de solidaridad con las bases zapatistas. Respetó y admiró la decisión de Mariela cuando, después de muchos alegatos por parte de otras compañeras de lucha, terminó llevando adelante su embarazo. Josefina recuerda con emoción la expresión del rostro de Mariela cuando, una vez que la doctora le anunció que llevaba en el vientre a dos personitas, un varón y una mujer, clavando los ojos húmedos de emoción en los de Josefina, dijo: “Cuates para la revolución”.
Por eso Josefina no dudó ni un solo instante en usar todos sus ahorros para venirse a Campeche a estar con Mariela junto a ella a los desplazados de Ebulá y obligarla, si era preciso, a tener los cuidados necesarios ahora que el parto estaba tan cerca. Desde que decidieron vivir juntas Josefina había estado siempre ahí, al pie de cuanta lucha arrebatara el corazón de Mariela. Después de la violación en Ocosingo, el dolor compartido las hizo más cercanas, más amigas, más hermanas.
Es ya día 24 de diciembre. Mariela se moría de ganas de que los cuatitos para la revolución nacieran el merito día de la navidad. Acompañada de Josefina ha ido con la ginecóloga. La doctora le ha reclamado a Mariela esas noches pasadas a la intemperie. “Tendrás que pensar mejor esas cosas de ahora en adelante”, le dijo, “los niños necesitarán un ambiente seguro y sano, y andar de plantón en plantón apoyando cuanta causa revolucionaria se aparezca, no parece ser lo más apropiado…”
Mariela escucha a la doctora con mucha atención. Quiere, de veras, cuidar a sus cuates y ofrecerles lo mejor. Y ofrecerles lo mejor es para ella inyectarles su misma pasión por la justicia. Josefina, entre tanto, toma nota de los cuidados que la doctora recomienda. Sabe que tendrá que estar ella al pendiente y que en no pocas ocasiones habrá de suplir a Mariela en los cuidados. “Para eso tienen dos mamás”, pensó para sí Josefina.
La noticia de la fecha de nacimiento pareció desilusionar un poco a Mariela. La doctora les dijo que los cuates nacerían hasta el 31 de diciembre. Josefina calmó a Mariela diciéndole que cualquier fecha es buena para un nacimiento y que lo importante es que el año nuevo comenzará con muy buenas noticias. Una buena, por tantas malas en este año de crisis.
Sentadas frente a la bahía de Campeche, con el palacio de gobierno y el plantón permanente a sus espaldas, Mariela y Josefina tejen y destejen sueños. La niña y el niño se remueven en el vientre de Mariela. Josefina puede sentir el movimiento cuando pone la mano sobre el abdomen abultado. “Grandes noticias nos traerá este 31 de diciembre”, susurra Mariela, “a lo mejor muchas cosas se componen…”
Hoy más que nunca saben que el futuro está abierto a la sorpresa. La tarde cae y ellas sienten sobre sus rostros el paso de la brisa…
En octubre pasado estuve en los Estados Unidos. En el curso que ofrecí me encontré con Bárbara, una religiosa norteamericana que pasó buena parte de su vida viviendo en Honduras, compartiendo su fe en las tareas de la evangelización y la catequesis entre comunidades marginadas en los cinturones que rodean a San Pedro Sula. Me dio mucho gusto reencontrarla. Después de rememorar juntos algunos de nuestros mejores años, Bárbara me dijo en voz baja: ¿ya supiste lo de la investigación del Vaticano a las religiosas norteamericanas? En pocos minutos me puso al día sobre las visitas que, de parte del Vaticano, están recibiendo las congregaciones religiosas femeninas del vecino país. Había un dejo de tristeza en las palabras de Bárbara…
Hoy quiero ofrecer este espacio a Sandra M. Schneiders I.H.M., afamada teóloga y profesora de Nuevo Testamento y espiritualidad cristiana en la Escuela Jesuítica de Teología en Berkeley, California. Este artículo fue ya publicado en la revista U.S. Catholic correspondiente a enero de 2010, que está ya en manos de los suscriptores. La traducción al castellano es de Fernando Prado, c.m.f. y el envío se lo debo a Miguel Arias, amigo como pocos. Como me parece un buen tema para la reflexión y discusión, he decidido dejar el tradicional cuento de navidad para la semana próxima. Aprovecho enviar a todos los pacientes lectores y lectoras de esta columna un cordial abrazo navideño. Les dejo con el artículo de Sandra Schneiders:
“Cuando se discute sobre la investigación del Vaticano a las religiosas, hay dos cuestiones que aparecen repetidamente: 1) Si las religiosas no tienen nada que esconder… ¿por qué se oponen a ser investigadas por el Vaticano? 2) ¿Por qué iban a ser más inmunes las congregaciones religiosas de ser controladas por sorpresa por el Vaticano sobre su calidad de vida, que las “franquicias” de comida rápida (fast-food) a quienes su oficina central controla todas sus operaciones y productos?
Dado que estas cuestiones suelen ser preguntadas retóricamente, merecen ser contestadas. Primeramente, comparar a las congregaciones religiosas con las “franquicias” de comida rápida es como decir que todas las instituciones académicas de Educación Superior en los Estados Unidos son “franquicias” del Departamento de Educación: el masificado sistema de la universidad de California, una pequeña universidad rural para mujeres, la Academia Militar de West Point… Si la analogía fuera válida, cualquier pequeño Community College sería tan igual el uno al otro como lo es una bolsa de patatas fritas de un Mc Donald´s de Peoria a la de una de un Mc Donald´s de Boston. ¿No deberían estas “franquicias” (escuelas) proveer este producto (un grado de bachiller) siguiendo todas las mismas recetas (cursos requeridos) y utilizando la misma medida (exámenes idénticos)? ¿Acaso no habría de tener derecho la Oficina Central de hacer inspecciones sorpresa para asegurar que esa uniformidad es mantenida? Obviamente, esta forma de pensar es ridícula. Hay múltiples propuestas de una misma educación, con escuelas que ofrecen una variedad infinita de programas, para estudiantes de muchos tipos y con objetivos bien distintos.
Como reconoce el Decreto Conciliar del Vaticano II Perfectae Caritatis sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, “de acuerdo con el designio divino… una maravillosa variedad de comunidades religiosas” ha surgido en la Iglesia. Aunque haya profundas similitudes entre ellas y haya, igualmente, ciertos criterios aplicables a todas –la fidelidad a los votos, por ejemplo– medir con un mismo molde –un mismo cuestionario aplicado universalmente a todas las órdenes– no es ni razonable ni deseable. Las órdenes difieren ampliamente en sus carismas, ministerios, vida de oración, vida comunitaria y gobierno. Excepto el celibato –que es idéntico para todos/as– muchos aspectos de la vida religiosa han sido legítimamente interpretados y vividos de forma diferente en las múltiples comunidades. Además, al contrario de lo que muchas personas creen, las congregaciones religiosas –a diferencia del clero diocesano– no reciben ayuda económica alguna de la Iglesia institucional. Yendo todavía más lejos, habría que decir que las personas consagradas no hacen “votos al Papa” o a la jerarquía. Los religiosos hacen sus votos a Dios, de acuerdo a las constituciones aprobadas de sus propias congregaciones. En una palabra, los religiosos no son ni económicamente, ni jurídicamente ni organizativamente oficinas o sucursales, ni mucho menos “franquicias” del Vaticano.
La analogía de la “franquicia” de comida rápida quizá sea absurda… pero ¿puede haber otra mejor? Se me ocurre sugerir el matrimonio. Al casarse, las parejas católicas toman la libre decisión de comenzar una familia y piden a la Iglesia, a través de su ministro, que sea testigo y tome nota del consentimiento mutuo que realiza el sacramento. El ministro de la Iglesia ni selecciona a las parejas, ni decreta el matrimonio ni confiere el sacramento. La Iglesia establece ciertos requisitos para que el matrimonio sea sacramental, como, por ejemplo, que las dos partes lo hagan libremente y que elijan en libertad a su pareja, que tengan cierta formación o catequesis para que comprendan lo que la Iglesia entiende por matrimonio y se comprometan en unión de vida monógama. La Iglesia no les dice a ellos dónde vivir, ni qué vestir, ni cuántos niños tener, o dónde hayan de mandarlos al colegio, o como han de gestionar sus finanzas, o a qué parroquia han de ir. La vida de la pareja no es objeto de regulación minuciosa, ni tampoco es un agente de la Iglesia institucional.
Las congregaciones religiosas no han sido fundadas por la Iglesia institucional. Algunos creyentes, bajo la influencia de uno o más fundadores, toman juntos el compromiso libre de vivir una forma intensa de discipulado cristiano y ministerio. Si la orden toma carácter estable, los miembros escriben una constitución o regla y piden a la Iglesia que la apruebe. Al igual que hace para las parejas casadas, la iglesia establece algunos requisitos para las congregaciones religiosas, como, por ejemplo, que los que entren lo hagan en libertad, que tengan una adecuada formación, unos votos perpetuos, incluyendo, claro está, el celibato consagrado.
Una vez aprobadas, las congregaciones y sus miembros se convierten en la Iglesia en “personas públicas”, pero no -como los ministros ordenados- en agentes de la institución, maestros oficiales o impulsores de la política eclesial. Los religiosos no son parte de la estructura jerárquica de la Iglesia, como tampoco lo son las personas casadas. Una vez formada, una orden religiosa es como una familia. Aunque los miembros no estén unidos por la sangre sino por la fe, es una comunidad multi-generacional cuyos miembros han comprometido su vida unos con otros. La comunidad nace de un carisma particular, desarrolla un espíritu que le distingue y genera una tradición propia. Tiene sus propias prácticas, sus propios símbolos, santos (canonizados o no) y modos de compartir y celebrar. Tal y como sucede en cualquier familia, puede haber errores y se pueden tener problemas, conflictos y cuestiones a superar. Pero también hay caminos para resolverlos. Hay momentos de triunfo y de éxito, lideres que les influyen y una historia de cambio y desarrollo. Pero, sobre todo, cada congregación -como cada familia- es única.
¿Por qué ha de resistirse una congregación a una investigación impuesta sobre su vida? Como cualquier familia sana, las congregaciones comparten con gusto su vida con otros, pero si se les somete de repente y unilateralmente a una investigación detallada sobre todas las cuestiones y detalles de su vida interna, esto causa el mismo tipo de reacción que la que experimenta cualquier familia cuando es asaltada o robada. Mucho más serio que la pérdida de objetos de valor es el hecho de que un extraño esté manipulando las fotos de sus hijos, entrando en la habitación del matrimonio, revolviendo los papeles de la familia o los documentos financieros. Esto es sentido como una violación de la privacidad, como un cruzar los límites que solo pueden ser cruzados por invitación. La resistencia que sienten las víctimas no tiene nada que ver con el secreto, con tener algo que esconder o con el pudor o vergüenza por mostrar la vida familiar. Tiene que ver, más bien, con el respeto a uno mismo; con la necesidad y el derecho a mantener el sentido de integridad y de propia determinación.
Querer violar la privacidad es destruir esta integridad dejando a la víctima sin defensas ante un poder aplastante. Sea una violación física (como en el caso del robo), sea espiritual (como invasión de la conciencia), el objetivo es la dominación por intimidación. Hay veces, por supuesto, en que un grupo pierde el derecho a la privacidad. Entonces rebasar los límites, aunque sea por la fuerza, es legítimo y necesario, como cuando un hogar se convierte en un lugar de tráfico de drogas, o cuando un obispo facilita el abuso sexual de niños por parte de sacerdotes, o cuando una congregación religiosa, como los Legionarios de Cristo, se convierte en un lugar de inmoralidad institucionalizada. Pero, cuando no hay indicios creíbles de serios delitos, tal y como está sucediendo en este caso de la investigación a las religiosas, cruzar los límites por la fuerza es una violación de la intimidad.
Las congregaciones religiosas no son un montón de oficinas o “franquicias” del Vaticano. El derecho a la integridad y a la autonomía de su vida comunitaria, gobierno y privacidad lo tienen garantizado por el Código de Derecho Canónico. Oponerse a esta violación no es un asunto de secretismo, desobediencia u orgullo. Es una expresión del respeto corporativo y personal hacia sí mismas que dimana de su propia humanidad y de su Bautismo”.
Los vientos postconciliares hicieron nacer en América Latina, a partir de la década de los sesenta, una tradición espiritual, pastoral y teológica propia que fue conocida como Teología de la Liberación. A pesar de embates venidos de dentro y de fuera, esta tradición teológica ha legado a la iglesia universal algunos de sus temas más entrañables: la opción por los pobres, la lectura popular de la Biblia, el surgimiento de una nueva espiritualidad liberadora, etc.
En la actualidad, la Teología de la Liberación se ha diversificado con la aparición de nuevos sujetos sociales y se manifiesta con nuevo vigor en la teología indígena, la teología feminista, la teología ecológica, etc. Su método teológico y la valentía de afrontar los temas más polémicos desde la perspectiva de las víctimas, ha enriquecido el panorama teológico internacional y ha hecho realidad algunos de los más caros deseos del Vaticano II, como el cuestionamiento del modelo piramidal y jerarquizado de iglesia propio del Concilio de Trento, y la apuesta por un modelo nuevo de iglesia “pueblo de Dios”.
En el marco de la involución de los últimos treinta años, algunos de los más conspicuos representantes de esta corriente teológica y sus derivados han decidido reunirse para producir un texto de excepcional interés. Se trata del libro “Construyendo puentes entre teologías y culturas. Memoria de un itinerario colectivo”, texto en el que se repasan los principales momentos de desarrollo de la teología de la liberación y se apuntan los nuevos desarrollos teológicos aparecidos en diversas partes del mundo que están relacionados con ella. En más de treinta capítulos y poco más de trescientas páginas, se recoge la aportación no solamente la teología liberadora de América Latina, sino su diálogo fecundo con la producción teológica de África, de Asia, de los pueblos originarios continentales y del mestizaje como cruce de culturas.
La motivación para esta publicación ha sido reconocer la aportación que en este largo y fecundo período teológico ha ofrecido el Padre Sergio Torres. En sus ochenta años de vida, Sergio Torres se ha caracterizado por una tenacidad a toda prueba, una singular pasión por el evangelio, una fidelidad crítica a la iglesia y un prodigioso don de organizador. Ha sido, por ello, un generador de espacios de diálogo y a su genio incansable debemos muchos de los múltiples encuentros, publicaciones, conferencias y organismos que fueron el caldo de cultivo de lo mejor de la producción teológica de la liberación.
A su visión debemos también la conformación del organismo conocido como “Amerindia”, un colectivo originado en 1978, durante la preparación de la Conferencia de Puebla, y que se ha convertido en una red amplia de obispos, teólogos/as, comunicadores, científicos sociales, religiosos/as y laicos/as que se han comprometido en la iglesia y en los nuevos movimientos sociales. Amerindia ha estado presente en los grandes acontecimientos de la iglesia latinoamericana (Puebla, Santo Domingo, Sínodo de América, Aparecida) y en otras reuniones eclesiales y sociales (como el Foro Social Mundial o el Sínodo de los Obispos sobre la Biblia).
No extraña, por eso, que esta publicación, preñada de cariño y reconocimiento a la labor de Sergio Torres, reúna tanto a figuras fundantes de la teología de la liberación latinoamericana, como a teólogos y teólogas norteamericanos, asiáticos y africanos que, más allá de las fronteras geográficas, han recorrido este itinerario colectivo de encuentro y diálogo entre teologías y culturas.
Producción colectiva, el libro cuenta con la participación de los representantes mayores de la teología de la liberación latinoamericana: Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, Pablo Richard, Frei Betto, Jon Sobrino, José Comblin. Destacan también algunos nombres de reconocidas teólogas como Ivone Gebara, Elsa Tamez, Silvia Regina de Lima Silva, Ana María Tepedino y Carmen Lora. Participan también teólogos y teólogas de otras latitudes: el belga Francois Houtart, Tissa Balasuriya, de Sri Lanka, Lee Cormie, de Canadá, Virgilio Elizondo, de los Estados Unidos. Aparecen aportaciones desde las nuevas perspectivas teológicas: la teología india, la teología afroamericana y caribeña, la teología feminista…
No pretendo enumerar a los más de treinta autores reunidos en este volumen. Quiero, más bien, subrayar cómo este libro pone en evidencia la enorme vitalidad de una corriente teológica que, a contrapelo de ataques y descalificaciones, ha sabido dialogar con el mundo, dejarse interpelar por los signos de los tiempos y producir, además de la reflexión teórica sólida, una práctica pastoral que ha dado a la iglesia latinoamericana numerosos mártires y confesores.
Colofón: La nota bibliográfica completa, para quienes se interesen en el libro, es HERMANO R. y BONAVIA P. Eds., «Construyendo puentes entre teologías y culturas. Memoria de un itinerario colectivo. Homenaje a Sergio Torres en sus ochenta años de vida». Ed. Amerindia (Montevideo 2009) 341 pags.
Este 12 de diciembre de 2009 no será solamente un aniversario más de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Será, además, el día de una importantísima cita para todas las personas que están preocupadas por el cambio climático y por las medidas que los países, sobre todo los más industrializados, tendrían que tomar para enfrentar una de las crisis más relevantes de todos los tiempos: la crisis del calentamiento global.
Del 7 al 18 de diciembre, en la ciudad de Copenhague, capital de Dinamarca, tendrá lugar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima. Muchos científicos y ambientalistas consideran que ésta es la última oportunidad del planeta para asegurar algunas medidas eficaces que reviertan el desastre climático, sobre todo lograr una regulación que reduzca las emisiones de los gases que provocan el calentamiento global y que sustituya al Protocolo de Kyoto que expira en 2012.
Recuerdo que hace unos años, cuando comenzamos el trabajo ecológico con los campesinos y campesinas mayas en la Escuela de Agricultura Ecológica “U Yits Ka’an”, de Maní, veíamos con frecuencia un documental que advertía, ya desde finales de los años ochentas, que solamente nos quedaban 50 años para revertir las consecuencias del deterioro del medio ambiente. Hoy las cosas son distintas. Cada vez hay un consenso más amplio entre los científicos de que nos quedan solamente diez años para detener y revertir el aumento global de gases de efecto invernadero antes de que el cambio climático se vuelva incontrolable.
Tengo la impresión de que muchas personas aún no toman estos datos lo suficientemente en serio. Vemos cotidianamente las noticias acerca de los desastres naturales: inundaciones, ciclones, tsunamis, sequías, icebergs flotando sobre las aguas… y los tratamos como si fueran fenómenos aislados y no como lo que son: manifestaciones todas de la acción depredadora del ser humano y del tipo de sociedad de consumo que ha creado. Vivimos creyendo que los recursos naturales no se agotarán nunca, mientras conducimos este planeta y a las especies que en él habitan, incluyendo la humana, a lo que puede ser un trágico final. Como decían los abuelos: vemos pasar la procesión y no nos hincamos…
La reunión de Copenhague puede ser la última oportunidad para lograr que los países se comprometan a tomar acciones urgentes y efectivas para resolver la desestabilización del clima global, a través de un acuerdo ambicioso que reduzca las emisiones de los gases de efecto invernadero y nos obligue a todos a cambiar nuestros hábitos de consumo de energía.
Estas conversaciones deberán tomar resoluciones que sean efectivas y equitativas. Los países más industrializados, emisores de la mayor parte de los gases de efecto invernadero, deberán ser muy responsables a la hora de adoptar medidas de adaptación. Deberán tomar en cuenta a los países que emiten menos y que poseen recursos económicos limitados, porque éstos serán los primeros en sentir los efectos del cambio climático y los notarán con más virulencia. En la ronda de conversaciones de Copenhague, aquellos con más posibilidades económicas para actuar, deberán hacerlo de una manera urgente y decisiva. El acuerdo que se logre entrará en vigor el 1 de enero de 2013, apenas el tiempo suficiente para que dichas medidas, que deberán ser radicales y de efectividad garantizada, puedan detener el acelerado deterioro del ecosistema.
Por eso en esas fechas, particularmente el 12 de diciembre, personas y organizaciones preocupadas por el medio ambiente, estarán realizando manifestaciones y actividades en 104 países del mundo. La organización de activismo cibernético Avaaz, una de las más prestigiadas y efectivas organizaciones en este campo, está convocando a todos a realizar una vigilia de reflexión en el marco de las conversaciones de Copenhague. Se trata de que cada quien, desde el lugar en el que vive y con los medios a su alcance, se una a la “Campaña Global por el Clima”, cuyo objetivo es difundir y promover este tipo de manifestaciones.
La propuesta de Avaaz es muy simple: Se trata de promover, en cada rincón del planeta, una vigilia con velas. Ante el gran peligro de que entre la politiquería y la burocracia el mundo se olvide de lo que está en juego, que es la sobrevivencia misma de la raza humana, Avaaz propone que la gente se reúna a reflexionar a la luz de unas velas. Habrá un mensaje que circulará para ser leído y la tarea de Avaaz será registrar cada una de esas acciones y el lugar donde se realicen, para hacer llegar a los representantes de los países que participan en la cumbre la noticia de todos los lugares del mundo donde hay gente preocupada por el medio ambiente y por las decisiones que ellos estarán tomando en la capital danesa. El objetivo es hacer sentir a los líderes de cada país que están siendo seguidos y vigilados por la ciudadanía de sus propios países. Las fotos de cada vigilia en todo el mundo se imprimirán y serán entregadas a los negociadores y los dirigentes mundiales en Copenhague. Son pruebas de que personas de todo el mundo tienen el ambicioso objetivo mismo de nuestro planeta: un acuerdo climático real. Todas las fotos serán también publicadas en internet para millones de miembros de Avaaz y distribuidas a los medios.
Las personas que estén interesadas en realizar una vigilia de velas para unirse a esta que, no es solamente una acción de protesta común, sino que pretende ser una acción mundial coordinada a escala masiva, puede obtener información en el portal electrónico de Avaaz: www.avaaz.org/es/real_deal_hosts y ahí mismo inscribir su acción, con fecha y hora, para que sea registrada.
Hay películas que han marcado mi vida. Sería muy difícil ahora hacer una lista que correspondiera adecuadamente a la efervescencia de sentimientos que en mí han despertado tantos filmes a lo largo de medio siglo. Si sólo hiciera referencia a películas biográficas tendría que enlistar necesariamente a “Gandhi”, a “Romero” –con el mejor Raúl Juliá de toda su larga carrera–, “La lista de Schindler”, “La decisión de Sofía” –en la que me enamoré por primera vez de una joven Meryl Streep, ya entonces espléndida–, una película cuyo nombre se me escapa, pero en la que podía verse a un joven Denzel Washington haciendo el papel de Steven Bycko, el activista anti-apartheid precursor de Nelson Mandela… Películas todas ellas de excelente manufactura y, por encima de todo, inspiradoras, cuestionadoras, valientes…
A esa categoría de películas corresponde la más reciente obra de Gus Van Sant en la que Sean Penn realizó el trabajo actoral que le mereció el Óscar el año pasado: “Milk”, la historia del primer funcionario público abiertamente gay electo en la historia de los Estados Unidos. El relato de su afanosa carrera política y su trágico asesinato se convierte en un retrato de los años setentas y la que parecía entonces una imparable lucha por los derechos civiles y la igualdad para todas y todos.
No voy aquí a reseñar la película, no se asusten. Ya desde mis años de estudiante, una mañana, después de narrar la película que había visto la noche anterior, recibí la más acertada crítica de parte de mi ahijado Luis Reyes Ceja: “eres la única persona que, al contar una película, tarda más tiempo que la misma película”. Así que no quiero hacerles víctimas de un artículo inusualmente largo. Pero reconozco públicamente que cuando termino de ver este tipo de películas, me siento en deuda. Así que he decidido saldar la deuda que tengo con “Milk”.
Por eso quiero compartir aquí, después de mucho tiempo de no tocar expresamente el tema, la síntesis medular de la respuesta a las “Observaciones” que la Congregación de la Doctrina de la Fe del Vaticano hiciera a mi libro “Iglesia Católica y Homosexualidad”. La discreción de este tipo de procesos me impide aún hacer público el documento íntegro (a pesar de que las “Observaciones”, documento dirigido solamente a los obispos mexicanos, deberían también haber sido manejadas discretamente y no dadas a conocer a los medios por una desconocida y desleal mano, como finalmente sucedió), pero quiero aquí compartir algunas de las ideas fundamentales que en él manifiesto.
1. Los cristianos y cristianas, obligados como estamos a escrutar los signos de los tiempos, tenemos que confrontarnos con un dato importante de nuestra época. A pesar de que la discriminación a las personas homosexuales sigue estando presente en muchos países, el panorama actual marca una tendencia cada vez mayor a su aceptación y al reconocimiento de la diversidad sexual como un dato de la realidad que no puede soslayarse más.
2. Esto no ocurre solamente en el nivel de las leyes internacionales y las decisiones de los países. Es reflejo de un cambio que se está dando en la conciencia de los individuos y las colectividades. Se va abriendo paso una nueva concepción, que muchos autores llaman “cambio antropológico”, en el que las personas homosexuales comienzan a ser vistas, consideradas y tratadas, como personas diferentes, pero sin que esa diferencia marque una desigualdad en la dignidad y los derechos. Esta toma de conciencia está muy lejos de ser una moda temporal o la señal del deterioro de las condiciones morales del mundo. Se trata de un colectivo “caer en la cuenta” de que estamos frente a una realidad antropológica que sencillamente es así. Se trata de un auténtico descubrimiento humano, aunque pueda parecer banal. Nos estamos dando cuenta sencillamente de que hay gente que es así, lo cual no convierte a estas personas en algo especial ni las hace ni más ni menos capaces para realizar cualquier cosa. Esta nueva comprensión podría compararse con el momento en que los negros comenzaron a ser considerados iguales que los blancos, o las mujeres iguales a los varones.
3. En cada época histórica han ido desapareciendo prejuicios y hoy no suscribiríamos ideas que apenas hace cincuenta años eran consideradas normales, como que el marido se considerara superior a la esposa y pudiera ejercitar la violencia contra ella, o que un negro no pudiera casarse con una blanca. Pero no siempre fue así. Y en las épocas en que esto no fue así, la mentalidad mayoritaria, el prejuicio visto como normalidad, se justificaba diciendo que eran realidades naturales, objetivas, inscritas en la naturaleza humana, aunque hoy nadie se atreva a sostener dicha justificación en voz alta. No existe actualmente casi ningún hombre o mujer de ciencia que sostenga una identificación entre naturaleza y heterosexismo.
4. La doctrina de la Iglesia Católica es coherente. Si sostiene que los actos homosexuales son gravemente pecaminosos, que son intrínsecamente antinaturales, entonces todas sus demás recomendaciones son coherentes con esta idea madre que guía sus acciones. Se parte de la convicción de que las personas homosexuales no existen como tales, sino que sólo existen personas heterosexuales individualmente defectuosas con una tendencia más o menos fuerte hacia ciertos actos considerados gravemente inmorales.
5. El problema es que esta concepción está cada vez más en cuestión. Por eso pienso que el “caer en la cuenta” antropológico de la existencia de personas homosexuales no es un asunto anecdótico. En la iglesia tenemos que confrontarnos con esta mutación de conciencia colectiva que se está desarrollando delante de nuestros ojos y dejar de atribuirla exclusivamente a una presunta degeneración cultural. Si algunas personas son sencillamente homosexuales y este hecho no obedece ni al pecado, ni al desorden, ni al vicio, ni a fracasos de los papás ni a ingerencias de espíritus malignos, entonces tendremos que enfrentar con nuevas respuestas la cuestión de la diversidad sexual y ofrecer una nueva aproximación teológica a esta realidad.
6. La pregunta es, pues, si los contenidos “permanentemente válidos de la antropología cristiana” o la “verdad sobre la naturaleza humana”, de los que habla con frecuencia el Magisterio de la Iglesia, están inevitablemente ligados al reconocimiento de la heterosexualidad como la única y exclusiva manera de vivir la sexualidad según el plan de Dios o si el reconocimiento de la diversidad sexual puede considerarse como un nuevo punto de partida en la reflexión moral de la iglesia.
7. Esta realidad se convierte, en el quehacer teológico, en una hipótesis de trabajo. El tema es de por sí espinoso, es cierto, pero eso no nos exime de enfrentarlo, aun a riesgo de cometer errores. Creer que porque decidimos no ver una determinada realidad ésta dejará de existir, no ayuda mucho a la misión que la iglesia tiene de iluminar el mundo con la Buena Noticia.
A veces compro libros que encuentro por casualidad en la librería y que, sin serme absolutamente necesarios o útiles, me interesan. Al llegar a casa los coloco en un librero especial que contiene libros que esperan ser leídos. Algunos de ellos, estoy seguro, dormirán el sueño de los justos por toda la eternidad, sin ser abiertos nunca por mí. Otros, en cambio, se salvan de la ignominia de morir con las páginas vírgenes cuando los tomo ante alguna situación en la que sé que contaré con tiempo suficiente para avanzar en la lectura. Eso ocurre sobre todo cuando salgo de viaje y, entre aviones y/o centrales de autobuses, uno puede matar la espera con un buen libro.
Siempre me han gustado las biografías. Y cada vez descubro que me gustan más. Son aleccionadoras y conceden esa sabiduría que da el conocimiento de la historia. Cada historia personal esconde el registro de su tiempo y su circunstancia. Además, las biografías suelen ser baratas, lo que es una ventaja adicional para quienes somos adictos a la compra de libros y lo somos sin remedio. Claro que hay biografías buenas y malas, pero eso puede decirse de cualquier género literario. Para mi gusto, solamente hay algo mejor que una buena biografía: una buena autobiografía.
Hay autobiografías que son solamente pretexto para la complacencia del autor. Suelen estar cargadas de justificaciones que ningún lector se toma en serio y terminan por ser aburridas. Y como es difícil ser juez de la propia causa, casi todas las autobiografías desbarrancan por este despeñadero. De repente, sin embargo, uno se encuentra con textos límpidos, relatos que, escritos en primera persona, funcionan como verdaderos espejos y desnudan el alma del autor permitiéndonos a los lectores y lectoras otear sus mismas entrañas. Para que una autobiografía tenga este efecto en el lector, es imprescindible que el autor sea absolutamente honesto.
Un garbanzo de este peso me encontré al llevarme, en mis recientes salidas, la autobiografía de Luis Buñuel (BUÑUEL Luis, Mi Último Suspiro, Ed. Plaza y Janés, Barcelona 2001). Agudo, directo, sin concesiones, el cineasta español y universal hilvana recuerdos sueltos, fruto de largas conversaciones con Jean Claude Carriere. Dice Buñuel en su advertencia inicial: ‘Yo no soy hombre de pluma…’, y agradece a Carriere haberle ayudado a escribir el libro. Y uno no sabe si agradecerlo a uno o a otro, pero la prosa que se desgrana desde las primeras páginas es nítida y, cosa que ocurre poco con las biografías, te atrapa desde el inicio para no soltarte más.
Partiendo de su Calanda natal, en el bajo Aragón, Luis Buñuel recorre todas las etapas de su vida fascinante, los trabajos que tuvo que desempeñar para vivir, sus afinidades ideológicas y artísticas. En su relato fulgura una España que se ha ido para no volver. Inaugurador del siglo XX (nació en el 1900), la autobiografía de Buñuel es el retrato de un siglo lleno de contradicciones, feroz y desalmado si lo vemos desde cierto ángulo, subyugante y misterioso desde otros.
No es sólo la biografía de un hombre de su tiempo, es también el recuento vital de un artista de indiscutible calidad, pero sobre todo de alguien que vivió rodeado de algunos de los hombres y mujeres que, como él mismo, marcaron de manera definitiva el siglo en que vivieron. Por las páginas de “Mi último suspiro” se pasean Salvador Dalí, Miguel de Unamuno, José Bergamín, Rafael Alberti y muchos otros artistas españoles fundamentales. Mención especial merece Federico García Lorca, acaso el amigo más nombrado en el conjunto de estas páginas. Ya en su época parisina, Buñuel convoca en su libro a André Breton, Max Ernst, Paul Éluard, Benjamin Péret, amigos suyos que lo iniciaron en el surrealismo, ideología a la que se mantendría fiel por muchos años.
Una a una desfilan también sus películas, su estancia en Hollywood y su arraigo final en México. Con mirada introspectiva, en una especie de íntimo soliloquio al que el lector acude como voyeur silencioso, Buñuel recuerda sus amores y desamores, su papel en la guerra española al servicio de la república, confiesa su pasión por los sueños y sustenta su peculiar ateísmo. Siempre con una honestidad envidiable y con un guiño autocrítico y lleno de humor.
No sé hace cuánto tiempo que la autobiografía de Buñuel me esperaba en el librero. Es una edición de 2001, así que bien puede haber reposado ahí meses o años enteros. Estoy muy contento de que mis recientes periplos me hayan dado oportunidad de leerlo. El último capítulo, en el que Buñuel enfrenta la visión ya cercana de la muerte, es especialmente sobrecogedor. Vaya este párrafo para que prueben un poco a qué me refiero:
“Sin ilusión sobre la muerte, a veces me interrogo, no obstante, por las formas que puede adoptar. Me digo a veces que una muerte repentina es admirable, como la de mi amigo Max Aub, que murió mientras jugaba a cartas. Pero, de ordinario, mis preferencias se dirigen a una muerte más lenta, más esperada, permitiendo saludar por última vez a toda la vida que hemos conocido. Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo, como París, Madrid, Toledo, El Paular, San José Purúa, me detengo un instante para decir adiós a ese lugar. Me dirijo a él y digo, por ejemplo: ‘Adiós San José. Aquí conocí momentos felices. Sin ti, mi vida hubiera sido diferente. Ahora me voy, no te volveré a ver, tú continuarás sin mí, te digo adiós’. Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas… Así es como quisiera morir, sabiendo que esta vez no volveré… En realidad, me da igual dónde morir. Pero que no sea en un traslado. Para mí la muerte atroz es la que sobreviene en una habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y de papeles desordenados…”
¡Ay! Quisiera recordar y escribir como Buñuel…
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